8 de octubre del 2002
Chatila: la vida extraterrestre
Santiago Alba Rico
El poder de los media se asienta sobre el espejismo de la eternidad.
Las peores noticias nos tranquilizan; los titulares más amenazadores
nos fortalecen. Abordamos impacientes los periódicos y la televisión,
como instrumentos aparentemente objetivos a la orilla de los acontecimientos,
menos guiados por nuestra sed de información que acariciados por la idea
de que garantizan la indestructibilidad del mundo y la inmortalidad de los hombres,
de tal manera que, al día siguiente de la extinción de la Humanidad
y de la destrucción del planeta, The New York Times, El País
y el telediario darán normalmente la noticia y nosotros la oiremos normalmente
arrellenados en nuestro sillón. Nada nos protege mejor de la pugnacidad
de las cosas, del calor vinculante de los acontecimientos, que el hecho de conocerlos
a través de la televisión.
La certeza casi orgánica de que hay una imagen para todo, de que dondequiera
que haya algo hay una cámara, de que pertenece a la naturaleza de las
cosas florecer sólo en la pantalla, transporta la ilusión suicida
de que, allí donde no están aseguradas la vida ni la tierra ni
la dignidad, está asegurada, en cualquier caso, la mirada. Miramos,
nos miramos, desde el más allá de la imagen analógico-numérica,
a salvo de la inconsistencia, insignificancia y fugacidad de la condición
humana. Nuestro ojo, como el de Dios, se ha separado hasta tal punto de nuestra
existencia que domina ya un mundo virtualmente vacío; sobrevuela confiado,
invulnerable, el desierto de los hombres, de los que tenemos ya -y las vemos
pasar en fila, del principio al fin- todas las imágenes. Lo que no sale
en la televisión, se dice, no existe. Pero hasta los que aceptan mansamente
este principio saben que hay ciertas cosas que es mejor que no salgan en la
televisión, aun a expensas de no existir: que nuestros polvos, nuestros
pecados, nuestros sacrificios, si queremos que valgan algo, si queremos que
signifiquen algo, no deben ser salvados de su pequeñez por ningún
dios provisto de prismáticos. Porque, antes de todas las manipulaciones,
las patrañas y los montajes, antes de todos los hechizos de la imaginación,
el régimen mismo de la cosmovisión televisiva acomete el radical
vaciamiento de nuestra percepción. Vemos, luego Nada. ¿La niña
vietnamita despojada de sus alas por el fuego? Nada. ¿La destrucción
de La Moneda? Nada. ¿Los cadáveres de Chatila atados con sus propios
intestinos? Nada. ¿Las madres de tetas secas, los niños tronchados por
una mina, los prisioneros hervidos y baleados en contenedores? Nada. ¿El cataplás
de las Torres Gemelas? También nada. (Pues si fuesen algo, lo
he dicho muchas veces, no podríamos mirar estas cosas sin recibir de
ellas mismas, a través de los ojos, un castigo; sin transformarnos, por
ejemplo, en venados, como Actéon, para ser devorados por los perros).
Lo que no sale en televisión no existe, es verdad. Pero, al mismo tiempo,
lo que sale en televisión no-existe; no-existe de pie, ante nuestros
ojos, es nada-de-nada con todos sus atavíos. Nada tallada, nada embotellada,
cristales -granizo- de nada. Las imágenes no son, no, pruebas de la existencia
de las cosas; son, al contrario, pruebas de su no-existencia de hecho. Las cosas
que no existen, porque no han salido en la televisión, pasan a no-existir
delante de todos, inconjurables ya en su inanidad concreta, muertas desde el
principio de los tiempos e irrecuperables para la vida, cuando salen finalmente
en televisión. El poder nihilizador de las imágenes es tan grande
que puede decirse que va descontando, dedo a dedo, las existencias que captura.
