Raúl Zibechi
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La frágil gobernabilidad
Raúl Zibechi*
Los gobiernos latinoamericanos están sentados sobre un volcán. Por encima
de la aparente estabilidad, y aún de la imagen de fortaleza que trasmiten
algunos, la impresión es que basta un pequeño empujón para comenzar el
tránsito hacia la desestabilización y deslizarse cuesta abajo hacia el abismo.
El caso argentino, pese al exitoso canje de la deuda externa y al notable
apoyo popular del que goza Néstor Kirchner, que oscila entre el 60 y el 70%,
es quizá el más sintomático.
A comienzos de marzo se supo que la inflación acumulada en enero y febrero
había sido del 2,4%, lo que podría desbordar la tasa anual por encima del 10%.
Pero la canasta básica de alimentos creció el doble, el 5%. La inflación de
esos dos meses generó 188 mil nuevos pobres. Según la consultora Equis, si la
tendencia se mantiene a lo largo del año, habrá 2,4 millones de nuevos pobres,
que vendrían a sumarse a los quince millones de pobres existentes, que
representan el 40% de la población, el índice más bajo desde la debacle de
2001. Pero las cifras pueden ser engañosas. Casi el 10% de la población está
apenas por encima de la línea de pobreza, y un aumento mínimo de los precios
la volvería a hundir en la miseria.
De mantenerse la actual tendencia en el aumento de los precios, señala Artemio
López, de Equis, "se inaugurará un quinto ciclo de empobrecimiento que, a
diferencia de los ciclos anteriores, combinaría una tasa de desempleo estable
con achatamiento salarial, situación que redundará en un deterioro de los
ingresos hogareños y en particular de la canasta básica" (Clarín, 5 de marzo
de 2005). En síntesis, si el gobierno de Kichner no logra frenar en seco la
inflación, puede abrirse a corto plazo a una situación de crisis social
similar a la que condujo a la explosión del 19 y 29 de diciembre de 2001. Sólo
que ahora el incendio sería mucho más devastador, toda vez que los cortafuegos
–en especial la contención político-social que es la especialidad del
peronismo- presentan fisuras que los tornarían casi inservibles en situaciones
de emergencia. Un par de datos ilustran el mar de fondo social: la
desocupación en el cinturón de Buenos Aires trepa hasta el 15%, sin contar los
desocupados que reciben subsidios, y la mitad de los argentinos que trabajan
lo hacen en "negro", sin prestaciones sociales y con un salario que es la
mitad del que reciben los que tienen empleo formal. Y eso que la economía
crece al 9% anual desde 2003.
Ante este panorama, ciertamente explosivo, no puede llamar la atención la
reacción del presidente Kirchner, el 10 de marzo, llamando al boicot a las
petroleras Shell y Esso por haber aumentado los precios de los combustibles
apenas en un 3%. Es más fácil culpar de la inflación –y por lo tanto de la
pobreza- a una multinacional petrolera que al almacén de la esquina. A lo
largo de marzo, el gobierno impulsó acuerdos con los empresarios de varios
sectores de la alimentación para contener las alzas en los precios. Una medida
difícil de implementar, pero urgente e imprescindible para mantener la
gobernabilidad. La segunda prioridad es mantener los salarios comprimidos, lo
que provoca fisuras entre el gobierno y los sindicatos y aún dentro del
gabinete ministerial.
Pero lo anterior es apenas una llovizna respecto del temporal que se avecina.
Argentina enfrenta 34 demandas en el Ciadi (Centro Internacional de Arreglo de
Diferencias Relativas a Inversiones), ámbito judicial dependiente del Banco
Mundial, el 43% de todas las acciones presentadas por empresas multinacionales
en el mundo. Todas presentan el mismo guión: demandan al Estado argentino por
la caída de sus ingresos a raíz de la devaluación de enero de 2002 y la
congelación de tarifas que la siguió. Gas Natural Ban, subsidiaria de la
española Repsol, parece haber marcado el camino de sus pares: aceptó retirar
su demanda en el Ciadi a cambio de la autorización del Ministerio de Economía
de aumentar el 15% la tarifa del gas para usuarios industriales. En los
próximos meses la luz y el gas deberán subir entre el 20 y el 30%, si el
gobierno cumple los convenios firmados con las privatizadas. En todos los
casos la Casa Rosada forcejea para dejar fuera de los aumentos a los
consumidores familiares, sabiendo que la población no tolerará una escalada
que derrumbe nuevamente sus ingresos.
El actual gobierno argentino –hijo indirecto de la rebelión de diciembre de
2001- hace una lectura certera de la realidad. Aunque el movimiento social
atraviesa un profundo reflujo y está fragmentado, hay cosas que no podrán
volver atrás. En Argentina se instaló una nueva conciencia que supera la
antigua de los derechos: en vez de la exigencia al Estado a cambio de paz
social, los movimientos consiguieron una suerte de poder de veto, por el cual
ningún estamento –léase gobiernos pero también multinacionales, o
corporaciones como las fuerzas armadas o la policía- puede traspasar ciertos
límites sin poner en juego la gobernabilidad.
En gran medida, ese poder de veto consiste en un nuevo tapiz social tejido con
las hebras de la autoestima, que viene cobrando forma desde mediados de los
90. La organización social y política de los excluidos –piqueteros y
cartoneros, jóvenes y mujeres- no es flor de un día ni abarca sólo a los
desocupados. De ahora en más, habrá que contar con este nuevo sujeto. Apenas
Kirchner llamó al boicot, cientos de piqueteros tomaron las estaciones de
servicio de Shell y Esso provocándoles pérdidas millonarias. Y bloquearon por
momentos las plantas de producción de las petroleras. En cada situación de
crisis o de viraje político, los nuevos sujetos han jugado su papel,
imprimiendo su huella a cada coyuntura. La derecha argentina comparó a
Kirchner con Hugo Chávez, acusándolo de multiplicar los frentes de conflicto,
lo que demuestra, una vez más, que la derecha es ciega. ¿Alguien puede
imaginarse hasta dónde llegaría un nuevo estallido social, con este nuevo
movimiento social y político en escena? El equipo de Kirchner parece intuirlo.
Publicado en La Jornada, 1 de abril de 2005.