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24 de marzo del 2002
La miseria planificada
Sergio Ciancaglini
El País
Había una vez un país llamado Argentina, en el que desaparecían
muchas personas y donde años más tarde desapareció también
el dinero, entre otros misterios. No se trató de magia: y una cosa está
relacionada con la otra.
Quisiera explicar este breve anticuento. Mañana, 24 de marzo, se cumplen
25 años del día en que el escritor, periodista y militante político
Rodolfo Walsh escribió su Carta abierta a la Junta Militar. En 1977,
un año después del golpe militar, Walsh desenmascaraba en ese
documento escrito en la clandestinidad, de un modo deslumbrante, las cosas que
hacía y deshacía la dictadura. Hablaba de un lago cordobés
convertido en cementerio lacustre. De personas arrojadas desde aviones militares
al río de la Plata, cuyos cadáveres afloraban en las costas uruguayas.
De lo que llamó una tortura absoluta, intemporal y metafísica,
aplicada con la tecnología de la picana eléctrica, para machacar
la sustancia humana.
Walsh ya lo había entendido todo. Pero hay otro párrafo que cada
día se entiende mejor. Propongo leerlo para ver si es capaz de iluminar
algo de lo que ocurre en la Argentina 25 años después. Les dice
Walsh a los integrantes de un régimen denominado -de un modo curioso-
Proceso de Reorganización Nacional:
'Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son, sin embargo,
los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores
violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política
económica de ese Gobierno debe buscarse no sólo la explicación
de sus crímenes, sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres
humanos con la miseria planificada'.
Walsh fechó su carta, distribuyó varias copias, y un día
después fue secuestrado por los militares. Nunca más se supo de
él. Es otro desaparecido.
No desapareció, en cambio, esa carta triste, solitaria y final. Miseria
planificada. ¿A qué se refería Walsh? Veamos: reducción
salarial masiva, redistribución de ingresos y concentración brutal
de la riqueza, desocupación récord, derrumbe del consumo, éxodo
de profesionales por la 'racionalización' de la economía, endeudamiento
externo histórico, atrofia de todas las funciones creadoras y protectoras
del Estado, obediencia ciega a las recetas del FMI, reinado de los monopolios
y de lo que llamó 'nueva oligarquía especuladora'. Hay más:
desnacionalización de la banca, dominio extranjero del ahorro interno
y el crédito, premio a las empresas que estafaron al Estado.
Una conclusión provisoria: la Argentina está hace décadas
en el corralito (o en la cárcel) de una economía perversa. Aquellas
palabras son recuerdos del futuro.
Para Walsh, el crimen mayor de los militares no eran las atrocidades cometidas
hora a hora, sino el plan económico, que fue, en muchos sentidos, una
premonición de esa práctica llamada neoliberalismo. Un mercado
absoluto, intemporal y metafísico. La Argentina abrió indiscriminadamente
su economía, comenzó la destrucción de su industria e inauguró
lo que se ha dado en llamar el Estado Hood Robin, Robin Hood al revés,
que le quita a los pobres para darle a los ricos, según lo siguen reflejando
las estadísticas sobre la creciente desigualdad económica.
El proceso militar cayó tras la borrachera de la guerra de las Malvinas
(se cumplen ahora 20 años, para seguir con los números redondos)
y la democracia nació débil, en una sociedad que no la reconquistó
sino gracias a la ineptitud militar.
El Gobierno de Raúl Alfonsín (1983-1989) fue una mezcla dubitativa
de víctima y cómplice de esa economía reconcentrada en
pocas manos. No concluyó su mandato. Llegó entonces Carlos Menem
para culminar el trabajo sucio. Aquel plan que Walsh denunciaba en su carta,
Menem lo llevó a cabo entre 1989 y 1999 corregido, aumentado y en democracia:
la Argentina había entrado en la era del 'pensamiento único'.
Ya no hacía falta el terrorismo de Estado para aplicarlo. La estrategia
de la represión cambió por la del desempleo y la exclusión
social: la desaparición económica de las personas. La clase media
comenzó a caer masivamente bajo la línea de la pobreza. Y los
pobres, bajo la línea de indigencia.
Luego llegó Fernando de la Rúa para caricaturizar lo peor de Alfonsín
y lo peor de Menem. Terminó decretando el estado de sitio y escuchó
el trueno de cacerolas.
En España noté sorpresa frente a las catástrofes de los
últimos meses, como si la Argentina fuese una especie de Gregorio Samsa,
el personaje de La metamorfosis, de Franz Kafka, que un día amanece,
tras un sueño intranquilo, convertido en un monstruoso insecto. El país
rico que despierta abruptamente pobre y siniestro.
Pero no fue así. Quienes quieran entender a la Argentina a través
de Kafka deben buscar otra obra, El proceso (¿casualmente?). Una opción,
más divertida, es mirar la película Nueve reinas como documento
de la actualidad. En esa pequeña historia está la carga genética
del modelo económico argentino, y acaso del actual capitalismo de casino:
concentración, corrupción y mentiras.
¿Tiene España algo que ver con esa economía perversa? Cuentan
que el presidente Eduardo Duhalde le dijo al presidente José María
Aznar acerca de las privatizaciones, en charla telefónica: 'Los negociadores
españoles fueron muy buenos; los argentinos, muy malos, o todos, muy
corruptos'. Dejo a criterio del lector ese razonamiento, cuyos tres escalones
acaso sean ciertos.
Pero también en España, he visto, se duda sobre la nacionalidad
de las empresas. Lo comprobé tanto en conversaciones catedráticas
como en diálogos callejeros. Ya se sabe: atribuirle una bandera o una
patria a los capitales es una superstición. Eso mismo permite que ningún
argentino, creo, confunda a las llamadas 'empresas españolas' con 'España'
o con 'los españoles'.
Toda esta desventura está reflejando otra desaparición: la de
la política. Cuando la política no regula, regulan los monopolios.
Cuando los altos funcionarios españoles o argentinos se comportan como
gerentes de empresas, hay algo que no funciona. El dilema para España
podría ser: permitir que su política se reduzca a defender la
rentabilidad inmediata que le exigen estos capitales misteriosos (serruchando
así la rama sobre la que se asienta el propio negocio), o buscar un proyecto
iberoamericano que permita crear futuro. Y recuperar el capital más escurridizo,
sutil y valioso de esta época: la confianza.
Otra opción es que España mire de lejos, como incontaminada por
el enigma argentino, que nadie sabe cómo se resolverá. Si culminará
la miseria planificada o la profundizará. ¿Kafka y Walsh son los únicos
cronistas posibles de esta historia? ¿El desenlace será tan inesperado
como el de Nueve reinas?
Lo que nadie sabe tampoco es si el comienzo de este anticuento no es en realidad
un cierre triste, solitario y final que debería leerse así: había
una vez un país llamado Argentina.
Sergio Ciancaglini es escritor y periodista argentino, dos veces ganador
del Premio Rey de España de prensa escrita y autor de La revolución
del sentido común (Ed. Suramericana).