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26 de marzo del 2002
El racismo y la discriminación, vergüenzas para la humanidad
Rigoberta Menchú
Servicio Informativo "alai-amlatina"
Monterrey.- Hablando con mucha gente en diferentes países, he
constatado que la lectura de las noticias en la prensa diaria, en estos tiempos
aciagos, nos produce a la mayoría sentimientos dolorosos; en pocas ocasiones
encontramos estímulos para elevar la autoestima, el entusiasmo y la alegría.
Y probablemente el más común de esos sentimientos amargos, junto
a la indignación y la impotencia, sea la vergüenza. Para mantener
viva la esperanza y acrecentar el espíritu de solidaridad, hay que recurrir
a la fuerza de la convicción de que los mejores valores de la humanidad
terminarán por imponerse al imperio del negocio, el dinero y la guerra.
Vergüenza es lo que se experimenta al leer, en las mismas páginas
de los diarios, la noticia de que la ONU se apresta a celebrar el día
internacional para la eliminación de la discriminación y el racismo,
mientras que con la mayor indiferencia se permite que numerosos Estados cometan
las peores atrocidades en contra de muchos pueblos. Avergüenza, por ejemplo,
atestiguar la tolerancia internacional frente al genocidio que ante los ojos
del mundo está cometiendo el gobierno de Israel contra el pueblo Palestino.
Avergüenza constatar el fondo racista y discriminatorio tras los argumentos
con los que el gobierno encabezado por Ariel Sharon pretende justificar esos
nuevos crímenes de lesa humanidad. Crímenes que a su vez son utilizados
como pretexto por el fanatismo terrorista que asesina de manera sanguinaria
a civiles israelitas.
Cuando las autoridades de Tel Aviv hablan descaradamente de ocupación,
expropiación o desalojo de los territorios que pertenecen al pueblo palestino,
no puedo dejar de pensar en las prácticas de despojo, confiscación
y usurpación que a lo largo de los últimos quinientos años
hemos sufrido los pueblos indígenas en nuestras tierras, territorios
y recursos.
A pesar de que la lucha contra el racismo y la discriminación constituye
uno de los temas más trabajados en el sistema internacional desde la
creación de las Naciones Unidas, este fenómeno sigue insultando
la dignidad humana en el nuevo milenio. El racismo, ese agraviante problema
histórico que tiene profundas raíces en el colonialismo y la esclavización
de pueblos enteros, continúa vivo y activo en el mundo de hoy. El racismo
y la discriminación racial constituyen una tragedia que continúa
ocasionando violencia contra muchos pueblos dondequiera que nos encontramos,
sea en países del tercer mundo o en los llamados países desarrollados.
No obstante y a pesar de las tres Conferencias Mundiales contra el racismo,
las Décadas internacionales decretadas por la ONU y la aprobación
y ratificación de Convenciones internacionales dedicadas a ese tema,
nos encontramos en este año 2002 ante una realidad histórica vigente
y persistente. Una realidad que lejos de desaparecer crece y se extiende en
distintas regiones del mundo.
Pero la constatación de estos hechos no niega la importancia de esos
eventos y acuerdos mundiales. El establecimiento del día internacional
para la eliminación de la discriminación y el racismo, es motivo
de satisfacción porque forma parte de un proceso en el que debemos participar
activamente todos los que queremos contribuir a la construcción de un
mundo intercultural, en el que prevalezca la aceptación recíproca
y el respeto mutuo y la diversidad sea reconocida como un don para la convivencia
y la prosperidad de los pueblos.
Sin embargo hay que insistir en la denuncia y perseverar en la lucha contra
esas vergüenzas para la humanidad. Los pueblos indígenas, que junto
a otros pueblos hemos sido las víctimas principales de la discriminación
y el racismo, conocemos perfectamente sus causas y sus efectos. El desprecio,
el odio racial y la pretensión de una absurda superioridad étnica
y cultural, son manifestaciones de las taras y complejos coloniales que aún
persisten en los países en que vivimos.