Una imagen más, una existencia menos; y un mundo totalmente "salvado"
por las imágenes, cual es ya virtualmente el nuestro, agotado de cabo
a rabo en una secuencia torrencial de mercancías visuales, es un mundo
hueco, sin mundo dentro, un mundo vacío en el que no hay nadie ni pasa
nada, un mundo en el que todo ha ocurrido ya y en el que algunos hombres -muy
pocos- se han quedado para ver la repetición. Frente a este radical nihilismo
de la percepción, las operaciones "suicidas" en Palestina ("de martirio",
me corrige en el campo de Burj Al-Barajneh, cerca de Beirut, la maestra Leyla
Al-Yashi al tiempo que me entrega con ingenuo fervor una fotografía de
Wafa Idris, la "shahida" que se hizo estallar en enero en Jerusalem), frente
a este nihilismo de la mirada, que cree en los extraterrestres pero no en los
iraquíes, las operaciones "de martirio" en Palestina conservan por contraste
una sombra amarga de salud, de respeto por la vida y hasta de amor a los olivos.
Una cultura nihilista, que de las cosas ha descontado siempre ya la existencia
antes de encuadrarlas en un monitor, no puede ni siquiera representarse la necesidad
desesperada de ese gesto; y mucho menos imaginarse que ese gesto (el de Wafa
Idris, por ejemplo), tan atroz es el embrollo y tan torcida su lógica,
pueda fecundar en otro infierno, a un infinito de distancia, en una refugiada
palestina de Beirut que maneja una guardería pequeña como un cajón
-varada en la miseria y la desesperanza- no el deseo de matarse, no, sino las
fuerzas para lavarle el culo a un niño enfermo y arrullarle después
con una canción.
El que ve, decía Merlau-Ponty, se cree invisible. El que ve se cree,
sobre todo, indestructible. La desigualdad de riqueza, de recursos, de fuerza,
se ve sincopada, y legitimada -como causa y efecto a un tiempo-, por esta desigualdad
de la mirada, que vuelve intocable, invulnerable al espectador y prescindible
y contingente al espectáculo. La existencia es ante todo actividad visual;
la inexistencia ceguera. "¿Para qué has venido?", me interpela agresivo,
en una calleja de Chatila, el ex-combatiente Mohamed Afif, superviviente de
las matanzas del 82. Me disculpo como puedo de mi condición de turista
humanitario, libre de venir, mirar y marcharme, pero no me atrevo, o no sé,
resumir toda mi culpa y mi voluntad de expiación en una fórmula
desnuda. ¿Para qué has venido? Hubiese debido decirle: es que había
visto tantas imágenes, había leído tantos datos, había
consultado tantos archivos que habías dejado de existir. ¿Era porque
yo ahora lo miraba por lo que Mohamed Afif cobraba vida ante mis ojos?
¿Habrá una libertad virtuosa, restauradora, filantrópica, allí
donde la libertad es el resultado de la desigualdad? ¿Habrá una mirada
más pura, más inmediata, más transparente, allí
donde el derecho de mirar depende de la falta de reciprocidad? Frente al poder
nihilizador de las imágenes, no era mi presencia, centro y bastidor
de jerarquías invisibles, la que devolvía milagrosamente a la
existencia, como Cristo, a todos estos palestinos jodidos e ignorados. No. Miro,
luego existo; miro, luego los ciegos no existen. La sorpresa es que Mohamed
Alif, mientras enumeraba sus acusaciones, me miraba.
