Rebelión "Todo el que se consagre a propagar y defender, en América Latina contemporánea, un ideal desinteresado del espíritu - arte, ciencia, moral, sinceridad religiosa, política de ideas - debe educar su voluntad en el culto perseverante del porvenir”
José Enrique Rodó
Toda crisis económica, particularmente las que tienden a desarticular la sociedad, generan o se desenvuelven en el marco de sensibles crisis de valores. Toda crisis de valores estimula la regeneración de la conciencia y el pensamiento crítico. Los paradigmas del orden socioeconómico y político que resultan cuestionados por el impacto de crisis económicas estructurales, se resquebrajan para así señalizar los alertas que el instinto de conservación social ha de asimilar, en aras del restablecimiento de la coherencia de los sistemas de valores desvertebrados. Esta capacidad o incapacidad de la sociedad estará marcando los renaceres de nuevos paradigmas o la cronicidad insana de los que han sido devaluados por la realidad. El agotamiento de los modelos de desarrollo en países como la Argentina y Uruguay marca el fin de un paradigma de progreso en el contexto latinoamericano, razón por la cual la negación que la realidad ha hecho del mismo expresa más que una crisis puramente económica. La quiebra de los modelos no es transparentemente explicable a partir de las categorías del entendimiento tecnocrático. A diferencia de los esquemas de profunda exclusión económica de la mayoría del resto de los países latinoamericanos, los modelos de desarrollo argentino y uruguayo lograron desenvolver patrones socioeconómicos sin pronunciados desequilibrios en la distribución de la renta. Los servicios básicos de salud y educación amén de cubrir el universo mayoritario de la población, se caracterizaron por apreciables niveles cualitativos. Los regímenes de democracia representativa y multipartidismo político presentaban tales cartas de legitimidad. El balance positivo resultante del paradigma inducía el consenso social que alimentaba la ética del sistema de valores en los que se auto reconocían ambas sociedades. La sensación de estado de bienestar hacia el seno de las sociedades uruguaya y argentina, sin embargo, no ha podido evitar su desfase con el debilitamiento institucional que en ambos modelos han venido acrecentado las paulatinas pero perceptibles dificultades económicas a través del último medio siglo. El rompimiento del orden institucional y los embates destructivos de las dictaduras militares que aquejaron dichos países no pueden dejar de interpretarse como el reflejo de profundas tensiones sociales, que los sistemas políticos resultaron incapaces de encausar por vías democráticas. El impacto negativo de tales eventos en el equilibrio posterior de las relaciones sociales, ha venido restando consensos, hasta el presente, en torno al problema de la eficiencia política de ambos estados.
La disnea de las economías, provocada por la ralentización de los ritmos de crecimiento avanzados los años ochenta y noventa, no ha podido más que incidir visiblemente en el deterioro de los patrones de equilibrio social alcanzados. La crisis de la deuda externa que en 1981 envuelve las economías latinoamericanas devela, también en Argentina y Uruguay, las insuficiencias estructurales de los modelos socioeconómicos. Los cuales no han podido durante todo el decenio de los 80 sustentar los ritmos de crecimiento ni apalancar los niveles de desenvolvimiento social. En tales circunstancias un hecho peculiar llama la atención. El proceso de deterioro de las economías resquebraja los patrones de consumo y bienestar social, pero no evita las tendencias a la concentración del capital, a costa de la eficiencia estructural de los sistemas económicos.
Entrado el decenio de los años 90 las sociedades argentina y uruguaya se encuentran inmersas en visibles procesos de transformación de sus sistemas de valores sociales. La importancia de la equidad social como un factor de coherencia de los modelos y uno de sus valores intrínsicos a ser no sólo resguardados sino desarrollados, pierde fuerza ante la preferencia que el sistema político hace del homo economicus. No es una elección natural sino inducida por la reacción conservadora del sistema ante la amenaza total del paradigma en que se sustenta.
La defensa a ultranza de todo paradigma socioeconómico responde, más allá de factores inerciales, a una determinada correlación de fuerzas e intereses económicos y políticos. Los cuales se alinean según sean los beneficios particulares presentes y las expectativas sectoriales vislumbradas. La capacidad reguladora de las estructuras institucionales del estado se ve socavada por la retroalimentación de ambos factores, en un escenario de crecientes dificultades económicas endógenas pero también externas. La corrosión de los sistemas de valores sociales existentes abre camino para el ascenso de fenómenos socio políticos patológicos que inciden directamente en la alienación de la propia naturaleza del estado. El reflejo fehaciente de ello está en la expresiva aberración de la corrupción político administrativa que, tanto en Argentina como en Uruguay, ha venido diezmando la credibilidad y la gobernabilidad de los modelos. La situación se refuerza dentro de un cuadro de estagnación o magro desempeño económico, que arrastra consigo cada vez mayores niveles de desempleo y marginación social.