Por ello, en nuestra voz de denuncia y en el planteamiento de nuestras demandas,
los pueblos indígenas sabemos de qué estamos hablando. Y también
sabemos que nos corresponde un papel y una responsabilidad en la construcción
de sociedades que asuman su diversidad étnica y cultural como fuente
de virtudes y no como motivo de complejos. Nuestra misión es, junto a
la de otros pueblos originarios, aportar al conjunto de la humanidad una contribución
efectiva, partiendo de la cosmovisión que se nutre de nuestra existencia
milenaria. Y eso forma parte de nuestros sueños, de la utopía
a la que nos aferramos a pesar de estos tiempos de vergüenza e indignidad.
Estoy convencida de que el punto de partida en el proceso de construcción
de ese mundo intercultural, radica precisamente en el reconocimiento de que
el racismo contra nuestros pueblos no es solamente un fenómeno histórico
del pasado, sino un proceso continuado, real y vigente. Las manifestaciones
cotidianas del racismo y la discriminación implican las limitaciones
y deformaciones de nuestros derechos humanos, incluido el derecho a la vida.
Los actos de genocidio, etnocidio y ecocidio son, en la mayoría de los
casos, las expresiones extremas del racismo.
Esos crímenes se manifiestan también en la negación de
los derechos ancestrales sobre nuestras tierras, territorios y recursos. Como
señalé al principio de estas líneas, ello incluye las prácticas
de ocupación, expropiación, confiscación, usurpación
y dominación de nuestras tierras, territorios y recursos. Como lo demuestra
hoy la agresión que sufre el pueblo palestino, la reubicación
y los desplazamientos forzados fuera de los territorios que les pertenecen ancestralmente,
constituyen claras muestras de la prepotencia, el racismo y la discriminación.
A pesar de todos los tratados y convenciones internacionales, se nos sigue negando
a los pueblos el derecho a la libre determinación.
La intolerancia de nuestras prácticas culturales y espirituales y de
las formas de vida tradicionales de nuestros pueblos, así como los ataques
a nuestro patrimonio cultural e intelectual, del que forman parte nuestros lugares
sagrados y los de significación histórica, son abiertas expresiones
discriminatorias. Otro tanto ocurre con las políticas de asimilación,
basadas en las pretensiones de superioridad de un grupo o de una cultura sobre
otra, ya no digamos con las prácticas de exclusión y marginación
que se aplican en muchos países del llamado primer mundo.
Lo dije así, con claridad y contundencia, ante los jefes de Estado y
cancilleres presentes en Sudáfrica en la 3ª Conferencia Mundial contra
el Racismo. Recordé en esa ocasión que entre la primera y la segunda
Conferencias contra el racismo, se cometía en mi país, Guatemala,
lo que ha sido calificado por la Comisión de la Verdad avalada por la
ONU como un GENOCIDIO, del que soy sobreviviente. El ochenta y tres por ciento
de las doscientas mil víctimas fueron indígenas mayas, como mi
madre, mi padre y mis hermanos. Junto a miles de hermanos indígenas guatemaltecos,
continúo buscando la fosa común o el cementerio clandestino donde
puedan estar los restos de nuestros seres queridos. Hasta la fecha, no hay tribunal
en el mundo que asuma con valentía la persecución penal, el juzgamiento
y castigo de estos crímenes contra la humanidad.
Expresé en ese foro mundial, desde lo profundo de mi corazón,
que la sangre de nuestros muertos, el dolor de nuestra historia, el hambre de
nuestros hijos son verdades incómodas que gritan y son la fuerza de nuestras
razones. Los pueblos indígenas, los pueblos originarios, los discriminados
y despreciados por el racismo, no necesitamos del reconocimiento de los Estados
para ser lo que somos; sobrevivimos a pesar de ellos. Pero si quieren construir
sociedades libres, democráticas y justas, no pueden prescindir de nosotros.
Espero, por el bien del futuro de la humanidad, que la celebración del
día internacional para la eliminación de la discriminación
y el racismo ayude a la reflexión de quienes controlan y dirigen los
Estados y los organismos internacionales. Ojalá que, con el esfuerzo
y la contribución de muchos, seamos capaces de colocar a nuestras sociedades
frente a un espejo de mil colores que refleje sin temores y sin vergüenzas,
la rica diversidad de quienes poblamos este bello planeta.
(*) Rigoberta Menchú Tum, es Premio Nobel de la Paz y Embajadora de
Buena Voluntad de UNESCO