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16 de mayo del 2002
Argentina: la instalación de la economía de penuria
Jorge Beinstein
Luego de un semestre de depresión profunda, la economía
argentina se encamina hacia una nueva catástrofe. En diciembre de 2001
colapsó el sistema bancario y se fueron derrumbando el consumo, la industria
y la recaudación fiscal, estalló la inflación (con salarios
congelados) y el desabastecimiento, y llegó la cesación de pagos
externos del sector público que ahora se extiende a las grandes empresas
privadas.
Duhalde (al parecer en su etapa terminal) trata de sobrevivir emparchando un
modelo agotado, haciendo equilibrios ilusorios al interior de una vieja trama
de intereses reinante en los años 90, superada por los acontecimientos.
Mientras, es empujado más a la derecha por el gobierno de Estados Unidos,
hacia la mutación ultraelitista del sistema que, si triunfa, devorará
a una buena porción de las mafias locales (políticas, sindicales
y empresarias) y también a algunos inversores extranjeros, sumergiendo
en la miseria a la gran mayoría de la población.
El futuro norteamericano que nos promete el FMI, no es un simple más-
de-lo-mismo, sino el ingreso durable en una dinámica de empobrecimiento.
A golpe de recorte fiscal, restricción monetaria, exclusión laboral
y caída salarial, intenta ser instalado un nuevo esquema económico
generador (restaurador) de excedentes financieros fluyendo hacia el exterior,
exportando todo lo posible e importando (y consumiendo localmente) lo menos
posible, y con un tejido productivo restante desquiciado, destinado a vender
un mercado interno destruido.
La instalación
Lo que va emergiendo de la crisis es una economía de penuria
donde el capitalismo (sus núcleos decisivos) sobreviviría (preservando
y en ciertos casos ampliando sus beneficios) en un contexto recesivo prolongado,
a partir de una concentración de ingresos nunca antes alcanzada. Dicho
de otra manera, se trataría de la exacerbación parasitaria, depredadora,
del sistema, donde unos pocos ganarían (algunos bancos y empresas extranjeras,
ciertas redes financieras transnacionales, etc.) excluyendo o superexplotando
a la mayor parte de los argentinos. Ello coincide con la orientación
caníbal del capitalismo mundial, atrapado por la crisis, sumergido en
una dinámica especulativa de degradación de sus bases productivas,
impulsado por su propia (i)racionalidad perversa de aumento incesante
de beneficios (ver págs. 14 a 16 de Win Dierckxsens).
Las últimas evaluaciones de la situación social nos están
indicando que ya hemos ingresado a ese escenario siniestro. Según las
estadísticas oficiales solo en abril los precios minoristas subieron
más del 11 %, pero los mayoristas lo hicieron en un 18 %, y en los primeros
cuatro meses de 2002, los primeros subieron 21 % y los segundos 55 %. La situación
es aún más grave para los pobres que gastan la mayor parte de
sus ingresos en alimentos, cuya "canasta básica" aumentó en el
primer trimestre de 2002 un 60 % más que el índice general de
precios minoristas.
Entre tanto los salarios no se movieron y en numerosos casos cayeron en términos
nominales. También subió la desocupación que pasó
del 18 % en octubre del año pasado al 24 % ahora, aunque cálculos
más rigurosos llevan esa cifra al 30 %. Comparemos esos últimos
datos con la tasa de desocupación existente al comienzo del menemismo
(6,3 % en mayo de 1991) para constatar el enorme salto hacia abajo experimentado
por la sociedad argentina. Solo en el mes de abril el consumo de alimentos bajó
cerca del 12%, en medicamentos la caída fue del 55 %.
Todo ello se refleja en el crecimiento de la masa empobrecida que superaría
las 20 millones de personas (casi el 60 % de la población) y dentro de
ella los indigentes (más de 7 millones). Avizoremos cuál puede
ser la situación hacia fines de este año si, por ejemplo, se cumple
el pronóstico que maneja actualmente el gobierno, de inflación
(muy subestimada) cercana al 50 % anual.
Un sistema de ese tipo solo cierra con represión ya que las mafias políticas
y sindicales han perdido toda legitimidad, no pueden cumplir más su función
de bloqueo, de encuadramiento conservador de los de abajo.
Los políticos radicales, peronistas, frepasistas y otros, representan
una tragicomedia "democrática" en la que nadie cree (ni ellos mismos).
Concurren a sesiones parlamentarias protegidos por la policía de la ira
del pueblo, aprueban leyes, ocupan ministerios, la presidencia o las gobernaciones
atentos a las exigencias del FMI. Completamente desacreditados temen a las urnas
tanto como a las calles, donde los argentinos los repudian en cada ocasión
que se les presenta.
Los dirigentes sindicales no han corrido mejor suerte. Desde el 20 de diciembre
pasado quedaron obsoletas sus picardías diversionistas, sus huelgas-
catarsis y otros desahogos que calmaban temporariamente el descontento;
las bases populares les pasaron por encima.
Cuando Bush o los burócratas del FMI exigen "liderazgo" al gobierno
saben muy bien que tanto él como su retaguardia político-sindical
son demasiado flojos, carecen de la representatividad necesaria para imponer
la estrategia de miseria prolongada. Existe en ese sentido un tema no resuelto:
el del control de la población, para el cual el régimen institucional
actual es inservible, las libertades democráticas hoy vigentes constituyen
un serio obstáculo al ejercicio de una represión más amplia
y brutal. La continuación (y profundización) de la crisis que
implicará una mayor descomposición estatal y social irá
extinguiendo a la vieja dirigencia dejándole el espacio libre a futuras
recomposiciones burguesas (probablemente autoritarias) del Poder, monitoreadas
por los EE.UU, pero también a su contrario, las insurgencias de los de
abajo, las formas de contrapoder popular emergentes.
Los orígenes
Evaluando nuestro último cuarto de siglo, comprobaremos que la "economía
de penuria" estaba inscripta en (era el resultado lógico de)
la decadencia argentina, así como la recesión mundial actual también
lo estaba en la dinámica de la financiarización.
El agotamiento de la industrialización subdesarrollada hacia fines de
los años 60 no encontró vías para nuevas reconversiones
productivas (como había ocurrido en los años 30 con el viejo sistema
agroexportador), los grupos decisivos de la alta burguesía nacional tomaron
el camino de los negocios improductivos, la especulación cortoplacista.
Desde esa misma época el sistema internacional empezó a ser dominado
por la financierización, motor de una depredación sin precedentes
de la periferia. La dictadura militar de 1976 fue engendrada por dicha convergencia
parasitaria, que ha mantenido su hegemonía hasta el presente a través
de un vasto proceso de destrucción cultural, en cuya base operaron tendencias
estructurales pesadas modelando a una sociedad menos productiva y más
excluyente.
A partir de mediados de los años 70 la producción industrial por
habitante fue cayendo mas allá de fluctuaciones de corto plazo, mientras
la desocupación aumentaba sin cesar y descendían los salarios
reales. En los años 90 el auge neoliberal (privatizaciones, apertura
comercial, convertibilidad, etc.) posibilitó la instauración de
un sistema de saqueo, manejado por un pequeño grupo de intereses,
principalmente extranjeros (bancos, empresas de servicios, etc.), devorador
insaciable de fondos y patrimonios públicos y privados nacionales, que
terminó generando una deuda externa monumental y una recesión
(desde 1998) que se transformó en depresión hacia finales de 2001.
Duración, contradicciones, rupturas
Como vemos se trata de la culminación de un fenómeno de larga
duración apoyado en una dinámica mundial financiera sobredeterminante.
Parecería entonces que estamos condenados a un destino terrible. Numerosos
comunicadores y expertos que antes auguraban nuestro ingreso inexorable a la
globalización feliz, ahora tratan de apabullarnos con un fatalismo
pesimista que nos explica que debemos acatar las directivas del FMI y participar
de esta nueva globalización trágica respaldada con misiles,
aviones de combate, miles de millones de dólares y sofisticadas redes
de espionaje y control, comandados desde Washington.
En realidad nos encontramos ante un fenómeno de decadencia mundial y
no de reconversión productiva, que no es portador de estabilidad sino
de desorden.
Estados Unidos ha entrado en recesión desde hace más de un año
y está embarcado, desde el 11 de Septiembre pasado, en una nebulosa guerra
contra el terrorismo que desestabiliza a las regiones mas variadas del planeta.
La Unión Europea experimenta las primeras turbulencias recesivas, su
estabilidad comienza a resquebrajarse, aparecen pústulas fascistas en
su tejido político y afloran contradicciones euro-norteamericanas que
se incrementarán con la crisis. Además en América Latina
declinan los modelos neoliberales y se extienden las turbulencias sociales y
políticas.
En suma, el contexto internacional no ofrece poderes consolidados, que terminarían
por imponer un patrón de conducta a la Argentina, sino por el contrario;
aventuras imperiales inciertas, depresión comercial y financiera, emergencia
popular izquierdizante en Latinoamérica.
Por otra parte con el estallido del voto bronca (octubre 2001) y las sublevaciones
de diciembre, entramos en una crisis de poder, seguramente prolongada. Dicho
proceso se funda en el derrumbe de las viejas identidades políticas populares
portadoras de ilusiones de integración próspera al sistema. Lo
que está ocurriendo no es un simple "relevo" o el comienzo de
una "renovación de la política" (como ocurrió en
Italia en los años 90), sino el naufragio cultural e institucional del
país burgués. En su base se encuentra la decadencia económica
(y sus consecuencias sociales) indisociable de la reproducción del capitalismo
argentino. Las elites locales no tienen bases sólidas en el país,
pero tampoco las encuentran en el ámbito global, su inseguridad interna
no puede ser compensada con los consejos y apoyos de George Bush (h) y sus amigos,
en pleno delirio militarista y acosados por la incertidumbre financiera. Podemos
concluir que la decadencia en curso es sumamente inestable y que esa situación
no es reversible a mediano plazo. Esto abre amplias posibilidades a la construcción
de fuerzas populares encaminadas a la destrucción del sistema, lo que
plantea el tema del desarrollo de una contracultura estratégica, una
estrategia revolucionaria de poder enraizada en las masas sumergidas, extendida
a las mayorías populares, apuntando hacia el aniquilamiento del Poder
existente, no a la ilusión de penetración progresista en el mismo
(la reconversión humanista desde el interior de las tramas mafiosas).
La revolución necesaria solo puede nacer de la ruptura anticapitalista,
punto de partida para la rehumanización de nuestra sociedad. Dicha ruptura
solo puede ser concebida seriamente no como negación del pasado popular,
de sus aspiraciones, fantasías, insurgencias, victorias efímeras
y fracasos, sino como prolongación superadora de los viejos combates,
basamento de la identidad que ahora intentamos reconstruir.