|
La pasión según las Madres
por Vicente Zito Lema *
I (En el exilio)
No conocía en persona a las Madres cuando escribí por primera vez sobre ellas.
Yo vivía mi exilio en Holanda, entre canales helados donde bregan los patos y esa soledad difícil de contar que quema el alma hasta volverla un piélago negro.
Fui escuchando sus voces, que escurrían las distancias como agua entre los dedos. Me puse a marchar con ellas, desde el deseo de ser parte de esas sombras convertidas en luz durante las ceremonias del coraje, todos los jueves.
Poco a poco, allí, en el norte de Europa, tan lejos, el extravío del dolor tuvo calma, la derrota conoció la esperanza y nuestras vidas a la deriva en los océanos infaustos del destino encontraron su anclaje y su sentido. Otra vez el mañana era un puerto.
Fue desde la piel de las Madres que mi angustia pudo denunciar a una sociedad que se dejó llevar a sus hijos vivos y no enterró a sus muertos.
Fue por la épica de las Madres que alcancé a decir: un país de labios enfermos se animaba a quebrar el silencio con un grito.
Gracias a ellas más que a nadie pusimos los pies como en el principio sobre el largo camino de nuestra tierra. Gracias a ellas -y a los cuerpos sacrificados de nuestros soldaditos en Malvinas- nos animamos a mirar aún con lágrimas otra vez aquel cielo. (Hablo del cielo donde los caballos se alzan y relinchan como en los grandes sueños. Esos sueños donde la muerte no existe y mis compañeros siguen siendo jóvenes y hermosos para siempre.)
II (En el país)
¿Con cuál esencia breve se teje la ilusión?
De nuevo la dura realidad y su mazazo en la nuca.
El tibio viento de la democracia sopló muy poco. Allí donde se necesitó justicia reinó urgente la impunidad.
Los miles de desaparecidos del ayer transformados en los millones de excluidos del hoy. Un poder que sólo cambió en sus apariencias se obstina en relatar nuestros días como una pesadilla perversa.
Un escenario de crueldad convertido en desafío histórico que recogieron las Madres.
Así las vemos, como antes alzadas contra una racionalidad enferma; locas en una poética que no acepta el vasallaje de la muerte, ni sus usuras.
Con la misma pasión con que rechazaron los despojos de los cuerpos de sus hijos si no se acompañaba con el castigo real y no simbólico de los asesinos. (No se olvide que la materia de esos cuerpos amados era un sueño renacido como fuego de las cenizas para alumbrarlas.)
Capaces de transgredir la cultura de la resignación; no hay llanto al pie del yacente; no hay una escultura de la piedad con la belleza que mitiga el martirio. Hay una desbocada ira, unos aullidos del alma y unos insultos a boca abierta que rompen los ritos bien cuidados de la tradición. Hay vacantes de la lucha en el mismísimo estruendo de la épica.
III (Hermosuras de la sinrazón)
Los antiguos dioses se valían de la lengua de la sinrazón para comunicarse con los hombres. Una lengua poética, nacida del asombro y la alegría que provoca la existencia, que los dioses hacían suya, acaso con nostalgia del deseo perdido.
Cuando se quiebra la antigua unidad del trabajo; cuando se consolida el poder autoritario y los hombres en su mayor parte son convertidos en esclavos, fue preciso el uso de otra lengua, apta para dictar órdenes, prohibir los deseos, defender la propiedad privada y calcular los intereses de las deudas, entre otras desgracias similares.
La lengua del poder, más articulada cuando más brutal es el poder, no ha dejado de negar y castigar a quienes aún con gritos y balbuceos persisten en ver el mundo y nombrarlo con la profundidad de la inocencia.
Por eso fue que en nuestro país, mientras el terror imponía como nunca la lengua de la muerte, surgió, también como nunca, la clara voz de quienes maldecían la adaptación, el silencio y todos los ecos de la complicidad.
