Y cual si fuera la espuma
De un anuncio de cerveza,
Una mafia me ha vendido ya
La forma de mi careta
Rockdrigo González
A lo largo de la historia, la relación causa-efecto siempre ha sido disfrazada por el discurso ideológico desarrollado desde el poder. Se trata de que los dominados nunca sepan qué es lo que verdaderamente hace que su presente sea como es, sin ninguna aparente posibilidad de poder ser de otra forma. Fuerzas naturales, dioses, antepasados, ayudaban a explicar el control del presente: siempre había algo que lo explicaba todo, aunque fuera imposible de probar, para hacerle ver al dominado que las cosas son como son y así tienen que ser. Cuando estas explicaciones no bastaban, una buena presión física, represión pues, completaba el cuadro.
El sistema capitalista no escapó a estas formas de ejercer el control. Nacido del despojo absoluto de los medios de producción de los productores directos, pronto tuvo que borrar el pasado inmediato, ocultar el origen de la acumulación privada y hacerle ver al trabajador que desde siempre, la mayoría, que no tiene nada más que su fuerza de trabajo, tenía que trabajar para otros pocos, que lo tienen todo. Si se esforzaban mucho, tal vez podían llegar algún día a ser también como los patrones, abrir su propio negocio y contratar a otros para que trabajaran para ellos. Que de cientos de millones de seres humanos, sólo unos cuantos logren tan loable fin poco importa, la posibilidad está dada y por lo tanto el capitalismo se jacta de ser un sistema justo, igualitario, con iguales posibilidades para todos.
Así, año tras año, siglo tras siglo, fue metiéndonos en la cabeza que la riqueza privada tiene su origen en el trabajo individual honesto, nada que ver el trabajo no remunerado y la apropiación privada de la producción socialmente generada; o que el subdesarollo tenía que ver más con la corrupción y la indolencia de los "pueblos atrasados", que con un orden mundial impuesto por la fuerza, basado en la injusta distribución del trabajo, el saqueo de los recursos naturales, la imposición de mercados, etcétera. Nuevas fuerzas mágicas -en tanto que nadie se puede explicar como funcionan, y sin embargo se usan para justificar cualquier cosa que pase- aparecieron desplazando a los antiguos dioses: el libre mercado, el dinero, la propiedad privada.
La justificación del mundo económico está pues desarrollada y perfectamente engrasada. Cada año se entrega un premio millonario a quien nos aleje un poco más de los elementos teóricos que nos ayuden a entender cómo funciona el capitalismo; cada año se cierra un curso más de economía política en cualquier universidad del planeta; a cada rato un político más miente sin rubor ante las cámaras de televisión, cuando explica que la actual recesión es un bien divino para probar nuestra paciencia frente a los dioses del mercado. En la calle, nos queda muy claro que cada vez más estamos peor, más pobres, aunque ya ni siquiera valga la pena preguntarnos porqué. No tenemos tampoco elementos para entenderlo, más allá de que los políticos son unos rateros, por eso hay que cambiarlos de vez en cuando, cuando se puede, y traer a otros, a ver si hay suerte de que sean menos rateros. El mundo ideal de la democracia capitalista pues.
Pero no basta con ocultar el origen de la ganancia privada capitalista, es necesario que nada se entienda, para que así nada se pueda cambiar. Por eso, dentro del caos generalizado que propaga el neoliberalismo a nivel mundial, algo parece coherente: su discurso ideológico. La economía puede mostrar signos desastrosos; los pobres son cada vez más pobres; en las guerras son cada vez más las bajas civiles que las militares; los recursos naturales se acaban; la contaminación crece tanto que está volviendo loca a la mismísima estratósfera, que a su vez genera que el niño y la niña vuelvan locos a océanos, costas y costeños; y sin embargo el discurso neoliberal nos habla de que éste es el mejor de los mundos posibles. Y además el único que puede ser, pues la historia ha demostrado, dicen, que no hay posibilidad de cambio, más que para peor. Así, el desorden mundial tiene un discurso de estabilidad y conformismo.
