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15 de abril del 2002
La responsabilidad internacional en Palestina
El deber del más fuerte
Axel Kahn
Le Monde Diplomatique
Israelíes y palestinos están condenados a coexistir, como lo
hicieron en otras etapas de su historia. Fue Occidente quien sembró la
semilla de la desgracia en Medio Oriente, donde el pueblo judío, chivo
expiatorio de Europa, convierte a su vez en chivo expiatorio al pueblo palestino.
Un atardecer de verano en el monte de los Olivos, en 1974, durante
mi primera visita a Israel. El resplandor y los reflejos de la puesta de sol
acentuaban el rosa de la piedra de las murallas de Saladino. Centelleaban, dejando
aún más clara la evidencia: Jerusalén es una joya. Era
una fiesta para los ojos, que no sabían dónde fijarse. Remontaban
a contracorriente la extensa sombra de los muros, saltaban hacia la ciudad,
se veían atraídos por el oro de la Cúpula de la Roca, se
transformaban en pájaro -¡quieran los dioses que se trate de una paloma!-
capaz de observar desde arriba las enmarañadas callejuelas y su hormigueo
multiconfesional.
Y de repente, ¡hop!, saltado el muro, también el valle, los olivos del
monte, una paz increíble, límpida. La mirada descendía
entonces, se dirigía de nuevo hacia la ciudad, adaptándose en
esta ocasión a todos los accidentes del terreno. Entre el monte de los
Olivos y Jerusalén, un estrecho valle separa las dos colinas. Sus pendientes,
cementerios milenarios, uno judío, el otro musulmán, en un enfrentamiento
apacible que establece la continuidad histórica de estos lugares. Los
muertos prácticamente no se mezclan, o eso parece, pero se aceptan e
incluso se diría que se dan la mano para llegar a la Ciudad Santa.
Entonces, la paz entre judíos y árabes, entre israelíes
y palestinos, entre los fieles de las tres grandes religiones monoteístas
que tienen aquí su cuna, ¿no puede ser más que la de los muertos?
La historia de los lugares nos lo niega. Son los cruzados quienes, después
de la toma de Jerusalén, llevaron a cabo una terrible matanza entre los
judíos de la ciudad y no las tropas de Saladino al recuperarla. Es, pues,
una Jerusalén liberada y tranquila la que conoció al médico
y teólogo judío Maimónides. Nacido y formado en la Andalucía
mora, la abandonó cuando declinó el espíritu de tolerancia
que reinaba en ella, y se refugió en Fez, y más tarde en las tierras
del sultán Saladino. Allí acabó sus trabajos y murió,
en 1204, en El Cairo. En realidad, después del imperio romano, tanto
en tiempo de las cruzadas como en el siglo XX, fue Occidente, quien basaba su
fuerza en su excesivamente buena o mala conciencia, el que sembró allí
la semilla de la desgracia.
El éxito del sionismo, a finales del siglo XIX y entre las dos guerras
mundiales, le debe mucho al desarrollo del antisemitismo y de los progroms en
Europa central y en Rusia. Lo inconcebible de la Shoah se ocupó del resto.
En dos ocasiones, pues, la cristiandad expulsó a los judíos hacia
el sur: con la Inquisición española en 1492, y después
el espectro de las matanzas perpetuadas en los tiempos modernos. De esta forma
se encontraron, en la minúscula tierra de Palestina, comunidades de rechazados,
víctimas desechadas, dominadas, despreciadas, colonizadas, degolladas...
judíos de todas partes, y los palestinos.
Estos últimos, conquistados por los turcos, colonizados por un imperio
británico que traicionó la palabra de Lawrence de Arabia, eran
considerados con desdén, cuando no como carne de cañón,
por las dinastías o las dictaduras árabes que sólo obedecían
a sus intereses, el del dólar y el de su propia gloria. Desde que la
escritura conserva la huella de la historia, esta nos enseña lo fácil
que resulta llevar a los desgraciados al enfrentamiento, incluso instrumentalizarlos
para que guerreen por poderes, en nombre de sus poderosos apoyos y dudosos amigos,
que tienen así dispensa de reclutar mercenarios encargados de llevar
a cabo el trabajo sucio. He aquí, pues, dos pueblos, o al menos dos comunidades
luchando por una tierra, ¡y qué tierra! Es santa para cada uno de los
protagonistas, pero también para las potencias de fuera, aquellas cuyos
conflictos y exacciones han creado este polvorín.
Por consiguiente, se añade a la lucha por la tierra, por el reconocimiento
y la dignidad, por el exorcismo de la desgracia, la droga alucinógena
del fanatismo, el crack de los pueblos, parafraseando al padrecito Stalin. Están
todos los ingredientes para que, en el infernal caldero, hierva la poción
amarga de todas las angustias, todas las frustraciones, todos los odios, las
expoliaciones, los asesinatos y las venganzas.
Todo se ha dicho ya, todo se ha denunciado un sinfín de veces de una
y otra parte. Los sobrevivientes de los campos y los progroms, que sacan su
fuerza de la legitimidad que les confiere su sufrimiento, su energía
multiplicada por diez por la evidencia de que la derrota les está prohibida,
triunfan pues, y se convierten en opresores. Dado que hay que vencer, da igual
cómo o con quién. Y se producen entonces estas coaliciones en
las que el pueblo judío pierde su alma, ayer con la Sudáfrica
del apartheid, con las tropas coloniales francesas y británicas en la
incierta y dudosa epopeya de Suez en 1967, luego el papel de avanzada de los
intereses estadounidenses en la región que asumieron desde entonces.
