VOLVER A LA PAGINA  PRINCIPAL
Manuel Talens

El trono

MANUEL TALENS

Los cuentos de reinas y princesas suelen ser buen material para leer en verano. El que ahora le ofrezco a vuesa merced es real como la vida misma: real de realeza y de realidad.
Érase una vez una aldea medieval llamada Mirambel, sita en el bajo Aragón, en una zona encantada del país do florecen lugares maravillosos, a tres pasos de esa otra ciudad inolvidable que es Morella, en la Comunidad Valenciana. Mirambel está ubicada al pie de la montaña de San Cristóbal, junto al río Cantavieja. Quien todavía no la haya visitado y desee imaginarla no tiene más que leer La venta de Mirambel, novela donde el gran Pío Baroja nos dejó una descripción pormenorizada del lugar. Otra buena posibilidad de hacerse una idea de ella es navegando en internet. El cuentecillo que aquí voy a narrar ocurrió allí, pero es inédito, de tradición oral, de esos que corren de boca en boca como las calumnias o las historias de aparecidos, y sólo hoy se publica por primera vez en letra impresa. O al menos eso creo.
Hace unos años, ya en democracia, Mirambel fue renovada a golpe de subvenciones. Por una vez, el dinero se invirtió con señorío, pues no se malgastó en construir parques temáticos oligofrénicos de cartón piedra, a los que tan devotos son los homos zaplánidos de aquestos lares, sino en devolver su antiguo esplendor a un trozo de nuestro pasado. Y así, cuando el visitante abandona el automóvil, fuera de las murallas, y se adentra por solitarias calles empedradas que hacen pensar en Calixto y Melibea, viaja en el tiempo hacia un mundo que ya no existe y contempla palacios, conventos y caserones como lo hacían otrora los lugareños del ayer. El efecto es tan verídico que Mirambel mereció el premio Europa Nostra a la conservación del patrimonio. La encargada de entregarlo, en una solemne ceremonia, fue la reina de España y aquí comienza esta historia.
Un probo funcionario –nunca faltan por aquestas tierras– supo que la Reina es muy estricta en cuestión de higiene personal y no hace uso de cualquier retrete, como vuesa merced o como yo, que en nuestra villanía somos capaces de ponernos en cuclillas y con el culo al aire debajo de un olivo. Una reina, merced a Dios, es una reina, de manera que en las alturas presupuestarias decidieron construirle, sólo para ella, lo que hoy en Mirambel se denomina El váter de la Reina, un idílico lugar que invita a soñar y en el que, supongo yo, la excelsa cerámica de Manises está impregnada de perfumes embriagadores, capaces de diluir el olor intestinal –inoportuno, a pesar de su linaje–, y todo ello amenizado con música estereofónica de laúd para amortiguar las cantinelas que acompañan al descomer. Sí, caro lector, un váter digno de Su Majestad, como está mandado.
Llegó el día previsto, las autoridades esperaban impacientes y las cámaras de TV1 piafaban como caballos mecánicos, al acecho de la retransmisión. Apareció doña Sofía, repartió sonrisas, escuchó con estoicismo encantador los discursos pergeñados por un anónimo escribano y, cuando todo acabó, entre vítores de la plebe y bajo un sol de justicia, siguió camino, lejos de Mirambel, hacia otros actos oficiales... sin ni siquiera llegar a sentarse en aquel trono real que le habían preparado con tanto amor.
Lo que es la vida, pardiez.