Era la voz primigenia de unas madres. Locas, se les dijo. Y no hubo un barco de la locura para llevarlas eternamente de puerto en puerto. Y no lo hubo porque ellas incendiaron esos barcos, se plantaron como árboles en la plaza más pública, se aferraron a la conciencia del mundo y desde allí resistieron.
Llamaron a las cosas por su nombre.
Al asesino, asesino. A la tortura, tortura. Al verdugo, verdugo.
Sin eufemismos, sin mutilaciones verbales, sin dobles sentidos.
Duras y puras, como la piedra y el agua.
El poder se encumbró en su perversión, y llamó a las victimas desaparecidos, como si así los condenara a la muerte sin fin.
Las Madres Locas se negaron a esa razón de la muerte y crearon la más hermosa de las sinrazones, la que dice que sus hijos desaparecidos están vivos para siempre.
Desaparecidos del terror y de la muerte, desaparecidos de la mentira, la entrega, la complicidad y la derrota. Vivos en la victoria de los sueños. Esos sueños que como una luz de maravilla anuncian el mañana.
IV (Haceres)
Las Madres se han engendrado a sí mismas al engendrarse por necesidad de sus hijos. Aceptaron así, sin inventario, la herencia de ellos: La militancia como altísima aventura que se renueva; la conciencia crítica para abrir los ojos ante el mundo, y el amor al compañero que no se renuncia en el peligro.
De allí que el hijo propio como individuo del pasado adviene para ellas en todos los hijos mi hijo, como sujeto amoroso colectivo del hoy histórico.
Todas y cada una de las víctimas son en el dolor y la pasión tan absolutas que por su exceso se tornan naturalmente públicas.
Todos y cada uno de quienes construyen el presente en la brega son para las Madres los nuevos hijos que llenan de contenido los no dichos de los cuerpos de los desaparecidos, que al aparecer en la conciencia y en los sueños que se transmiten hacen desaparecer por inutilidad de materia y de fines a los criminales desaparecedores.
Reproducción primigenia de la vida que crece en su plasticidad estética y se legitima allí donde las actuales formas de represión ponen a prueba la carnadura ética del discurso.
Consecuentes con su siembra terminan provocando un conflicto político y moral; ¡No a la reparación económica del dolor más dolor! ¡No a la troca de la vida! Dicen, honrando a sus hijos.
Se niegan a consentir un principio que está en la base de nuestras actuales sociedades: todo tiene un precio.
Todo lo humano puede convertirse en mercancía, también las pasiones y sentimientos...
Rescatan así de las miserias del mercado los cuerpos desechados, para que sigan siendo la casa donde habita el alma.
IV (Lo que vendrá)
Una sociedad de iguales, donde el dolor del otro se sienta como propio y los bellos fuegos de la fraternidad ahuyenten el helado respiro de la muerte.
Una muerte que el sistema de producción económica y sus legalidades políticas han convertido en el horrible rostro de nuestros días.
El eterno combate entre la luz y las tinieblas. O, en otros decires, esa lucha de clases que el poder quiere enterrar - enterrando a los que sufren y se rebelan - pero que resurge en todas sus antiguas formas y en otras nuevas, porque los hombres han nacidos para la vida. (La locura y el suicidio son apenas el último consuelo).
Hablo de una armonía y un sentido final, que como las hojas vuelven. Hablo de un proyecto y de la pura naturalidad de un gran deseo.
En el final del camino está el reencuentro con los compañeros.
En el tránsito de ese camino cobramos aliento en la amorosa corporeidad de sus madres. Veinticinco años, la celebración no es de un día, tiene la plenitud lograda en cada uno de sus infinitos instantes colmados de ardor hasta el milagro.
Vuelvo a decirlo: si en la oscuridad sin mengua de un horror que pareció eterno supieron ser luz, ¿qué historia escribiremos mañana para que ellas sonrían junto al árbol de las pasiones felices?
* (Escritor, poeta, periodista. Director Académico de la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo)