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30 de abril del 2002
Tenochtitlan y el sueño del estado universal.
Miguel Urbano Rodrígues
Traducción: Selma Díaz
http://resistir.info
Al visitar México por primera vez a inicios de los años 70 mi
imaginación se echó a volar con la contemplación de las
maquetas de Tenochtitlan.
Sabía que la ciudad de los aztecas podría ser distinta de aquello.
Los arqueólogos e historiadores habían llegado hasta el límite
de lo posible. Recreaban una aproximación, inspirados por los relatos
de Cortés y de Bernal Díaz del Castillo.
Yo había leído y releído las "Cartas de Relación"
del primero y la "Historia de la Conquista de la Nueva España" del segundo
y conocía algunas cosas de los antiguos códices mexicanos. Pero
la visión de las miniaturas de los templos en la gran plaza sagrada era
suficiente para hacerme regresar, por los caminos de la imaginación,
a los trágicos años de la conquista española.
Recuerdo que en esa primera visita no había ruinas en las inmediaciones
del Zócalo. La localización exacta de los antiguos palacios y
los templos destruidos por los invasores europeos era desconocida.
Hallazgos ocasionales traían la certeza de que un patrimonio monumental
y artístico inapreciable se encontraba soterrado en el corazón
del centro histórico, bajo los edificios de la época colonial.
Pero solamente en 1978, un acontecimiento cuya noticia corrió por el
mundo de la arqueología llevó al gobierno a tomar una decisión
que hizo resurgir parcelas de Tenochtitlan, abriendo nuevas perspectivas al
conocimiento de la historia y de la cultura de los antiguos mexicas. Obreros
de la compañía de Electricidad localizaron durante trabajos de
rutina el monolito circular de Coyolxauhqui, la diosa de la luna.
Pude admirar ahora la famosa divinidad descuartizada, en su deslumbrante disco
de piedra que, por su perfección y por su creatividad, nos trae a la
memoria obras maestras de la escultura clásica griega.
Fue el presidente López Portillo quien aprobó el ambicioso Proyecto
Templo Mayor. La tierra se abrió y sobre ella fueron emergiendo, muy
cerca de la Catedral, del Sagrario y de la Plaza del Zócalo, estructuras
de edificios símbolos de la cosmogonía y del poder del imperio
azteca.
Las modernas técnicas arqueológicas revelaron la existencia de
diferentes templos superpuestos a lo largo de más de 130 años,
en etapas que, sucesivamente, preservando las construcciones anteriores, fueron
dando a cada nuevo edificio la dimensión que expresaba el ansia de grandeza
de un Estado cuya ambición era ilimitada. Hoy podemos observar altares
que eran invisibles en la fecha de la llegada de los españoles.
El museo, fascinante, me parece como el complemento natural de la prodigiosa
recuperación de las escalinatas, murallas y altares del Templo y de las
salas de la orden militar de las Aguilas.
VENTANA SOBRE LA HISTORIA
No fue fácil situarme. En pleno centro de la mayor ciudad del mundo descubría
un campo arqueológico muy reciente que revelaba secretos de una gran
civilización precolombina. Siendo antiquísimo, todo allí
tenía el toque de lo nuevo, por haber sido descubierto recientemente.
Las esculturas, de piedra o arcilla,.del panteón de los dioses de Tenochtitlan
impresionan por su armonía y su fuerza. Las ofrendas me conmovieron.
En las sepulturas encontradas aparecieron objetos, joyas, tejidos, semillas
y huesos de aves y mamíferos, peces petrificados que iluminan sobre la
vida cotidiana de los antiguos mexicanos.
Un alentejano de Moura como yo sintió a los aztecas más próximos
--es un simple ejemplo-- al conocer que comían verdolagas (beldroegas)
mucho antes que nosotros; de allí vinieron.
Recorriendo los puentes de madera que abrazan los paredones de piedras volcánicas
del templo Mayor no conseguí, una vez más, resistir la tentación
de imaginar reacciones y pensamientos de interlocutores tan diferentes como
eran los capitanes y los soldados de la España renacentista y los príncipes
y guerreros mexicas cuando, en 1519, se encontraron por primera vez en Tenochtitlan.
