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13 de febrero del 2002
Hoy la PF, mañana ¿las FF.AA?
Daniel Campione
En estos días las más variadas áreas del poder sufren
los embates de 'escraches' y cacerolazos, se pide la vuelta a casa de todos
los políticos, la renuncia de la Corte Suprema, se 'cacerolea' a los
bancos diariamente, y se insulta a las privatizadas al tiempo que se exige su
re-estatización.
Sin embargo, cierto órgano del estado no ha despertado, hasta ahora,
repudios tan resonantes: La Policía Federal, la que del 20 de diciembre
en adelante no cesa de desplegar barbarie frente a la movilización, la
mayoría de las veces sin provocación previa ninguna. La lista
ya es larga: Los siete muertos del 20, los tres muchachos fusilados en el minimercado
de Floresta, , la tortura en plena calle de un muchacho con una picana portátil,
el recurso reiterado a gases lacrimógenos y balas de goma sin mediar
ningún hostigamiento previo, el virtual secuestro, aun no aclarado, de
dos jóvenes manifestantes en la represión de la noche del 25 de
enero...
Estos supuestos 'guardianes de la ley' no son tales, sino los tutores de un
concepto brutal del orden social: Reducir a silencio a los que protestan, a
costa de golpear, desgarrar la carne ajena, matar cuando es posible. La consigna
es que los movilizados regresen a sus casas, reducirlos a la pasividad, con
el terror como herramienta privilegiada.
Por añadidura, resulta ostensible que los federales gozan con
el uso de la fuerza bruta, sea con la prepotencia que da el uniforme, o protegidos
por el camouflage que otorga la ropa civil.
Goce, sí. Porque parece evidente que los policías (en especial
los que forman parte de la Guardia de Infantería, la Policía Montada
y demás grupos especiales), ven en el ejercicio de la violencia la culminación
del oficio para el que han sido formados, el despliegue de una épica
perversa, en cuyo fondo late el placer de atemorizar, forzar a la huida, golpear,
y en el límite matar, a gente desarmada. Es la lógica de una institución
que copia al ejército en sus comportamientos, doctrinas y rituales, pero
cuya mejor posibilidad de librar una 'guerra', es hacerla contra quiénes
se movilizan y protestan. Y por eso se los ve a menudo gritar eufóricos,
o reírse en el momento que reprimen. Corriendo en sus motos como imitando
alguna serie televisiva, o en grotescas galopadas sobre el asfalto de Diagonal
Norte o Avenida de Mayo en el centro de Buenos Aires, como el veinte de diciembre.
Todo con la alegría de quién parece haber encontrado aquello que
da sentido a su existencia.
En las actuales circunstancias, esas brutalidades resultan funcionales al poder:
Con sus acciones procuran intimidar al 'ciudadano pacífico' propenso
a creer en 'activistas infiltrados' y a quedarse en su casa sin movilizarse
ante la amenaza de disturbios; además, las persecuciones callejeras le
sirven de entrenamiento, de 'puesta en forma' para posibles represiones de mayor
escala y máxima violencia, el ambigüo 'baño de sangre' o
'enfrentamiento entre hermanos' sobre los que el presidente Duhalde y otros
funcionarios han alertado, en apenas velada amenaza.
El poder político, en tanto, actúa como el 'padrino´ (en el peor
y mafioso sentido del término) de la Federal, en tanto ordena reprimir
primero y niega después la orden, encubre a los responsables directos
y a los jefes de la violencia, crea clima de tensión y temor mediante
comunicados sobre posibles disturbios, inventa provocaciones previas a las que
la policía 'respondió' para explicar las violencias una vez producidas;
y en último caso, recurre a la teoría de los 'excesos' y los 'errores'
para disculpar lo injustificable. Esto último constituye la falsedad
mayor entre todas las argucias empleadas. La fuerza policial desarrolla el método
para el que ha sido entrenada, técnica y políticamente, y en general
no lo hace de modo espontáneo, sino respondiendo a directivas del poder
político, que no porque no sean públicas dejan de ser explícitas,
claras. Y En cuánto tienen oportunidad, los altos funcionarios civiles
destilan en sus mensajes, la ideología que da sustento a la brutalidad
policial: La denuncia ambigua de 'activistas' y 'grupos violentos', la apelación
a que de continuar el desorden puede haber 'guerra civil' o 'baño de
sangre', la exaltación de la institución policial aunque se admita
la crítica y la eventual sanción a algunos de sus hombres, presentados
como 'ovejas descarriadas'; el preconizar una acción 'preventiva' o 'disuasoria'
de las 'fuerzas del orden', mientras se deja vía libre para ejercer la
violencia; el aval explícito o apenas implícito a la judicialización
de la protesta social, con la multiplicación de encarcelamientos y procesos
a dirigentes y militantes sociales, reforzando así la idea reaccionaria
de que la lucha popular es una forma de delito.
Mayormente, no hay desbordes, ni inexperiencia, ni equivocaciones, sino acciones
voluntarias y conscientes, que, mas allá de yerros menores, producen
ni más ni menos que los resultados que buscan.
Es el Estado, en su máximo nivel, a través de un presupuesto votado
por el Poder Legislativo, el que provee la parafernalia de armamento antimotines,
con sus carros hidrantes, escopetas Itaka, carros de asalto, los caballos de
la Montada. Nada de eso tiene ninguna relación directa con prevenir o
combatir al delito o vigilar las calles para proteger la seguridad de las personas.
Su único destino es el respaldo a la autoridad estatal cuando a ésta
no le queda otro recurso que la pura fuerza, el ejercicio físico de la
violencia. Es una de las más ominosas formas del 'gasto político',
aunque a nadie se le ocurra denominarla así.
Y allí aparecen, en un lugar de recambio cada vez más cercano,
la Gendarmería y la Prefectura, ambas con mayor grado de militarización
y armamento más pesado que las fuerzas policiales, y con una experiencia
ya extensa, sobre todo la primera, en disparar contra cortes de ruta y movilizaciones
populares del interior del país. Y detrás quedan todavía
las fuerzas armadas, ulrima ratio para una nueva carga masiva, si la
rebelión popular se hiciera indomeñable.
Frente a esa amenaza latente, la investigación y juzgamiento de los asesinatos
del 20 de diciembre son buenos. Las denuncias y demandas de la CORREPI y otros
organismos, también. Pero se hace urgente que la movilización
popular señale con más fuerza y frecuencia no ya a los represores
individuales sino a la institución como tal, y a sus superiores políticos;
que multiplique los escraches a los ejecutores directos, y a los responsables
inmediatos e indirectos de tanta muerte y tanta herida. Que marque con su voz
y su presencia en las calles, que la barbarie y el crimen no sólo ya
no son 'gratuitos', sino que tienen un costo alto, y con tendencia a crecer.
Y eso no sólo en términos judiciales, sino en el campo estrictamente
político.
No hay un mejor antídoto para la escalada de la violencia estatal que
el claro mensaje de que no habrá posibilidad de hundirla en el silencio,
ni de impunidad para sus autores.
10/2/02