De lo que están desprovistos los otros, más allá de pan,
tierra y derechos, es de mirada. Es más fácil matar a gente que
no ve, que no nos ve. Al condenado a muerte se le vendan los ojos no para que
afronte sin resistencia la propia muerte sino para poder disparar sobre él
con indiferencia. Basta pintar unos ojos a una informe figura de barro para
que nos duela romperla; y si nos parece monstruosa la idea de derribar una casa
es porque tiene ventanas. El extremo del poder, el poder extremo, se manifiesta
en esta jerarquía visual del ojo unidireccional que ve sin ser visto,
que mira sin que nadie lo mire: invisibilidad e indestructibilidad coinciden
en la figura del micado, del mandarín, del faraón, mirones ante
los que nadie puede alzar la cabeza, el carácter sagrado de cuya existencia
es directamente proporcional a la irrelevancia de la de sus súbditos,
que tienen prohibido mirar de frente. El rey mirado es un rey desnudo; es ya
casi un rey guillotinado. El poder, que se impone mediante la fuerza de las
armas y de las instituciones, se impone también como una mirada sin correspondencia,
como una visión proyectada sobre la ceguera de los otros; es decir, sobre
la natural banalidad de los otros. El que ve se cree indestructible; el que
ve sin ser visto se vuelve ya potencialmente destructivo. ¿Acaso los pilotos
de los Apaches israelíes o los de los B- 52 americanos no matan con
la mirada? La guerra moderna, que mata desde el aire y con el ojo, adopta
la forma de una mirada extendida tecnológicamente a los confines del
mundo sobre hombres que no pueden vernos y, mucho menos, mirarnos. También
la televisión. Tecnología bélica y medios audiovisuales,
sujetos a un mismo concepto de la visión, conceden al soldado y al espectador
una especie de poder faraónico cuya invisibilidad e indestructibilidad
garantiza, del otro lado, la banalidad y fragilidad de los súbditos,
a los que se puede controlar, intercambiar y, llegado el caso, exterminar sin
conmoverse. Nuestra moral cotidiana, por cierto, está completamente dirigida
por el nihilismo implícito en esta jerarquía (mirada/ceguera)
en virtud de la cual distribuimos desigualmente entre los hombres el lote de
la existencia y su condición sagrada y aceptamos espontáneamente,
por tanto, como mucho más grave o criminal la muerte de un estadounidense
o un israelí que la de un irakí o un palestino. Pero no basta
con mirar bien, con mirar, como se dice, "con buenos ojos", para que dejemos
de comernos su existencia.
"¿No hemos tenido que soportar bastante como para soportar encima que vengan
a contemplar nuestra miseria?", es una mujer de unos treinta años la
que ahora nos interpela, en el edificio Gaza de Sabra; de entre todos los jodidos
y olvidados palestinos del Líbano esta mujer es sin duda uno de los más
jodidos y olvidados. Hubo tiempos mejores en que vivía mal; ahora es
uno de esos 25.000 "desplazados" -sin infierno siquiera que los acoja- arrojados
por la guerra fuera de la protección precarísima de la UNRWA.
En la azotea de un antiguo hospital, encajonada en una especie de chimenea de
edificios desvencijados, se asoma a la diminuta barraca -un cobijo provisional
bajo una lluvia eterna- donde fabrica diariamente su cuerpo porque hay que tener
uno aunque no se tenga una vida. Se asoma, nos mira y protesta. No se desgañita
ni se acalora ni se abandona a una cólera de desmanes y chillidos. Eleva
la voz como si pudiese tener razón no teniendo nevera, como lo haría
un rico hacendado a quien hubiesen despertado de su siesta (o un ciudadano español,
protegido por su salario, su gobierno y sus instituciones, al que hubiesen faltado
al respeto). "¿Habéis venido para mirarnos en nuestra miseria?". Hubiese
querido responderle: no, hemos venido para que nos mires. Para que nos destrones
con la mirada. Para experimentar, frente a ese brillo duro de dos ojos puestos
en pie -sobre escombros y cartones-, el escalofrío moral de la desnudez
televisiva.
Estos palestinos jodidos y olvidados del Líbano viven como perros; se
los trata como a perros. Pero no son perros. No se comportan como perros. Genet
supo ver muy bien la insolencia común a enamorados y supervivientes.
Deberían bajar la cabeza, como cumple a los vencidos, dejarse mirar en
la fealdad contingente de su ceguera, envolverse en las vendas que legitiman
nuestro poder. Entonces sería más fácil matarlos, pero
también compadecerlos (y encontrar satisfacción en nuestra magnanimidad).