Del otro lado, un pueblo desesperado que pasa del yugo de unos al de los otros,
conminado a asumir en solitario el papel de chivo expiatorio, cargado con el
peso de todos los crímenes cometidos en Occidente contra los judíos.
Lo que pasa desde hace unas semanas demuestra incluso que aún no se había
llegado a lo peor, que el engranaje implacable puede llevar siempre más
lejos hacia lo absurdo y hacia el drama si no se desactiva a tiempo.
Resumamos. En efecto, todo se encadena mecánicamente... Una frustración
del pueblo palestino decepcionado por el bloqueo del proceso de Oslo. Una provocación
de Sharon en la explanada de las Mezquitas o monte del Templo, que se añade
a la permanente que constituyen las centenares de colonias judías en
territorio palestino, cada día más numerosas, cada día
más pobladas. La intifada, la represión, el bloqueo de los territorios,
la desocupación, la miseria, una desesperación que supera los
límites de lo soportable, terreno abonado para el fanatismo y la cultura
de la muerte. Un palestino de veinte años que no entrevé ningún
porvenir, ninguna perspectiva terrestre, y a quien en cambio se lo seduce con
la grandeza del heroísmo y la magnificencia del paraíso de Alá,
¿cómo no va a ser sensible a la solución del sacrificio de sí,
cruel para el enemigo? Bombas humanas en los bares, en las discotecas, jóvenes
del otro lado despedazados, ojo por ojo, diente por diente, los tanques, los
bulldozers, los asesinatos... En efecto, ¡qué locura!
Esto dura desde hace más de cincuenta años. Es tan frecuente que
los niños apaleados y martirizados se conviertan en adultos violentos,
en padres que infligen malos tratos. Tal vez dentro de cincuenta años
volveremos a encontrar aún la oposición frontal de las mismas
certezas, las mismas denuncias recíprocas, el mismo ciclo del terror,
de las represalias, de las contrarepresalias, de las venganzas y así
sucesivamente.
A menos que tanto unos como otros, los que matan y los que sufren -suelen ser
los mismos-, los que los apoyan, los que los manipulan, los que delegan a estos
combatientes lejanos y desesperados la carga de absolverles de su propia vida
confortable y opulenta, se pongan de acuerdo para manifestar lo evidente. Todos
han sufrido, todos tienen razones para luchar, pero ninguno puede vencer.
Sean cuales fueren los fantasmas de los grupos islamistas más extremistas,
los judíos no serán lanzados al mar, el Estado de Israel no será
aniquilado. Por razones históricas y psicológicas evidentes, al
precio que sea, los pueblos de Occidente no lo aceptarán nunca. Mal que
les pese a los nostálgicos del Gran Israel, no habrá Estado judío
duradero desde las orillas del Jordán hasta las fronteras del Sinaí.
La demografía, el derecho y, ahí también, la mala conciencia
de las naciones occidentales, simétrica a su compromiso proisraelí,
se opondrán a ello.
Un día, dentro de dos años, dentro de veinte o dentro de cien,
los dos pueblos que viven en la tierra de Palestina tendrán cada cual
su Estado. Habrá que contabilizar dos mil, veinte mil o cien mil muertos.
Judíos y árabes, cuyos difuntos se reparten ya el valle entre
Jerusalén y el monte de los Olivos, tendrán que convertir igualmente
esta ciudad en sus dos capitales.
La responsabilidad de Occidente, de Europa y de Estados Unidos es tan grande
en la generación del torbellino árabe-israelí que no bastarían
las buenas palabras. La solidaridad, la responsabilidad, no consiste en impedir
la desaparición de los protagonistas, antes bien en reparar, construir
e imponer cuando resulta indispensable, esforzándose en convencer, siempre.
Naturalmente, la desconfianza, incluso el odio, serán duraderos, pero
no es indispensable amarse para coexistir: basta convencerse de que es la única
solución, y encima, lo peor nunca es seguro. La hostilidad violenta entre
estas dos comunidades, lo hemos constatado, tampoco es tan antigua. En otra
época, se reconocieron y coexistieron. Entonces, la paz para ahora, puesto
que mañana la factura tendrá un peso mucho mayor. Todos los que
se esfuerzan en hacerla improbable traicionan a su pueblo. Para que el bebé
que nazca allí tenga otras perspectivas que el terror y la venganza,
la exaltación del sacrificio y de la muerte, es preciso, sin duda, que
se desmantelen las colonias, que el Estado de Israel disponga de fronteras seguras,
que el Estado palestino exista enteramente, sea viable, reconocido y respetado.
Recuerdo que en mi adolescencia, una hija de unos amigos, militante de un movimiento
sionista, me invitó una noche a una fiesta en un local de su movimiento.
Aún veo aquellos carteles en las paredes: "Israel vencerá, en
la paz si Dios quiere, por medio de la guerra si es preciso". ¿La guerra? ¿Puede
desearla realmente un Dios? De todas formas, no será ella quien asegure
la existencia duradera de Israel. Tan sólo pueden conseguirlo la paz
y el reconocimiento mutuo. ¿Cuáles serán los verdaderos héroes
de Israel y de Palestina que conservará la posteridad? ¿Rabin y Sadat
o Sharon y el jeque Yassine, la esperanza incierta o la desgracia garantizada?
¿Se plantea realmente la cuestión?
(*) Genetista, director del Instituto Cochin, miembro del Comité consultivo
nacional de ética, autor de Et l'homme dans tout ça?, Nil éditions,
París, 2000.
http://www.eldiplo.org/