Discurso que tiene también sus justificaciones y repercusiones dentro del mundo de la política y lo social. Citando a John Berger: "El siguiente paso es rechazar todo el discurso de la tiranía. Sus términos son una mierda. En sus pronunciamientos interminablemente repetitivos, en sus anuncios, en sus conferencias de prensa y en sus amenazas, los términos recurrentes son: democracia, justicia, derechos humanos, terrorismo. En el contexto cada una de estas palabras significa lo opuesto de lo que alguna vez significaron. Han traficado con cada una de ellas y las convirtieron en lenguaje cifrado de pandillas, le fueron robadas a la humanidad… El mecanismo político de la nueva tiranía -aun cuando requiera de tecnología muy sofisticada para funcionar- es bastante simple. Usurpar las palabras democracia, libertad, etcétera. Imponer las nuevas formas de obtener dividendos y un caos económico por todos lados -no importan los desastres. Asegurar que las fronteras tengan un solo sentido: abiertas para la tiranía, cerradas para los demás. Y eliminar toda oposición llamándole terrorista." (John Berger, aparecido en La Jornada)
Si todo se vende y se compra, las conciencias, los programas políticos, los principios, el mundo y la representación que de él tenemos no podían quedar fuera de la compra-venta. Ya no hay valores éticos, sino "realidades", ya que para el capital es lo mismo decir realidad que decir mentiras únicas. Lo que antes valía para un bien común, es ahora romanticismo estéril, cuando no utopía o simplemente estupidez y pensamiento de desadaptados. Las palabras, como representación del mundo que vivimos, no podían escapar a esta ilógica.
Las palabras son acotadas por el mundo de "lo posible" y por lo tanto reducidas a los márgenes que el control desea, que el poder dispone para los subordinados. Democracia es pues competencia electoral, justicia un final feliz para la película de moda, libertad el poder envidiar a quienes tienen lo que nosotros jamás podremos comprar con nuestro salario. Los significados reflejan el mundo "real", basta de sueños. La política de lo posible va ligada a la democracia posible, a la libertad posible, a la justicia posible. El ser humano tiene que pensar en lo posible, es decir, en la inmovilidad e invulnerabilidad del sistema; las cosas son como son y nada puedo hacer para cambiarlas. Seamos enanos mentales. Si las palabras adquieren esperanza, es decir futuro, pueden llevar a la acción con esperanza, es decir, por el cambio.
Por eso hay que quitarles sus aristas más filosas a las palabras, mientras se intenta, desde el discurso, limárselas también al neoliberalismo. Que esto lo haga quien controla o vive del poder es explicable; que lo haga quien se dice oposición y hasta izquierda, es, más que cinismo, complicidad. ¿Ejemplos? Seguramente todos recuerdan ese primero de enero del 94, cuando desde las montañas del sureste mexicano surgió un ¡Ya Basta! que removió la conciencia, no sólo en México sino en varias partes del mundo. Ese ¡Ya Basta! fue demoledor para la clase política en su conjunto porque venía respaldado con la vida y la sangre de miles de indígenas, no porque fuera una ocurrencia literaria. En contraste, veamos a la izquierda partidaria mexicana realizando una consulta por "las prioridades nacionales" -prioridades que por otra parte decidieron unos cuantos desde la capital- y acompañándola por la consigna Ya Basta, nada más que agregándole un lastimero "¿no?". Miren la frase completa: Consulta por las prioridades nacionales, ya basta ¿no?. Lógico pues que ese ya basta no lograra conmover ni siquiera a la mayoría de los miembros del partido u organizaciones no gubernamentales participantes, mucho menos preocupar a la clase política en su conjunto y no digamos al poder. Con contestarles no, punto y aparte, se acabó el reto. Y eso sin decir nada sobre la práctica atrás de las palabras. ¿Que plantean ante la segura respuesta NO desde el poder? Que esperemos pacientemente al siguiente periodo de sesiones del Congreso, para que los legisladores defiendan gallardamente las "prioridades nacionales" -seguramente, de la misma manera como defendieron los Acuerdos de San Andrés (cambiando todo su sentido) o la Convención Interamericana contra la Desaparición Forzada de Personas (poniéndole dos cláusulas que otorgan impunidad a los represores). Sí, como no.