Furibundos o benévolos -o incluso protectores y paternales, como anfitriones
que son- nos sostienen la mirada. Venid a verlos: no somos faraones; nos miran.
Y matarlos, o sencillamente ignorarlos, es un crimen terrible, nos diga lo que
nos diga el nihilismo de la televisión.
Un municipio filantrópico del Estado español ofrece algunas donaciones
a una ONG palestina en el campo de Chatila. "¿Queréis una ambulancia?".
No. "¿Queréis equipamiento escolar?". No. "¿Queréis ayuda alimenticia?".
"No", dice mansamente su interlocutor, "queremos un jardín". El pequeño
y generoso edil se muestra perplejo. "¿Un parque de juegos, con columpios y
bancos?". "No", insiste el palestino con naturalidad, "un jardín... con
un árbol". De los cuadriláteros asfixiantes de Nahr Al-Barid,
de Burj-Al-Barajneh, de Chatila, no saldrá nunca, al contrario que de
los arrabales de Buenos Aires o de las favelas de Río, un genio del balón.
Después de levantar palacios y trazar amplias avenidas, en París
y en Nueva York y en el Beirut blanco de la plaza de los Mártires, Alá
ha dejado caer en estas cajas, y amontona día a día, todas las
piedras y cascotes, todos los trozos de casa, que han sobrado en otras partes;
y miles y miles de hombres, mujeres y niños, se mueven bajo el montón,
por las rendijas, en estrechos y tortuosos desfiladeros ideales para perseguirse
y matarse, en broma o de veras, hasta tal punto alejados del sol que sus habitantes
tienen que encender velas en pleno mediodía, cada vez que se corta la
electricidad, para poder saber dónde están y hasta quiénes
son. Regalar una ambulancia a quien no tiene hospitales es como regalar guantes
a un manco. Un árbol. Un árbol es una forma de pedir modestamente
lo imposible. Un árbol es una forma de señalar, con una pizca
de ironía que subraya y suaviza la tragedia, aquello que realmente falta
en Chatila: el cielo. Un árbol, media portería, medio balón,
medio campo de fútbol. Medio campo: el "alrededor" de un poste o de un
manzano. "Suelo" no es lo mismo que "tierra". Porque "tierra", en su acepción
más simple y más precisa, es sólo el lugar desde el que
se ve el cielo. Refugiados: los que no tienen cielo sobre sus cabezas no tienen
tierra bajo los pies.
A causa de la guerra, del desprecio del gobierno libanés y de la progresiva
retirada de la UNRWA, la situación en los campos palestinos en el Líbano,
con pequeñas diferencias, se ha degradado en picado en los últimos
veinte años: 60% de pobreza, 45% de paro, desasistencia médica,
falta de escolarización, aumento de enfermedades ligadas a las insalubres
condiciones del medio (falta de luz, de ventilación, problemas de alcantarillado,
mala calidad del agua, dificultades en el suministro eléctrico). Pero
no es la miseria lo que oprime el corazón de este modo cuando se pasea
por las angosturas de los campos. En Calcuta, en El Cairo, en Ciudad de México,
incluso en Nueva York, mucha gente vive en condiciones semejantes, o peores,
privada además de esa cohesión social que protege aquí
a los hombres de la ley de la selva, el victimismo y la degradación personal.
No, no es la miseria. Se trata de algo invisible, como un aura o tenebroso ceñidor
que sólo se deja aprehender desde fuera, cada vez que se vuelve, cuya
densidad, entre la pesadumbre y el miedo, no pueden registrar las estadísticas
ni aliviar las ONGs.