La falencia del paradigma de desarrollo pone al descubierto la incapacidad de los sistemas políticos para identificar las causas sistémicas de las crisis y definir las estrategias adecuadas para su superación. Las reacciones se reducen a tácticas paliatorias que, a falta de ideario y concepciones propias, terminan por importar un recetario de soluciones disociadas de las esencias internas de las crisis. Las causas más profundas de la incapacidad de las fuerzas políticas gobernantes para producir los cambios estructurales necesarios en los modelos, y la debilidad de la sociedad civil para regenerar la sustancia del sistema político, no pueden verse fuera de una crisis interna de valores. Puesto que la inconsecuencia y la insuficiente voluntad política para, cuando menos, reivindicar las premisas básicas del paradigma de desarrollo en que las sociedades se han venido auto reconociendo, es lo que determina no ya la agudización de la crisis que se padece, sino el peligro de insolvencia del propio estado. Es así que los sistemas de democracia establecidos quedan profundamente cuestionados debido a un accionar político que intenta la imposición de un otro paradigma contaminado ya de fábrica, por su claro signo excluyente. Mientras que las fuerzas políticas gobernantes en Argentina abrazan el modelo advenedizo de manera cuasi irracional, en Uruguay es dosificada su introducción, habida cuenta de la diferencia en tiempo e intensidad de las respectivas crisis económicas.
La crisis terminal del paradigma de desarrollo no es repentina. Se viene gestando desde los propios años 50 cuando todo parecía favorecer las opciones de desarrollo asumidas. Puesto que América Latina viene, ya desde mucho antes, desenvolviéndose en la órbita de un ideario sociocultural auto excluyente. Cuando los países europeos, enriquecidos y de economías prósperas, optan tempranamente por encausar decididos procesos integracionistas, conscientes sus elites de haberse agotado los ciclos de expansión "individualizada", las elites de las sociedades de Latinoamérica, empobrecidas y de economías subdesarrolladas, deciden por el camino del separatismo y los dividendos particularizados.
En países como Argentina y Uruguay – en dos escalas distintas de potencialidades y desarrollo –, habiéndose impulsado modelos de mayor coherencia económica y sociocultural, la fragilidad de coherencia socio política mediatiza la visión de largo plazo sobre el modelo de sociedad y estado al que consecuentemente se ha de tender. Los sistemas políticos se muestran ineficaces para identificar los derroteros y trasmitir de generación en generación, cual carrera de estafetas, el legado de continuidad y perfeccionamiento de la organización de la sociedad y del propio estado. La predominancia de una perspectiva economicista sobre el desarrollo social reduce a pasos agigantados las posibilidades de consolidación del estado-nación. A pesar de las sociedades de Argentina y Uruguay haberse estado auto reconociendo dentro del imaginario de civilización europea, el efecto hipnótico que sobre las elites políticas y económicas ha ejercido el modelo socioeconómico estadounidense, no ha dejado mucho espacio para las alternativas de pensamiento. La disociación política e intelectual de las elites, no sólo en los dos países en cuestión sino en el conjunto de América Latina, ha producido ya desde mediados de la primera mitad del siglo pasado, un fenómeno de indefensión político-cultural, cuyas consecuencias más tangibles se vienen a manifestar en la mediatización estructural de los modelos de desenvolvimiento socioeconómico. La audaz penetración de la economía estadounidense y de sus presupuestos ideológicos sesga marcadamente la capacidad de expansión y auto sustentación de las economías de los países latinoamericanos. Los difíciles procesos de interacción entre elites y sociedades que en Europa determinan que las primeras se conviertan en burguesía nacional, en América Latina conllevan a su transformación en burguesías cada vez más alienadas de lo nacional. No han escapado Argentina y Uruguay de la presencia de tales influjos.
La profunda crisis que ya en los años noventa toma cuenta sucesivamente de la economía argentina y uruguaya, hace mella, tal como la realidad demuestra, sobre la capacidad de reacción de los sistemas políticos. Las políticas de los gobiernos no responden a las exigencias de evolución de los modelos. La necesidad de rediseñar y asimilar un proyecto de desarrollo nacional sobre la base de la socialización democrática de los costos ineludibles, tropieza con la reticencia de los intereses financieros y productivos de mayor peso, así como con una relativamente baja tolerancia social.
Con la agudización de la crisis se pone de relieve que ambos modelos han venido estructurando sus economías restándole a la cultura del ahorro interno todo el protagonismo que le conceden a los flujos financieros externos. Los sistemas económicos, en cambio, no han sido capaces de convertir el capital foráneo que se ha atraído en suficiente capital productivo ni en efectiva capacidad tecnológica. Las políticas económicas no consiguen hacer administrables los adeudos, puesto que la naturaleza del endeudamiento externo y el retraimiento de las economías han dado paso a la espiral viciosa de una deuda recurrente. Pero los prestamistas que en los años ochenta pudieron inundar en libre albedrío con sus efervescentes excedentes las economías latinoamericanas, a sabiendas de su carácter más empresarial que nacional, en los noventa se han convertido en acreedores que sin misericordia exigen la aplicación de sus reglas de juego, como condición para la vuelta de los deudores a las mismas arcas.
