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Medio Oriente

16 de octubre de 2002

Bagdag, 2003

Francisco Saura Pérez
Rebelión

Ahmad caminaba entre las ruinas de una calle de Bagdad. Anochecía. Hacia el sudoeste, el horizonte parecía arder. El esqueleto metálico de una refinería de petróleo se retorcía pasto de las llamas. Hacía dos días que el sol estaba oculto por una inmensa nube negra que no se decidía a descender sobre los tejados de la ciudad. Carros de combate americanos se apostaban en los cruces de las calles, debajo de los árboles que crecían en las grandes avenidas de Bagdad y a ambos lados del río Tigris, apuntando con sus cañones a los dos únicos puentes sobre el río que los bombardeos habían respetado. Ahmad llevaba caminando sin rumbo fijo dos días. Ya no tenía casa, ni madre, ni padre. Se había buscado como refugio nocturno el hueco adintelado que había dejado en su interior un edificio derruido. Al menos las noches le resultaban menos frías. Un misil había destruido su casa, construida demasiado cerca de una batearía antiaérea, en los suburbios de Bagdad. El adobe y la techumbre de madera no habían aguantado la onda expansiva de la explosión, y había sepultado a su madre en su interior. Él sabía que había muerto. Nadie puede vivir siete días sepultado, y su madre no era excesivamente fuerte. Sólo una mujer iraquí que había parido cinco veces, y que había perdido a cuatro de sus hijos antes de cumplir un año. Ahmad era el único que había sobrevivido a la falta de medicamentos. Su padre se sentía orgulloso de él, al menos hasta que la Guardia de Sadam se lo llevó por la fuerza y lo ahorcó en una plaza pública. De eso hacía dos años, cuando Ahmad tenía seis. Entonces su madre lo envió a pastorear ovejas en la ribera del Tigris. Utilizaba el tirachinas que le había fabricado su padre para hacer volver al redil a las ovejas descarriadas. Manejaba el tirachinas como ningún niño de los arrabales de la ciudad. Siempre lo llevaba en el bolsillo de su raído pantalón.

Una noche las alarmas antiaéreas ulularon en todos los rincones de la ciudad. Era la guerra. El infierno se paseaba todas las noches por Bagdad, la muerte segaba al azar la vida de sus habitantes. El terror se prolongaba hasta el amanecer. Los muertos se amontonaban en la calle, los heridos en ninguna parte. Ya nadie se preocupaba por sofocar los incendios o por socorrer a los sepultados con vida. Tres semanas después llegaron los americanos, y junto a ellos sus amigos, los ingleses. Impusieron el toque de queda, ocuparon con sus carros de combate, con sus vehículos y con sus puestos de control todos los intersticios de Bagdad, y se dedicaron a allanar las casas de la ciudad buscando a Sadam Hussein, que se les había escapado de las manos.

Ahmad no quería nada con aquellos extranjeros. Cuando se acercaban a donde él estaba, se escondía en el portal de algún edificio o detrás de los amasijos retorcidos de algún vehículo iraquí. Había demasiada desolación como para no pasar desapercibido. Un día tropezó con dos marines americanos. Ahmad nunca supo sus nombres. Uno se llamaba Jimmy Díaz, el otro Tom; uno era hispano, el otro negro. Custodiaban el Museo de Bagdad para evitar su saqueo. Los dos marines conversaban animadamente. Al menos eso pensó Ahmad, aunque él no los entendía. Jimmy Díaz fue el primero en ver al niño. Le sorprendió su delgadez, y esos ojos negros que parecían mirarle con un dolor sin fondo.

- Lo inesperado de la muerte es lo que la hace trágica- dijo Tom-.

Jimmy Díaz pensó por unos segundos en lo ocurrido con las torres de Nueva York. Nadie podía predecir aquel once de septiembre el desplome de los dos rascacielos, ni siquiera los terroristas. Por eso, quizá, el dolor fue inmenso.

- Sus muertos valen menos que los nuestros- continuó Tom-. Los iraquíes mueren como chinches y sus familiares no necesitan psicólogos que los atiendan. La muerte forma parte de su vida cotidiana.