Aquellas ruinas eran parte de un Templo cuya belleza ofuscaba, el día
en que Hernán Cortes subió las escalinatas y, dirigiéndose
a Moctezuma, habló con desprecio de sus dioses, llamándolos ídolos.
Ofendió sugiriendo que, en los altares, fuese colocada una imagen de
la Virgen, madre de Jesús. Pocas semanas después, Pedro de Alvarado
destruyó esos altares, incendió los dioses y los hizo rodar por
las escalinatas. El pueblo, en insurrección espontánea, expulsó
a los españoles en la famosa ";noche triste&";, matando en combate
mil de los mil quinientos soldados del ejército invasor.
Era un diálogo de sordos. Pero los españoles tenían cañones,
arcabuces, caballos y espadas de acero; los mexicanos apenas arcos, flechas
y espadas de obsidiana. Cortés regresó con refuerzos y cercó
Tenochtitlan, aislada del mundo por su laguna.
Los sacrificios humanos eran para los aztecas el precio de la continuidad de
la vida. Sin ellos el sol dejaría de iluminar la tierra y el mundo terminaría.
Bernal Díaz describe admirablemente su sensación de desespero
y agonía al asistir, de lejos, al ritual de la muerte de los compañeros
en el altar de Huitzilopochtli, después de un combate en que habían
caído prisioneros, en las calzadas de acceso a la capital.
A cinco siglos de distancia es posible, no obstante, comprender lo que sentían
los más débiles al defender su ciudad, conquistada casa a casa,
palacio a palacio. De la gigantesca Tenochtitlan --entonces la mayor y más
poblada ciudad del mundo después de la Constantinopla turca -- quedaron
en pié dos palacios, montones de escombros y 15 000 sobrevivientes. Fue
para siempre el mayor y más cruel genocidio, antes de los modernos, cometidos
por Hitler y, posteriormente, por los norteamericanos en Hiroshima y Nagasaki
y, ahora, en Afganistán.
CUATHEMOC Y CORTES
Las excavaciones arrancaron del vientre de la tierra un patrimonio histórico
fabuloso. Generaciones sucesivas caminaron durante siglos por las calles que
cubrían las ruinas que tuve ahora el privilegio de contemplar. Mucha
gente, descendiente de españoles y aztecas viven, aman y sufren, en casa
edificadas sobre el Templo Mayor, sin tener siquiera idea del tesoro cultural
enterrado bajo sus pies.
Prospecciones geológicas revelaron la existencia bajo la catedral y el
Palacio Nacional, joyas de la arquitectura colonial, de otras ruinas, la de
los templos del Sol y de Echecatl-Quetzalcoalt, los edificios del juego de pelota
y del colegio de los nobles. Esos vestigios son irrecuperables. Permanecerán
soterrados porque las excavaciones exigirían la destrucción de
los monumentos más bellos de la ciudad contemporánea.
Recuerdo esta evidencia porque ella facilita la comprensión de sentimientos
contradictorios. La meditación sobre las ruinas de Tenochtitlan y, simultáneamente,
un acto de encantamiento y de dolor. Ello nos permite entrar en el pasado y
ver lo que se imaginaba desaparecido y nos prohíbe volver a ver otras
maravillas sepultadas cuya recuperación implicaría la muerte de
la catedral y del palacio más imponente de América.
Abrazando con una ojeada los bellísimos edificios de piedra roja del
Zócalo -- la mayor plaza del Continente -- meditaba en el dilema que
desespera a los arquitectos mexicanos. De alguna manera este se presenta como
inseparable de la gran contradicción que está presente en la caminata
del pueblo mestizo de México, hijo de dos culturas que no se fundieron
aún, transcurridos cinco siglos de la Conquista y del genocidio.
