El pavor de las elites
Mientras las elites latinoamericanas y el imperio intentan retomar la
iniciativa para recuperar el terreno perdido, y los movimientos sociales se
mantienen activos en defensa de sus demandas, las izquierdas no aciertan a
encontrar una línea de actuación coherente.
Raúl Zibechi
La Fogata
Que las elites que dominan el mundo están dispuestas a conservar sus privilegios
aún a costa de realizar las acciones más brutales -incluyendo genocidios y
ecocidios - parece un lugar común que no necesita siquiera dedicarle una línea
de atención.
Que el imperio estadounidense pretende conservar su hegemonía mundial a
cualquier precio, incluso destruyendo naciones enteras mediante la intervención
militar abierta o a través de acciones solapadas, no representa ninguna novedad.
Que las elites locales latinoamericanas, que a lo largo de cinco siglos se
benefician sirviendo los intereses de las grandes potencias, están una vez más
dispuestas instalar dictaduras -de facto o constitucionales- para perpetuarse en
su lugar de dominio, no llama la atención a ningún activista o militante de la
izquierda política o del movimiento social.
Sí vale la pena dedicar análisis y estudios a comprender las nuevas formas que
adquiere la dominación y el control por parte de esas élites; los modos como van
variando sus formar de defender y ampliar sus poderes y privilegios; la manera
como aspiran a cambiar algo para que todo permanezca igual.
Estos días, se van perfilando en América Latina alineamientos de nuevo tipo y
acciones que tienden a revertir la cadena de derrotas que han venido sufriendo
el imperio y las elites nacionales. Desde la ofensiva de la derecha brasileña
hasta la movilización militar en Chiapas; desde las amenazas de un magnicidio
contra el presidente Hugo Chávez hasta los intentos por burlar una vez más la
voluntad popular en Bolivia, pasando por las amenazas de desembarcar tropas en
Paraguay (tan cerca de la convulsionada Bolivia y de la Triple Frontera). Las
elites vienen tomando nota de una situación que amenaza escaparse de sus manos
y, a caballo de la reciente gira de Condoleezza Rice por la región, parecen
estar intentando enderezar la situación.
Por abajo, se perfila la tendencia al "restablecimiento del orden", como señala
Adolfo Gilly. Se trata de doblegar a los movimientos, los verdaderos sujetos de
este comienzo de milenio, aquellos que han sido capaces desde comienzos de la
década de 1990, de modificar la relación de fuerzas en la región. En Venezuela,
Ecuador, Bolivia, Argentina y Perú han derribado presidentes y regímenes
represivos y corruptos; en todo el continente han conseguido deslegitimar el
modelo neoliberal, y allí donde se han instalado gobiernos progresistas o de
izquierda, ha sido por la movilización social.
Por arriba, se trata de disciplinar gobiernos y gobernantes, y donde no sea
posible se apuesta directamente al golpe de Estado o al magnidicio. No sólo
Venezuela está en la mira; también Bolivia y Ecuador son vigilados de cerca. No
apuestan, por ahora, al golpe duro y puro, sino apenas a un "golpe de mercado",
que ha sido el arma más utilizada desde que las dictaduras dieron paso a las "dictablandas",
como señala Eduardo Galeano.
Pero el problerma de fondo está en otro lugar. La actual ofensiva de las elites
para retomar la iniciativa en la región, desnuda la incapacidad de las
izquierdas para ser mínimamente consecuentes. Y éso sí merece atención, porque
si bien no podemos "cambiar" a las elites (son y serán siempre iguales a sí
mismas), podemos y debemos influir en el campo popular para aprender de los
errores, las vacilaciones y los falsos atajos.
Lula bajo fuego
Un buen banco de pruebas de esta estrategia es el gobierno de Luiz Inacio Lula
da Silva. Pero, ¿no se trata acaso de un gobierno que aplica una política
económica neoliberal? ¿Qué parte de su política molesta a las elites brasileñas
y mundiales?
En primer lugar, molesta la política exterior independiente del Brasil de Lula.
Es el principal contrapeso, político y militar, al unilateralismo de Washington
en la región. Brasil influyó, además, en la resolución de las crisis políticas
recientes en Ecuador y Bolivia. No es que su actitud en ambos casos sea
defendible por quienes adoptan el punto de vista de la autodeterminación de las
naciones y, ciertamente, su intervención no se realizó en sintonía con los
movimientos sociales de ambos países, sino defendiendo intereses nacionales
estrechos, y en concreto de sus empresas estatales o privadas. Sin embargo, la
presencia de Brasil molesta a la Casa Blanca que preferiría un terreno despejado
para operar a su antojo.
Brasil jugó un papel destacado en la actual parálisis del ALCA, es un freno al
intervencionismo en Venezuela y en Cuba, y realiza una política global que
fortalece los lazos Sur-Sur, tanto comerciales como políticos, diplomáticos y
militares. Aunque Brasil siempre tuvo una política internacional no
necesariamente alineada con Estados Unidos y la Unión Europea, con el gobierno
Lula ha ganado más autonomía y dinamismo.
En segundo lugar, se trata de amarrar al gobierno Lula a las políticas
neoliberales impidiendo cualquier viraje imprevisto. O bien crear un escenario
que haga imposible su reelección en 2006, o condicionarlo de tal manera que se
convierta en un fiel defensor del capital financiero. La reciente declaración de
más de cien organizaciones del movimiento social y sindical, la "Carta al pueblo
brasileño", hace una lectura lúcida de la situación al afirmar que "las élites
iniciaron, a través de los medios de comunicación, una campaña para desmoralizar
al gobierno y al Presidente Lula, apuntando a debilitarlo para derrumbarlo u
obligarlo a profundizar la actual política económica y las reformas
neoliberales, atendiendo los intereses del capital internacional".
En consecuencia, llaman a la población a movilizarse para "enfrentar la crisis
política y hacer prevalecer los principios democráticos" y exigen excluir del
gobierno a los sectores conservadores y construir "una nueva mayoría política y
social en torno a una plataforma anti-neoliberal".
Consultado sobre los próximos pasos del MST ante la crisis brasileña, Joao Pedro
Stédile fue claro: "Es el gobierno quien debe hacer la elección. Nosotros
continuaremos siendo autónomos y llevando adelante nuestra línea política.
Necesitamos siempre organizar y movilizar a los trabajadores. La única certeza
de que pueda haber cambios, en cualquier parte del mundo, en Brasil, en Uruguay,
en Argentina, en China, es si los trabajadores se organizan de forma
independiente, se movilizan y luchan por cambios. Nunca ningún gobierno dio nada
gratis".
Las dudas de la izquierda
Si el movimiento social ha optado por la movilización -sencillamente porque un
movimiento que no lo haga pierde sentido- la izquierda política, el PT, ha dado
un paso por lo menos curioso. Apenas renunció a su cargo de jefe del gabinete,
José Dirceu se comprometió a recorrer el país para movilizar a sus partidarios y
al movimiento social para garantizar la gobernabilidad de Lula. La misma
posición defendieron los principales dirigentes del PT.
Es cierto que sólo la movilización social puede alterar la relación de fuerzas.
No es un principio abstracto sino una lectura mínimamente realista de la
historia reciente de nuestro continente. Sin embargo, hasta ahora el gobierno y
el PT han hecho todo lo posible por desmovilizar a los movimientos y, por
cierto, han sido los promtores de una desmoralización creciente que sólo está
siendo parcialmente revertida por la movilización autónoma de esos movimientos.
Para que el llamado de Dircey y el PT a la movilización suene a algo más que un
manotazo de ahogado, debería ser precedido por una seria autocrítica. La crisis
actual desnuda el fracaso de una política de alianza con la derecha, con
dirigentes oportunistas y corruptos, con el único deseo de evitar que esa
derecha genere algún tipo de desestabilización.
Una lección de la historia reciente, y de los más de dos años de gobierno del PT,
es que la estrategia de aplacar a la derecha y al capital financiero a través de
concesiones, no hace más que envalentonarlos. Cada día piden más, hasta que se
sienten fuertes y amenazan con patear el tablero. Las elites se sienten cómodas
en un escenario de pactos, concesiones, nuevos pactos y nuevas concesiones. Por
el contrario, las bases de los movimientos responden a esa estrategia con la
apatía y el desinterés creciente en la organización y la política institucional.
El caso de Venezuela y, aunque diferente, el de Bolivia, son las dos mejores
enseñanzas que es posible sacar. Hugo Chávez no dejó nunca de apoyarse en la
población más pobre, en particular desde el fracasado golpe de Estado de abril
de 2002. Fue esa población la que frenó y revirtió el golpe, y fue esa misma
población la que hizo fracasar el paro petrolero para derribar a Chávez.
En Bolivia, los movimientos inundaron las calles en octubre de 2003 poniendo en
fuga a Gonzalo Sánchez de Lozada, y recientemente desbarataron de igual modo la
maniobra de la oligarquía de Santa Cruz para imponer un presidente afín a sus
intereses.
No se sale del neoliberalismo sin movilización social, sin romper con las elites
y con sectores de las clases medias, aún bajo el riesgo de la desestabilización.
Poner la fuerza social organizada al servicio sólo de gobernabilidad, como hacen
las izquierdas institucionales del continente, se ha convertido en sinónimo de
sumisión a los grupos dominantes. Las elites sólo escuchan, sólo entran en
razones, cuando ven las calles desbordadas de gente.