Un exmiembro del
Ejército, Mario Alberto Sierra, decidió también ofrecer su testimonio sobre los
acontecimientos de Tlatelolco, en lo que él llama un acto de conciencia. Estuvo
asignado a labores de inteligencia, mezclado entre la multitud que asistió al
mitin del 2 de octubre, y narra, desde su punto de observación, en calidad de
cabo armero y desde sus recuerdos, quiénes y cómo prepararon la trampa que
terminó en matanza.
José Gil Olmos
No fue sino hasta el mediodía del
2 de octubre de 1968 cuando el cabo armero Mario Alberto Sierra y su superior,
el sargento de transmisiones Juan de Dios Gama Estrada, supieron que tendrían
que ir a Tlatelolco para estar pendientes de lo que pudieran hacer los
estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas.
Sus superiores les ordenaron que no llevaran identificaciones y, sin darles
mayores explicaciones, les dijeron que si había problemas y eran detenidos por
la policía, pidieran que los presentaran ante un agente del Ministerio Público.
Ya en la delegación, deberían dar la consigna secreta para quedar libres: Yo
pedí hablar con usted, señor licenciado.
Tras de ver las fotos publicadas la semana pasada por este semanario, Sierra
se comunicó a la redacción de Proceso para dar su testimonio de lo que vio esa
tarde.
Y revela: es casi seguro que ese día estuvo
en Tlatelolco el actual jefe del Estado Mayor Presidencial, general Armando
Tamayo, que entonces tenía el grado de teniente y formaba parte de la Primera
Compañía del Primer Batallón de Infantería del Cuerpo de Guardias
Presidenciales.
En un primer momento, Sierra quiso hablar desde el anonimato, pero luego
aceptó dar su nombre. Su familia lo convenció. Tienes todo nuestro apoyo, le
dijeron. De hecho, uno de sus hijos, que estudia periodismo, fue quien vio
primero la revista y lo animó a hablar.
Es un acto de conciencia, justifica el exmilitar, que aún conserva una
credencial que lo identificaba como cabo armero, matrícula 5645478, del Primer
Batallón de Infantería, Cuerpo de Guardias Presidenciales.
Cuenta que su función era de OP: Oreja de Perro. Se infiltraba entre los
estudiantes, asistía a marchas, mítines y asambleas para informar sobre el
movimiento estudiantil. El pelo largo era su camuflaje.
A veces retomábamos la información de los periódicos porque era imposible
entrar a las asambleas. La estructura de células del Consejo General de Huelga
nos puso de cabeza porque nos impedía infiltrarnos, dice el ahora editor de
libros.
Sierra estuvo en el Ejército cinco años, 10 meses y 13 días, según el
certificado de baja fechado el 16 de noviembre de 1971. Se graduó como cabo
armero en la Escuela de Materiales de Guerra, en Santa Fe, el 1 de enero de
1967. Hasta 1970 estuvo en el Cuerpo de Guardias Presidenciales y de ahí pasó a
la Dirección General de Materiales de Guerra.
Su baja del Ejército, relata, la decidió poco después del halconazo, la
represión de la marcha estudiantil del 10 de junio de 1971. Afirma que el grupo
paramilitar que realizó esa acción, los Halcones, se comenzó a organizar, poco
después del 2 de octubre de 1968, en las instalaciones del Cuerpo de Guardias
Presidenciales, en El Chivatito, a un costado de Los Pinos.
Hace precisiones al texto publicado en Proceso la semana pasada: El entonces
coronel Jesús Castañeda Gutiérrez no perteneció ni era responsable del Batallón
Olimpia, sino del Primer Batallón de Infantería del Cuerpo de Guardias
Presidenciales. Quien quedó al mando de la tropa en Tlatelolco, después de que
fue herido el general José Hernández Toledo, fue el general Crisóforo Mazón
Pineda.
Y añade: Ese día y en los siguientes, cuando el Ejército ocupó la Plaza de las
Tres Culturas, muy probablemente estuvo ahí el actual jefe del Estado Mayor
Presidencial, general Armando Tamayo. Tuvo que haber estado ahí porque era
teniente de la Primera Compañía del Primer Batallón de Infantería de Guardias
Presidenciales, y porque como comandante de la guardia (en el Campo Militar
Número Uno) sólo se quedó un sargento.
Sierra recuerda haber visto a Tamayo el 9 de octubre, cuando los militares se
retiraron de Tlatelolco. Esos días de ocupación, él pernoctó en los bajos del
edificio 20 de Noviembre, mientras que los mandos superiores ocuparon algunos
departamentos del mismo inmueble. Para mayor referencia del general Tamayo,
recuerda que le gustaba jugar futbol. Era defensa.