Es una contradicción sufrida y explosiva pero que escapa a todos aquellos
que no conocen bien México. El holocausto de Tenochtitlan dejó
en la memoria colectiva heridas no cicatrizadas. México no es, al contrario
de Brasil o Cuba, un ";país importado";. Independientemente de su origen
predominantemente indio o español, todo mexicano se ve como ciudadano
de una tierra conquistada, heredero de una cultura asesinada. Creo que nadie
descendió tan profundamente en la interpretación de ese sentimiento
como Octavio Paz en su ";Laberinto de Soledad";, un ensayo luminosamente inteligente.
La profusión de monumentos que enaltecen a Cuahtemoc, en contraste con
la rareza y modestia de los bronces que recuerdan a Cortés son expresivas
de la antinomia de las actitudes ante el héroe nacional y el invasor
extranjero.
LA ARROGANCIA AZTECA
Las horas de sueño y reflexión pasadas entre las ruinas del Templo
Mayor de la mágica capital de los antiguos mexicas hicieron obligatorio
para mi el volver a visitar, en Chapultepec, las salas del museo de Antropología,
que continúa pareciéndome el paradigma de las instituciones del
género, concebidas para que, a lo largo del tiempo, grandes culturas
desaparecidas puedan ser sentidas, comprendidas, casi tocadas por visitantes
de muy diferentes culturas modernas.
Tenía la anticipada certeza de que redescubriría allí facetas
nuevas de la historia y del genio creador de los pueblos de Mesoamérica.
Pero al volver a ver piezas conocidas, al ser reabsorbido por la atmósfera
de esplendor del gran museo, no esperaba que el retomar la intimidad con la
profunda historia de los antiguos mexicanos me colocase con la fuerza de la
revelación delante de actitudes que, de repente, me provocaron la extraña
sensación que el presente repite siempre el pasado en la ambición
de los hombres.
Ese chóque me estremeció al leer las inscripciones extraídas
de antiguos poemas aztecas, en el auge del poderío de Tenochtitlan, glorificando
la superioridad de su ciudad-imperio. Son bellos esos textos. Pero asustan y
provocan también un sentimiento de angustia. Aparece plasmada en ellos
una ambición ilimitada, una forma de dominación agresiva.
El mito del estado universal y, por lo tanto, de la sociedad imperial perpetua,
de un pueblo elegido y de pueblos vasallos, inferiores, que se acostumbra asociar
al macedonio Alejandro. Pero no me parece correcto ligar el proyecto a referencias
temporales y geográficas. Porque fue retomado por Roma, por el mogol
Gengis Khan, por Napoleón, en cierta medida por la Inglaterra victoriana
y encontró una expresión aberrante en la megalomanía delirante
del Reich hitleriano.
Tenochtitlan, al asumirse como imperio en expansión, también hizo
suyo el proyecto de estado universal. Los gobernantes de la gran ciudad no tenían
nociones de las fronteras del mundo. Pero actuaban como centro de aquel que
conocían, convencidos que no habían fuerzas capaces de impedir
que sometiesen a todos los pueblos de la periferia.
Las referencias a su invencibilidad, en los cánticos entonados a la gloria
y a la cultura de México-Tenochtitlan, están impregnadas de arrogancia
y de irracionalidad.
Lo que se les aparecía como eterno era, al final, efímero. La
llegada de Cortes iría a transformar en ruinas la capital del imperio
universal.
Recuerdo que, al atravezar el gran pórtico del Museo de Antropología,
una compañera argentina que me acompañaba en la visita y en el
descubrimiento de las ruinas del Templo Mayor, comentó los poemas aztecas
alusivos al estado universal. Y nuestra reacción fue instantánea
y simultánea. Ambos pensamos en el monstruoso sueño imperial del
sistema de poder de los EE UU en el umbral de la crisis de civilización
que vivimos. Ambos registramos que el proyecto desafiante e irracional encuentra
hoy, en este prólogo de la edad espacial, su porta voz en un político
mediocre y primario.
Y concluimos que el nuevo y loco sueño de estado universal, materializado
en una dictadura militar planetaria, tendrá el mismo destino de los anteriores.
Será derrotado por la lucha de los pueblos.
Marzo 18 del 2002