En efecto, el endeudamiento externo resultante de la insolvencia de los modelos económicos que están siendo suplantados, constituye la atadura que facilita a los acreedores externos socorristas la imposición de las condiciones del nuevo "pacto". Está cocinado el caldo de cultivo para la implantación del ideario socioeconómico que propicia el golpe de gracia al paradigma cultivado. Lo ha venido a sustituir una ideología del desarrollo que da definitivamente al traste con el sistema de valores políticos y sociales pre existente. Es así que irrumpe - tanto en Argentina y Uruguay como en el resto de los países latinoamericanos - el modelo neoliberal que, desde el final de la era keynesiana, ha venido siendo cultivado con paciencia de alquimista por la Sociedad de Mont Pelerin en su laboratorio de los Alpes Suizos1.
Después de una década de insistencia en el modelo neoliberal, la implosión de los modelos socioeconómicos argentino y uruguayo pone de relieve varios hechos relevantes:
Los sistemas de gobierno aupados por ambos estados se han mostrado incapaces para preservar los niveles de desarrollo social que se habían logrado en ambos países. Más aún, la depauperación social provocada por los mismos alcanza a todos los sectores de la sociedad y empobrece dramáticamente a los actores sociales más vulnerables, hasta el punto de la desesperación existencial en la Argentina y el sensible abatimiento del tejido social en Uruguay. Los estados no sólo han sido ineficaces en la administración de las crisis, sino que han coadyuvado a la prevalencia ideológica y práctica de modelos socialmente depredadores. La propia esencia de la democracia y su prerrogativa de justicia social han sido negadas por los sistemas políticos.
Los sistemas políticos no han sido capaces de canalizar creativamente ni las aspiraciones de renovación democrática ni las energías sociales de los respectivos pueblos. Las crisis de valores sociales y políticos hacia el seno de las sociedades y las clases políticas develan de manera singular el déficit ético que acompaña el divorcio entre sociedad solidaria y régimen político.
La preferencia de los gobiernos por modelos económicos, cuyos fundamentos jerarquizan el rendimiento financiero de los activos en detrimento de la economía real (la producción y el empleo), atenta directamente contra la esencia socio política del estado-nacional democrático y, por consiguiente, cuestiona la legitimidad de los regímenes políticos establecidos. El supuesto de contrapartida dialéctica que yace en el fondo de la concepción de democracia política multipartidista, ha sido puesto en tela de juicio. La disfuncionalidad del sistema político, tanto en Argentina como Uruguay, queda evidenciada cuando gobierno y oposición se parapetan en polos opuestos, incapaces de articular de común acuerdo las soluciones que precisan los intereses nacionales y de la sociedad en su conjunto.
El carácter estructural de las crisis apunta hacia un problema medular. La recomposición de los modelos socioeconómicos pasa inevitablemente por el consecuente desarrollo de la democracia económica, como condición sine qua non de la democracia social y política. El principio de democracia económica presupone la real igualdad de oportunidades de los agentes sociales así como la preservación del principio de equidad en la distribución de la renta. Dentro de lo cual la socialización tanto de los dividendos como de los costos del desarrollo, se constituye en principio ético de los modos de la política, la gestión de los gobiernos y cualidad de la democracia.
La estabilización del crecimiento económico y su sustentación a largo plazo no será posible sin la reorientación estructural del patrón de acumulación de capital. El ahorro interno y la democratización y expansión de la economía real han de condicionar los cambios integrales de los modelos socioeconómicos, so pena de convertir en crónica la insuficiencia sistémica de los mismos.
Las tendencias mundiales hacia la concentración del capital productivo y comercial no dejan espacio para visiones de desarrollo fuera de una praxis política integracionista de naturaleza socioeconómica y cultural a nivel regional. Beneficios comparativos, cooperaciones complementares y ventajas competitivas encontrarían en un marco político integracionista las premisas estructuradas para el aumento de la capacidad de expansión de las economías.
Los desafíos a los que se enfrentan los modelos de desarrollo en Argentina y Uruguay están lejos de ser coyunturales. Se trata del replanteo socio cultural y político de la naturaleza de los modelos. La transformación cualitativa de la actual realidad requiere de ambas sociedades una proyección que se inserta dentro de la perspectiva de la refundación de los estados nacionales.
1 Ver, entre otros, los excelentes ensayos de José L. Friori en "60 licoes dos 90, una decada de neoliberalismo", Ed. Record, SJ-Sp, Brasil, 2001.