Así, al igual que hace al reducir la práctica política exclusivamente al campo de lo electoral, la clase política ayuda al poder generando confusión con la usurpación de las palabras, acotando sus significados a lo deseable por el poder mismo. No hay que dar opciones, éstas están delimitadas por el poder de compra, no por el deseo emancipador. Hablemos así por ejemplo del eslogan del gobierno de la ciudad de México: la ciudad de la esperanza, y comparémoslo una vez más con lo que millones sentimos desde aquel primero de enero del 94 con el levantamiento zapatista, por poner una fecha clara. Esa era, es, la esperanza de transformar al mundo con la participación de todos, de construirlo con libertad, democracia y justicia, como un mundo donde quepan todos los mundos. ¿Cuál es la esperanza concreta que nos ofrece el gobierno de la ciudad de México? ¿la de Giuliani y su cero tolerancia pagada por los empresarios, es decir, limpiar la calle de indeseables, por su nula capacidad adquisitiva, mientras las grandes mafias siguen tan campantes? ¿la de encuestar por teléfono si queremos más obras viales? ¿la que reduce el futuro a recibir vales y pesos otorgados desde las estructuras clientelares del Estado? Es la esperanza acotada, gris y triste de las pensiones y tortibonos, azul y fría de los controles policíacos, impersonal de las encuestas que sirven para ratificar decisiones ya tomadas. No es esperanza pues, es un eslogan publicitario, una envoltura para el engaño, una camisa de fuerza para la acción independiente y decidida por reconquistar los espacios públicos perdidos, la toma de decisiones colectivas siempre usurpada.
O qué me dicen del lenguaje empleado por el gobierno de Chiapas, que utiliza sin rubor alguno la palabra dignidad en desplegados pagados, dirigidos a culpar a las víctimas, tapar a los culpables y engañar a los lectores. O que a la guerra sucia que siguen llevando adelante los grupos paramilitares, el ejército federal y los distintos cuerpos represivos estatales y federales, se le llame, desde un foro gubernamental, ausencia de paz. ¿Hay alguna diferencia entre esta simulación del lenguaje y la que utilizaban las autoridades estatales de sexenios pasados, encargados en éste de la seguridad, cuando al referirse a la guerra contrainsurgente utilizaban las palabras "conflictos intercomunitarios"?
¿Qué puede restituir el verdadero significado de las palabras, el darle valor al discurso ligado a la acción política?: la autoridad moral de quien las dice. Poco vale lo que se diga, lo importante es la acción que lo respalde. Por eso mismo, no estamos perdidos ante la confusión reinante, tenemos una fórmula muy sencilla para saber si las palabras están siendo usadas para controlar o en su sentido generador de esperanzas, y por lo tanto de rebeldía: veamos qué está haciendo en realidad quien las está diciendo. No sólo desde dónde las dice, para que no se nos acuse de simplificar la acción política, sino con qué actos las está respaldando, si tiene autoridad moral o no para utilizarlas. Así, sonarán muy distinto las palabras: democracia, libertad, justicia, esperanza, pronunciadas desde la clase política, que desde las compañeras y compañeros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Como bien dice, citándolo una vez más, Berger: "Toda forma de confrontar a la tiranía es comprensible. Dialogar con ella es imposible. Para vivir y morir debidamente, las cosas han de nombrarse debidamente. Reclamemos nuestras palabras".