El asesinato de 11 salteños
La masacre de
Palomitas
Considerada
una de las provincias más tranquilas del país durante el período
de la dictadura militar inaugurada por el general Jorge Rafael Videla el 24
de marzo de 1976, Salta fue escenario, sin embargo, de hechos luctuosos: secuestros
nocturnos, detenidos sin causa y una policía impía cuyos agentes
actuaban en la más absoluta de las impunidades, fueron moneda corriente
durante los primeros años del proceso aquí. Pero el más
aberrante de los sucesos de muerte que recuerde la historia de este territorio,
se escribió a partir de las primeras horas del seis de junio del tenebroso
año del golpe de estado: el coronel Alfredo Mulhall, comandante de la
guarnición local, ordenó el traslado de once ciudadanos que se
hallaban prisioneros en el penal de Villa las Rosas.
Ninguno de ellos había cometido otro delito que el pensar de manera opuesta
a los plagiarios del poder democrático. Todos fueron acribillados a balazos
-poco después- en la localidad de Palomitas, ubicada entre las ciudades
de General Güemes y Metán.
La dramática historia de los últimos momentos de estos cinco mujeres
y seis hombres, comenzó a escribirse en el despacho de Mulhall, quien
había sido -meses antes- el primer interventor militar del "nuevo orden".
Rubio, muy flaco, de rasgos angulosos, peinado a la brillantina y de ojos verdes
de mirada fría como el hielo, el oficial de caballería acostumbraba
a golpear rítmicamente sus botas con una fusta. Pero esa mañana,
los azotes a su calzado se hicieron más violentos que nunca. Pocos momentos
antes, había redactado una orden, que le fue entregada al director del
penal de Villa Las Rosas, Braulio Pérez, quien ejerció en el cargo
hasta que fue destituido por el gobierno democrático de Roberto Romero.
Pérez, abrió la misiva, que resultó ser una citación.
En ella, el comandante de la guarnición le reclamaba presentarse de inmediato
en sus oficinas, cosa que cumplió con rapidez.
Mulhall le informó que se haría un traslado de prisioneros y que
este iba a estar a cargo de personal militar.
A las 19.45 de ese día, un comando encabezado por un oficial con rango
de capitán de apellido Espeche, se presentó en el penal. Ninguno
llevaba identificaciones visibles de grado ni distintivos de naturaleza alguna.
Espeche le entregó una lista con los nombres de los detenidos que iban
a ser trasladados.
Pérez, presuroso, se aprestó a cumplir e intentó establecer
un diálogo con los comandos. Pero su amabilidad fue cortada en seco al
ordenársele que se realizara un dispositivo de seguridad especial: todo
el personal de guardiacárceles debería ser retirado de los pasillos
por donde se efectuaría la operación. Sólo deberían
quedar los indispensables.
Las órdenes fueron corroboradas posteriormente por la celadora Juana
Emilia de Gómez y el oficial del Servicio Penitenciario, Juan Carlos
Alzugaray, testigos involuntarios de los acontecimientos.
Los militares encargados de la operación, se comunicaban entre si a través
de "nombres de guerra". Jamás deslizaron apellidos o rangos -cual es
la metodología militar- en sus breves contactos verbales.
"Deben apagarse todas las luces del recinto, menos las del lugar donde están
los detenidos", ordenó el jefe del operativo. "Sólo podrán
quedar en sus puestos habituales los custodios de muro", añadió.
Pérez cumplió a la perfección: Villa Las Rosas quedó
en penumbras y sólo un grupo de guardicárceles munidos de linternas,
fue concentrado en una habitación contigua al despacho del director de
la institución. Caminando entre las sombras, retiraron de sus celdas
a los once infortunados, a los que se les ordenó llevarse sólo
lo puesto, detalle que los debe haber advertido del destino que les esperaba.
Las seis mujeres, que se encontraban con otras 19, fueron llamadas una a una:
"Celia Leonard de Avila, Amaru Luque de Usinger, Georgina Droz, Evangelina Botta,
María del Carmen Alonso de Fernández..."
Celia Leonard, había dado a luz en la cárcel y sostenía
en sus brazos a su bebé. Suspiró, besó por última
vez a su hijita y se la entregó a Norma Toro, otra de las detenidas que
no figuraba en la lista fatídica.
La misma operación se realizó inmediatamente después en
el sector masculino. "Benjamín Avila, Roberto Oglietti, José Póvolo,
Rodolfo Usinger, Roberto Sabransky...!
