Entre los mártires de las dictaduras americanas de los setenta, no debe
haber nadie con el relieve artístico del chileno Víctor Jara (1932-1973).
Es motivo más que suficiente para evocar su nombre, pero la injusticia
se perpetúa si su final trágico nos deja olvidar la sustancia real
de lo que produjo. En el año 2001 la wea/Warner chilena se dedicó
a relanzar los discos del músico de los que pudo obtener los derechos -todos
salvo los tres grabados para Odeon-. Al mercado uruguayo nos llega como muestra
una Antología musical* que condensa la historia de Jara como cantante y
compositor. Es un álbum doble (dos horas y media de música) con
grabaciones que van desde 1957 hasta los discos que no se llegaron a editar por
el golpe pinochetista. Aquí están varios de los mayores clásicos
de la "canción protesta" o "nueva canción" latinoamericana de los
sesenta junto a rarezas previamente inéditas. Con los surcos dispuestos
en orden aproximadamente cronológico, se oye claramente el cambio de clima
a partir de 1970. Pasa de la denuncia (según el año, más
o menos velada) de la explotación y sufrimiento de las clases populares,
al lenguaje franco, teñido de optimismo pero apremiado por la necesidad
urgente de fortalecer la nueva situación del gobierno de Unidad Popular.
Jara estaba en un punto intermedio entre un tipo de canto "rústico" como
el de Violeta Parra y el tipo de emisión edulcorada característico
de un gusto más urbano. Su voz de terciopelo y sin demasiado volumen estaba
siempre cortada por un ronquido ligero y parecía que iba a fallar a cada
momento. Nunca fallaba, pero la sensación de fragilidad ayudaba a cargar
de humanidad sus interpretaciones, potenciando el sufrimiento de "El arado", la
ternura de "El cigarrito", la indignación explosiva de "Preguntas por Puerto
Montt".
Tenía el folclore chileno muy naturalmente asimilado y trasmitía
como pocos su sabor. Pero lo usó con gran libertad y nunca concedió
a la confusión entre folclorismo y conservadurismo. Aprovechaba del folclore
justamente los aspectos más discrepantes con el "buen comportamiento" estético
dominante: irregularidades métricas, conflictos de modos, construcciones
melódicas no convencionales, una tímbrica "seca". El homenaje "A
Luis Emilio Recabarren" no se deja poseer por el panegírico, con su melodía
en el incómodo y desolado ámbito de tritono. Las participaciones
de Quilapayún, con su sonido entre coro ruso y Walt Disney, suenan bastante
fuera de contexto, como uno de los pocos ejemplos de concesión al adorno
o a un ingenuo "certificado de nivel artístico" (curioso pensar que Jara
fue director del grupo durante tres años). En la mayoría de los
casos domina la austeridad más total: todos los elementos musicales (compositivos,
arreglísticos, interpretativos) son estrictamente funcionales, expresivos.
Es sorprendente volver a contactarse con la versión original de "Te recuerdo
Amanda" -una canción que sufrió el mismo destino de "Gracias a la
vida" de Violeta Parra, de convertirse en hit "melódico de izquierda".
La evocación de atmósferas es virtuosística. En "El derecho
de vivir en paz" (sobre Vietnam) Jara encontró una mezcla de valsecito,
discreta evocación de música "china", rock y carácter de
himno, más adecuado imposible (aunque la ejecución no hace justicia
a la idea). Lo mismo vale para el toque español de "El niño yuntero"
(sobre texto de Miguel Hernández).
La información del librillo es menos y peor que lo necesario. Por ejemplo,
el tono irónico de los parlamentos que introducen las canciones del fonograma
en vivo Habla y canta, en los que Jara se dirige a un público que "ya está
de vuelta", se explica mejor si nos enteramos de que la actuación en cuestión
se hizo en La Habana (el librillo no incluye el menor dato al respecto). En su
lugar tenemos un texto que apila clisés como "Víctor Jara es vocero
de la lucha del pueblo por la simple y natural razón de ser parte de él"
y decir que su trabajo es "Jamás panfletario". Los de Víctor Jara
están entre los más eficaces y conmovedores panfletos políticos
de su época. n