Pero el general Tamayo desmiente la versión de Sierra. El jueves 13, en el
salón Adolfo López Mateos de Los Pinos, a pregunta expresa de la reportera María
Scherer sobre su presencia en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968, sólo contestó:
Es absolutamente falso.
Ante la insistencia de que diera más detalles sobre dónde había estado ese
día, reiteró con una sonrisa amable: ¿Para qué? Es absolutamente falso.
De acuerdo con su currículum, Tamayo ingresó en el Heroico Colegio Militar en
1964, egresando como subteniente del arma de Infantería en 1967.
En Tlatelolco también habría estado el entonces capitán primero Rodolfo
Alvarado Hernández, comandante de la Segunda Compañía del Primer Batallón de
Infantería, según refiere Sierra. Actualmente retirado del Ejército, Alvarado
Hernández pasó, en 1954, por la Escuela de las Américas —la llamada escuela de
asesinos, del Ejército estadunidense— y actualmente es subsecretario de
Seguridad Pública y Protección Ciudadana del gobierno de Puebla. Buscado
insistentemente la semana pasada por el corresponsal Julio Aranda, el general
Alvarado Hernández no devolvió las llamadas.
La tarde triste
Cuenta Mario Alberto Sierra: El 2 de octubre acuartelaron a todos, pero
nosotros, como teníamos la tarea de OP, le preguntamos al jefe: ‘¿Nosotros
también?’ Y él nos dijo: ‘Ustedes no, par de cabrones, ya tienen su comisión’.
Así que nos fuimos a comer a la casa del sargento Gama en la Unidad Adolfo López
Mateos, en Tlalnepantla. Llegamos a Tlatelolco, en camión, como a las cuatro y
media de la tarde.
Sierra y Gama reportaban toda su información al mayor Javier de Flon González
—otro egresado de la Escuela de las Américas—, quien era el jefe de operaciones
(SIO) del Estado Mayor del Cuerpo de Guardias Presidenciales.
El Primer Batallón de Infantería estaba alojado entonces en las instalaciones
del Regimiento de Ingenieros de Servicio (RIS), del Campo Militar Número Uno,
porque las de Guardias Presidenciales, en El Chivatito, estaban en remodelación.
Desde agosto, ambos habían sido comisionados para realizar labores de
espionaje del movimiento estudiantil, luego de ser interrogados por Carlos
Eugenio Escobar Alemany, responsable de la Segunda Sección de la Primera
Compañía del Primer Batallón de Infantería Guardias Presidenciales.
Cuando llegamos había poca gente, como al diez para la cinco ya había 5 mil o
6 mil personas, y cuando empezó el mitin a las 5:10 ya había entre 8 mil y 10
mil asistentes. Sentíamos un ambiente raro y le sugerí al sargento Gama que nos
moviéramos a una de las esquinas de la plaza, cerca del edificio Chihuahua.
Alrededor de la plaza estaban las tanquetas del 12 Regimiento de Caballería
Motorizada, que habían llegado de Puebla para el desfile del 16 de septiembre y
que se quedaron en la ciudad. Escobar Alemany le contó después que desde esos
vehículos se disparó indiscriminadamente contra la fachada del Chihuahua.
La plaza era una ratonera ,y el edificio Chihuahua, la trampa. Le dije a Gama
que nos colocáramos en la orillita.
A las 6:10 vio salir las luces de bengala del helicóptero militar que ya
llevaba su quinta ronda sobre la plaza. Salieron del helicóptero, fueron tres
luces: dos verdes y una roja. Eran luces especiales que se sueltan y alumbran
como un arcoiris. Nosotros no sabíamos nada, no teníamos ninguna instrucción.
Inmediatamente se escuchó un disparo y a la distancia no supimos de dónde venía,
pero fue de pistola. Luego otros cinco o seis disparos.
Vi a un francotirador en el techo de la iglesia. Hubo otros disparos desde el
edificio del ISSSTE. La imagen de la gente moviéndose era extraña, era como
cuando el trigo se mece hacia donde lo lleva el viento. Así se movió la gente
buscando una salida en sentido contrario de donde venían los disparos.
Él y Gama salieron corriendo por los estacionamientos de los edificios
Querétaro y Guanajuato. Por los andadores, por los andadores, le gritaba a la
gente que los seguían mientras rebotaban los disparos en el suelo, emitiendo un
sonido como cuando descorchan una botella de sidra.
Corrimos hacia Paseo de la Reforma, Gama llevaba de la mano a una muchacha,
quién sabe por qué. Nos habían pedido que no lleváramos ninguna credencial, así
que cuando patiné en el césped de una jardinera y me caí y escuché a un soldado
que me decía ‘Párate, cabrón’, pensé: ‘Me paro, madres’.