Jimmy Díaz asintió con la cabeza. Todavía recordaba la tragedia que había supuesto la muerte de su tío. Uno de sus hijos se suicidó, la esposa enloqueció y aún estaba ingresada en un Hospital Psiquiátrico. ¡Y ya habían pasado dos años!.

Un jeep militar cruzó la calle a gran velocidad, dejando una estela de polvo y toses.

- Buscan a Sadam- dijo Tom-. Se les ha escapado de las manos y no saben como arreglar el desaguisado.

Poco a poco la polvareda fue disipándose. Unos niños jugaban al escondite entre las escombreras. Un poco más lejos, un grupo de mujeres gritaba airadamente ante un puesto de control inglés. Los militares no las dejaban regresar a sus casas, hasta que no las limpiaran de francotiradores. Jimmy Díaz no apartaba la vista de Ahmad. Intuía el más profundo de los desamparos en su delgada figura.

- ¡Eh chico!- dijo el hispano-. ¡Ven aquí!.

Ahmad dudó unos instantes. Odiaba a aquellos tipos tanto como a Sadam.

- ¿ Estás contento?- preguntó Jimmy Díaz-. Os hemos liberado del tirano. ¿ No dices nada?.

Ahmad permaneció en silencio. No entendía lo que hablaba el marine. Éste sacó un chicle del bolsillo de su pantalón y se lo ofreció. El niño lo rechazó con la mano, se dio media vuelta y se perdió detrás del esqueleto de un autobús calcinado.

- ¡Estos iraquíes ¡- dijo Tom-. Son unos desagradecidos.

El niño se sentó en el suelo, y apoyó su espalda en los restos de un mural de Sadam Hussein. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Recordaba a su madre. Era morena, con el pelo ensortijado, y con una sonrisa blanca que iluminaba las noches de Bagdad. Seguramente las ratas escarbaban en los escombros para comerse su cadáver. Buscó en su memoria la figura de su padre, y la encontró en el taller de bicicletas en donde trabajaba. Allí le había fabricado el tirachinas, con una horquilla de madera y una cámara de bicicleta. La Guardia de Sadam se lo había llevado para escarmentar a la gente sencilla que, después de muchos años de vivir en la miseria, terminaba por hacerse preguntas. Su padre se había dejado un bigote como el del tirano. Él nunca lo tendría igual, se lo había prometido a su madre. Ahmad se palpó el bolsillo del pantalón. Todavía llevaba el tirachinas. Era el único compañero que le quedaba. El tirachinas y la imagen de la blanca sonrisa de su madre que iluminaba las noches de Bagdad. El niño se levantó impulsado por un sentimiento extraño que crecía a galope de su corazón. Miró al americano que le había ofrecido el chicle. Allí estaba: presuntuoso, feliz de mancillar la tierra de sus enemigos. Buscó una piedra redondeada entre los restos del mural, la colocó en la badana del tirachinas y apuntó con él al marine. La piedra partió silbando del tirachinas e impactó en el casco de Jimmy Díaz, que aturdido por la pedrada, se volvió instintivamente y disparó una ráfaga de metralla. Ahmad hincó las rodillas en el suelo. Tuvo tiempo suficiente para pensar en su madre antes de que la sangre comenzara a brotar por todas las ventanas de su cuerpo.

- ¿Qué he hecho, Dios mío?, ¿qué he hecho?- gritó en español Jimmy Díaz-.

Tom miró a su compañero. Algo grave debía ocurrirle para no hablar en inglés. Se encogió de hombros, y durante unos segundos, mientras contemplaba el charco de sangre que crecía alrededor del cadáver de Ahmad, pensó en su hijo de ocho años, que le esperaba en Atlanta. Cuando volviera lo llevaría a Orlando, a Disneyworld y, si su esposa lo permitía, a los pantanos de Florida. Luchaba por él y por los chicos de su edad.

- Ellos no son como nosotros- dijo Tom-. No te atormentes por ese niño. Seguro que es como Sadam.

Jimmy Díaz recordó lo que minutos antes le había dicho su compañero: ?lo inesperado de la muerte es lo que la hace trágica?, y en esos momentos supo que aquel niño iraquí era como cualquier niño americano. Quizá más necesitado de protección. Y Deseó con todo su alma regresar a la isla de sus ancestros y ser solamente el pobre, ingenuo y solitario pescador puertorriqueño de san Juan que había sido su padre.