La cuestión de los límites, es verdad, cuenta. Incrustados en
territorio libanés, como oasis al revés sin posibilidad de ampliación,
los campos sólo pueden crecer en espesor, en concentración, apretándose
contra los lados y hacia arriba al borde ya del reventón, en el interior
de estos cuadraditos (a veces de tan sólo 1 km2) donde se amontonan 12.000,
18.000, hasta 30.000 personas. Todas las medidas disuasorias del gobierno libanés
-incluida la prohibición de introducir materiales de construcción-
choca contra la realidad de un crecimiento demográfico explosivo: entre
seis y ocho hijos por familia, porque cuando no se puede ni trabajar ni divertirse,
uno tiene que fabricar y jugar con su propio cuerpo; y porque la obsesión
por el Número refleja, al mismo tiempo, la resistencia instintiva a la
amenaza de extinción (y una especie de potlach con la Muerte) y una política
premeditada, quizás descabellada, de reconquista de Palestina. Pero importan
menos los límites de los campos que las fuerzas que los limitan. "Incluso
dentro de un tonel", decía Hamlet, "mi reino sería infinito si
no fuese por estos malos sueños que tengo". El vago terror que se cierne
sobre los campos, la atmósfera crispada, sofocante, que los oprime, sólo
se explica si se inscribe su pequeñez -entre cuyos bordes los palestinos,
de todos modos, beben té, disputan y ríen- en el marco del mal
sueño de la Región, en esa pesadilla sin fin que vuelca el Mundo
dentro de sus muros. El horror de los campos, esa densidad de sólido
que se disuelve, esa impresión de flotación y casi de evanescencia,
en la que el recuerdo de las matanzas pasadas y el temor de la venideras es
sólo un síntoma ("no conseguimos librarnos del miedo", dice Sanaa
Al-Hussein, en su casa tres veces destruida por las bombas), empieza apenas
a comprenderse cuando ese círculo diminuto se inscribe en la sucesión
de los círculos concéntricos que lo contienen; y cuanto más
se sube, cuanto más se sabe, cuanto más abarca la luz, más
penumbra se concentra ahí abajo. Chatila, como emblema dramático
del destino de los refugiados, es un anillo dentro de un anillo más amplio:
el Beirut ajetreado, pugnaz y, al mismo tiempo, frívolo que levanta el
decorado de la reconstrucción a golpes de capitalismo y a espaldas de
la memoria. Dentro de un anillo más amplio: el juego de los partidos
e instituciones libanesas, de acuerdo tan sólo en perseguir activamente
o sacrificar pasivamente a los palestinos. Dentro de un anillo más amplio:
la política de la Autoridad Palestina, que ha ido aceptando a partir
de Oslo, de grado o por fuerza, el aplazamiento de la cuestión del retorno.
Dentro de un anillo más amplio: la política solapada, cada vez
más explícita, de transfer del Estado etnico-racista de
Israel, orientada desde su nacimiento a la expulsión o exterminio de
los palestinos. Dentro de un anillo más amplio: la pusilanimidad interesada
de los despóticos regímenes árabes, para los que la cuestión
palestina no es más que un engorro y sólo preocupados de proteger
por cualquier medio -retórica, traición, represión- los
privilegios de sus clases dirigentes. Dentro de un anillo más amplio:
la indiferencia maniobrera, lacayuna e interesada también de la Unión
Europea, que aprovecha la extensión aceitosa de la Injusticia para inventar
y legitimar la suya propia. Dentro -por fin- de un anillo más amplio:
el proyecto de reconfiguración planetaria de los EEUU, tras el 11-S,
cuya segunda fase, a partir del inminente ataque a Irak, contempla poner Oriente
Medio patas arriba y facilitar una "solución final" al problema palestino.