Sentado a un lado de su hijo Juan Pablo, Sierra enciende un cigarro, nervioso,
metido en sus recuerdos.
Como pude, salté un carro estacionado y en pleno Reforma me paré frente a los
que carros que venían, cerré los ojos y abrí los brazos en cruz para que pasara
la gente. Abrí los ojos cuando pasó Gama y me jaló. Nos metimos en una lonchería
que está en Matamoros, y Gama bajó la cortina. Esperamos un rato. Después nos
fuimos al Sanborns de La Fragua, donde tomamos varias tazas de café. Estuvimos
pensando qué hacer. Gama quería regresar a Tlatelolco, aunque yo no. Como era mi
superior, obedecí. A las 8 u 8:30 de la noche regresamos. No sabíamos lo que
había pasado.
Nos encontramos a un amigo de Gama, que llevaba un pantalón blanco manchado de
sangre. Se oían disparos esporádicos, seguidos de un silencio pesado. ‘Así ha
estado la cosa’, nos dijo el amigo de Gama. Más adelante nos detuvieron. Como
eran militares, la contraseña no nos funcionó. Tampoco teníamos identificación,
así que nos llevaron con un jefe. Sólo nos dejó ir cuando le dijimos de memoria
la matrícula del coronel Castañeda.
Gama y Sierra decidieron regresar al Campo Militar Número Uno, con una escala
en la zona de Transmisiones, cerca del Toreo de Cuatro Caminos, donde
pretendieron cenar. Eran como las 11 de la noche y todo estaba cerrado. Tuvimos
que irnos caminando al Campo, porque ya no había camiones.
Dice que al día siguiente, 3 de octubre, se levantaron tarde porque no habían
tocado la diana. No había casi nadie en las instalaciones militares. Mientras
estaban desayunando los llamaron para ordenarles que regresaran a Tlatelolco en
el camión militar que transportaría a mediodía el rancho para los soldados.
¿Qué vimos? Era como una zona de guerra. Había un silencio especial, pesado,
se podía agarrar. Le dije a Gama: ‘¿Cuánto apuestas a que De Flon nos dice que
por qué no estuvimos en el mitin?’ Gama me dijo ‘cómo crees’, pero dicho y
hecho: Nos lo reclamó, como si hubiéramos tenido que estar muertos, heridos o
detenidos para probarlo. Tuvimos que explicarle lo que nos pasó.
En la plaza había basura, ropa, manchas de sangre tapadas con periódico,
sangre aún fresca mezclada con agua. Había llovido.
Sierra dice que ahí conoció al general Crisóforo Mazón Pineda, quien había
quedado como comandante.
Nos quedamos una semana en Tlatelolco, en los bajos del edificio 20 de
Noviembre. Muchos departamentos habían sido ocupados por el Ejército. Nos dimos
cuenta porque el día 3 mandaron prender el bóiler de un departamento para que se
bañaran el general Crisóforo y el coronel Castañeda. El sargento Gama y yo, con
otro militar cuyo nombre no recuerdo, nos hicimos cargo de los transmisores
PRA-77, que acababa de adquirir la Secretaría de la Defensa.
La presencia militar en la plaza duró hasta el 9 de octubre. Ese día, el
Primer Batallón de Infantería del CGP debía ocupar las instalaciones recién
remozadas de El Chivatito.
El entonces cabo Sierra recuerda que escuchó un comentario del coronel
Castañeda a su asistente, el cabo José de Jesús Llerandi Bazán, de lo que había
hablado poco antes con el secretario de Gobernación, Luis Echeverría.
Dijo Castañeda: Me retiro con mis muchachitos, señor secretario, para tomar
posesión de las nuevas instalaciones.
Sí, estoy enterado, coronel, contestó Echeverría. Espero que las disfruten, si
estos cabrones se los permiten.
Tanta era la cercanía de Echeverría con el futuro jefe de su Estado Mayor
Presidencial, que el entonces secretario de Gobernación tuvo una deferencia
desusada: El 19 de febrero de 1969, Día del Ejército, Echeverría desayunó con el
Primer Batallón de Infantería, en El Chivatito. Nunca se había dado una cosa
así, nunca, dice Sierra. Incluso hubo un besamanos, en el que yo estuve.
Sierra hurga en su memoria y remata:
A todos los que participaron como comandantes en la Plaza de las Tres Culturas
les regalaron un auto. Un LTD último modelo (1969). El de Castañeda era rojo. A
mí me tocó verlo.
Poco después, el coronel Castañeda ascendió a general.
Sanjuana Martínez, corresponsal de la revista Proceso