A más de 30 kilómetros del lugar donde se desarrollaban estos
acontecimientos, en la ruta provincial 34, entre Güemes y Salta, dos conductores
fueron interceptados por una supuesta patrulla de caminos. Uno de ellos, el
contador Héctor Mendilaharzu, iba al mando de un Torino. El otro, Martín
Julio González, que viajaba en compañía de un hermano,
lo hacía en una camioneta Ford F-100.
Sin sospechar nada extraño, ambos ciudadanos detuvieron su marcha, dispuestos
a someterse a un control más, que se habían hecho habituales en
las rutas argentinas desde el mismo momento en que Videla tomó por asalto
el poder. Quizás suspiraron y se prepararon para entregar sus relojes
y algo de dinero a los controladores, una suerte de peaje que también
se había transformado en usual por los caminos del país. Sin embargo,
fueron sorprendidos: los uniformados rodearon rápidamente los automotores,
los encañonaron con sus armas automáticas y los conminaron a bajarse.
Rápidamente, fueron atados, amordazados y trasladados a unos pajonales,
donde fueron abandonados no sin antes darles una completa, sorprendente y acabada
información del por qué de la acción: se identificaron
como integrantes del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y les explicaron
que precisaban las unidades para protagonizar un rescate de compañeros.
Al día siguiente, los automóviles fueron hallados en el paraje
Palomitas, sobre la ruta 34, a 25 kilómetros de Guemes: estaban marcados
por fuego cruzado y sus asientos presentaban manchas de sangre. Incluso, en
uno de ellos se hallaron restos de masa encefálica y parte de una falange.
En el lugar donde estaba la camioneta, habían muchas manchas de sangre
y cápsulas de balas servidas.
Un informe militar, se refirió al hecho como un "enfrentamiento con fuerzas
subversivas".
Investigaciones posteriores, determinaron que ninguno de los efectivos castrenses
que hipotéticamente fueron protagonistas del "combate", recibieron daño
alguno ni que los vehículos que utilizaron para el "traslado" fueron
alcanzados por impactos de bala. Tampoco recibieron heridas los autodeclarados
y verborrágicos miembros del ERP, que desaparecieron para siempre.
Los cadáveres de las víctimas, fueron apareciendo poco a poco
en diferentes lugares a raíz de denuncias de testigos que presenciaron
extraños enterramientos de cuerpos humanos traídos en bolsas en
cementerios de Salta, Jujuy y Tucumán.
Dos de los cuerpos no aparecieron jamás: los de Georgina Graciela Droz
y Evangelina Botta de Nicolai.
Las investigaciones que siguieron más tarde, determinaron que los cuerpos
hallados habían sido golpeados salvajemente y que todos presentaban impactos
de bala hechos de abajo hacia arriba.
Los certificados de defunción de algunos de ellos, como el caso de Celia
Leonard de Avila -que fue identificada en el documento errónamente como
Nora, que es el nombre de su hermana y que también se hallaba detenida
al momento de iniciarse el "traslado"- fueron expedidos por el misterioso médico
Quintín Orué.
Sin embargo, los registros profesionales de la República Argentina no
constataron la existencia de ningún médico lamado de esa manera.
Integrantes de la familia Leonard, se entrevistaron con el mencionado Orué
a objeto de la corrección del error en el certificado. El misterioso
galeno actuó con presteza: rompió el que poseían los deudos
y de inmediato confeccionó otro y se retiró de su presencia.
Jamás volvieron a tenerse noticias de él.
Más tarde, los Leonard, advirtieron que el certificado de defunción
se hallaba incompleto y en su desesperación entrevistaron al director
del Registro Civil de ese entonces, quien trató de "arreglar" los errores
comunicándose con las autoridades de la guarnición local. Pero
le taparon la boca de inmediato: "Se trata de un secreto militar", le respondieron
desde el ámbito castrense.
El acta fue guardada en un sobre lacrado junto al asiento hecho en registros.
Años más tarde, durante el juicio a los genocidas, el ex interventor
militar de Salta, Carlos Alberto Mulhall, impune de todos sus delitos a raíz
de la Ley de Punto Final, no mostró ningún signo de arrepentimiento
ante los jueces. Y no sólo eso: destacó que bajo su mando sus
subalternos se desempeñaron de "manera brillante y eficaz", aseverando
de sentirse "orgulloso y sin arrepentimiento alguno".