En el centro de todos estos círculos, el más pequeño y
el más vulnerable, como al fondo de un embudo que se los tragará
sin remedio, están los campos. Todo el peso gigantesco, monstruoso, de
estos sucesivos estratos gravita sobre Chatila, como los siete cielos y las
siete tierras sobre la cabeza de Hut. ¿Dónde viven, dónde están,
a qué especie pertenecen los refugiados? ¿Bípedos, aéreos,
anfibios? Estas gentes pisan suelo pero no tierra; y si pisan todavía
suelo es porque no se ha inventado la forma de alojar los cuerpos en figuras
geométricas, cuadrados, rectángulos, rombos, que pudiesen señalarse
en el mapa y fuesen, sin embargo, inextensos sobre el territorio. Estos jodidos
y olvidados palestinos parece que pisan, pero en realidad ya levitan,
a unos pocos centímetros del suelo, como en un castigo griego, estirando
en vano las puntas de los pies para alcanzar el cemento. Americanos, europeos,
israelíes, árabes, incluso la propia Autoridad Palestina, todos
querrían verlos desaparecer en el aire. Esta negación universal,
este acuerdo universal para obviar su existencia, es lo que marca de negro,
mucho más que la miseria o las apreturas, su presencia en el mundo; es
lo que pone esa sombra obscura detrás de sus cuerpos, lo que les hace
vivir en un medio ni sólido ni líquido, entre la piedra y el agua,
inaprehensible para las estadísticas, inabordable para las ONGs, sin
más protección que su cabezonería y sus soldaduras. El
limbo es un puré. El miedo es un puré. Los hombres sin tierra
tienen miedo, los hombres sin tierra, extraterrestres bajo la luna, transmiten
miedo. Tierra, sí, es cualquier sitio desde el que se ve el cielo. Pero
tierra es también, sobre todo, cualquier sitio al que se puede volver.
No el sitio donde se duerme, se cocina y se acaricia al hombre o la mujer amada;
no, "tierra" es el sitio en el que no se piensa, que no se echa de menos, el
sitio que, como en el cuento de Chesterton, se puede dejar atrás con
desapego porque, en un planeta esférico, siempre estará delante
de nosotros. "Tierra" es el sitio al que se puede volver porque de él
hemos podido salir. La prisión, el campo de concentración, el
alcoholismo, la dependencia amorosa, no son "tierra", por mucho que se trate
también de una forma de vivir. La casa, el abrazo libre, el vaso de vino
son "tierra" porque trabajamos, pensamos, nos cansamos fuera. Tierra es el sitio
desde el que se ve el cielo; tierra es el sitio que vemos desde el exterior
de la cerca, con la puerta abierta. Acostumbrados a la libertad de venir, mirar
y marcharnos, en un mundo que invita permanentemente al viaje y publicita la
aventura, no nos damos cuenta de hasta qué punto toda nuestra dignidad,
el respeto de nosotros mismos, nuestra firmeza, nuestra desenvoltura en los
viajes de negocios o de placer, se asienta en el Derecho al Retorno; y no nos
damos cuenta tampoco, por tanto, de hasta qué punto el Derecho al Retorno
determina para estos jodidos y olvidados palestinos un doble desarraigo. No
tienen tierra porque no pueden dejar de pensar en Palestina, porque no pueden
regresar a Palestina. Pero no tienen tierra también, porque a la espera
de ese quimérico momento siempre aplazado, ni siquiera pueden volver
a Chatila. Y no pueden volver a Chatila porque no les dejan salir. El que no
existe en todas partes no existe en ninguna parte. Atrapados en este punto geométrico,
bajo el peso brutal de todas las fuerzas que los niegan, los palestinos de Nahr
Al-Barid, de Burj Al-Barajneh, de Chatila, no tienen ni cielo sobre sus cabezas
ni tierra bajo sus pies. Están enjaulados, pues, como por un hechizo,
entre dos cosas que les faltan.
