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Rodolfo Walsh

Un oscuro día de Justicia

Este fue su último cuento, editado en vida de Walsh, en 1967. En un internado de irlandeses el alumno Collins es humillado por el celador Gielty. Collins pide ayuda a su tío Malcom, quien enfrenta al celador y lo deja jadeante en el suelo. Pero la pelea no había terminado:

cuando esta cosa tremenda sucedió, el corazón del pueblo empezó a arder en una ancha, arrasadora, omnipotente conflagración que sacudió toda la hilera de ventanas hamacándola de parte a parte, el amigo abrazando al enemigo, la autoridad festejando al hombre común, el individuo fundiéndose en sentimiento general mientras Collins era besado y el Gato refractario se retiraba a una segunda línea desde donde aún podía ver sin perjuicio de escapar.
Malcom, Malcom, se sintió confrontado con esta demostración, qué otra cosa podía hacer, qué habría hecho cualquiera sino abrir los brazos para recibirla y guardarla hasta su vieja y gloriosa edad, saludando a la derecha, y saludando a la izquierda y saludando especialmente al centro, donde vos estabas, mi querido sobrino Collins, por quien vine de tan lejos. Y esto refutaba acaso para siempre la pregunta que semanas más tarde formularía Geraghty: ¿qué necesidad tenía de saludar?
Entretanto hubo alguno que no quiso sobrevivir a una culminación, que experimentó ese instantáneo deseo de la muerte inseparable de la extrema dicha y cayó ocho metros desde una ventana agitándose en alegría sobre unos matorrales donde no murió. Se llamaba Cummings.
Allí acabó la felicidad, tan buena mientras duraba, tan parecida al pan, al vino y al amor. Recuperado Gielty sacudió al saludante Malcom con un mazazo al hígado, y mientras Malcom se doblaba tras una mueca de sorpresa y de dolor, el pueblo aprendió, y mientras Gielty lo arrastraba en la punta de sus puños como en los cuernos de un toro, el pueblo aprendió que estaba solo, y cuando los puñetazos que sonaban en la tarde abrieron una llaga incurable en la memoria, el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo, y después que las figuras se perdieron en los límites del parque, el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza, mientras un último golpe lanzaba al querido tío Malcom del otro lado de la cerca donde permaneció insensible y un héroe en la mitad del camino.
Entonces el celador Gielty volvió, y con la primera sombra de la noche en los ojos, miró una sola vez la hilera de caras majestuosamente calladas y de banderas muertas, se persignó y entró rápido.

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