¿Tierra? El plan Dalet desde 1947, la brutal ofensiva de la Haganah en 1948
contra unos ejércitos árabes mal armados, desunidos y pendientes
ya -como siempre- de otra cosa, abrieron la herida desde la que Israel y EEUU,
a poco que les dejemos, van a desgarrar el mundo. Abu Hicham, secretario del
Comité Popular del campo de Nahr El- Barid; Hassan Faris, que ve inalcanzable
Palestina, a 17 km., desde el campamento de Al-Rachidiya; el viejo Al-Hussein,
que llevó la luz eléctrica a Chatila, salieron de Jalil (la Galilea
hoy israelí) siendo adolescentes, perseguidos por los aviones israelíes
que los empujaban desde el aire hacia la frontera. Como ellos, otros 110.000
palestinos (de los 800.000 expulsados hace ahora 54 años) abandonaron
sus casas y sus tierras para refugiarse en el Líbano convencidos de que
en pocos meses volverían a su país. Ellos, y después sus
hijos, y después sus nietos, esperando siempre el siempre postergado
retorno, vivieron primero en tiendas, después en chabolas, más
tarde en cajas de cerillas de hormigón; pinzados en el juego de los anillos,
a manos de unos o de otros, fueron masacrados y expulsados de Nabatiyeh, de
Tal-El-Zaatar, de Jisr-El-Basha; cuarteados, eviscerados y decapitados en Sabra
y Chatila en 1982; asediados por hambre y cañoneados entre 1988 y 1985;
bombardeados desde el aire en Qanah en 1996. Hoy son 400.00 y el estado libanés
les prohibe poseer una casa, abrir un negocio, invertir, comerciar, ejercer
72 profesiones, estudiar, sanar de sus enfermedades y salir del país;
y los que se atreven a pasear por Beirut lo hacen, como los judíos alemanes
a finales de los años treinta, disimulando su acento palestino y ocultando
con angustia su origen. ¿Tierra? ¿Por qué la tierra? "Yo ya ni siquiera
defiendo la existencia del Estado de Palestina", continúa en cascada
Mohamen Afif, que se defendió a cuchillo del asalto de las Falanges Cristianas
en las jornadas de septiembre del 82; "defiendo simplemente el derecho a la
existencia, el amor por las cosas pequeñas, que vosotros, europeos, dais
tranquilamente por supuestas. Pero, ¿por qué se me puede privar de ellas?
Porque no tengo un Estado. ¿Por qué puede venir Sharon y degollarnos
en nuestras casas? Porque no tengo un Estado. ¿Por qué se puede negociar
nuestra existencia, decidirse nuestra expulsión, arrebatarnos el pan
de la boca? Porque no tengo un Estado que me proteja. ¿Qué Estado? No
me importaría ya que fuese el Estado de Israel, con tal de vivir en mi
casa y con derechos". Contra el gobierno libanés, contra los "hermanos"
árabes, contra sus propios dirigentes, contra la indiferencia europea,
contra el imperialismo norteamericano, contra el juego, en fin, de los anillos
que le convierte en un extraterrestre, Mohamed Afif propone una solución
que sabe imposible, que tampoco aceptaría, para exponer con toda claridad
el teorema: Tierra y Derecho se conectan, como términos asimilables,
a través de la figura interpuesta del Estado. Sin cielo que mirar, sin
cerca que volver a atravesar, sin Estado que garantice el derecho a tener una
casa y a no ser robado, golpeado y humillado, no hay tierra. Y sin esta clase
de tierra no hay ciudadano. Contra todas las ilusiones de alegre nomadismo y
olímpico desapego post-moderno, la situación de estos jodidos
y olvidados palestinos nos recuerda hasta qué punto ninguna presunta
globalización invalida esta ecuación; nos recuerda hasta qué
punto, no obstante nuestra pedante defensa del espacio sin balizas y de la velocidad
del viento, somos todavía, seguimos siendo -para nuestra fortuna- terrestres.
En el aire, entre las fronteras, en los poros multinacionales de la economía,
los hombres indefensos se vuelven, no importa su color, su religión o
su cultura, refugiados palestinos.
¿Motivo para la esperanza o para el horror? ¿O para mezclar los dos? Porque
hombres fuertes y mirones como éstos, en el aire pueden vivir mil años.
CSCA