7 de septiembre de 2003
Entrevista con el escritor español Manuel Talens
El buen sentido de la prosa
¿Por qué el mundo anglosajón es más rico? ¿Son más listos los Williams, Ford o Smith que los Martínez, Atienza o García? Como la respuesta obvia es que no, habrá que buscar otra razón. Yo creo que esa razón es la cultura, pero entendida en este caso no como los conocimientos acumulados por una persona durante su vida, sino como la herencia consciente e inconsciente que le legaron sus antepasados, transmitida de generación en generación por esos genes culturales que el zoólogo Richard Dawkins denominó memes –los genes de la memoria– y que hacen que los "pueblos" se puedan individualizar a lo largo del tiempo.
Paso ya a continuación a ocuparme específicamente de tu pregunta. Quiero dejar claro que lo que voy a decir tiene carácter de opinión personal, nada más, sujeta a crítica por todo aquel que no esté de acuerdo. Asimismo, esta opinión mía no agota las múltiples posibilidades de respuesta. Yo creo que, en su origen, la enorme diferencia entre ambas culturas en lo relativo a éxitos librescos arrasadores y a novelistas que alcanzan el estrellato se debe a que el mundo hispano es de cultura católica y, el anglosajón, protestante. Los memes de la cultura católica –y recalco que no estoy hablando de religión ni de culto, sino de actitud ante la vida– transmiten un sentimiento de culpa relacionado con la gestión de los asuntos terrenales, pues el inconsciente de la persona de dicha cultura, incluso si es atea, agnóstica o no practica religión alguna, le repite constantemente las palabras del Evangelio de San Mateo: "¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?". Fue esa contradicción insoluble entre el deseo de prosperar, la norma represiva de Roma y la realidad de las riquezas que siempre acompañan al poder, lo que hizo surgir el protestantismo de Lutero, desviación doctrinaria que afirmó sin ambages que no hay nada de pecaminoso ni culpabilizador en la conquista del mundo terrenal. No olvidemos que el capitalismo moderno, con la industrialización, nació en Inglaterra –país protestante– y que ha sido su "hijo" –los Estados Unidos, país también en su mayoría protestante– quien lo ha llevado a las últimas consecuencias.
¿Qué tiene esto que ver con los bestsellers y los autores transformados en estrellas?
Es muy fácil: la lógica mercantilista del mundo no tiene empacho en convertir en producto vendible cualquier cosa –ya se trate de la madre o del sol que nos alumbra– y por eso a los Estados Unidos les va tan bien en ese aspecto. El estrellato, tal como lo conocemos hoy en día –con toda la parafernalia publicitaria acompañante, cuyos costos se recuperan luego junto con los beneficios de la operación y se deducen como pérdidas en la declaración de impuestos– es un refinado invento estadounidense. Se admita o no, todas esas estrellas esplendorosas, ya se trate de escritores, futbolistas, actores, cantantes, perfumes, libros, automóviles, películas o presidentes imperiales, son mercancías, productos de consumo –commodities, consumer goods– de una sociedad narcisista que sólo vive para adorar al Becerro de Oro. Truman Capote, en su vertiente de famoso, fue también una mercancía con un valor de cambio, sin que ello ponga en solfa su gran calidad de escritor. En el extremo opuesto, el de la seriedad y el rigor llevados al paroxismo, nos encontramos con otro novelista estadounidense, Thomas Pynchon, que se niega a que lo utilicen como producto comercial: nadie sabe dónde vive, quién es y, al parecer, sólo hay de él una foto que alguien le sacó por sorpresa en un supermercado. Pynchon es la excepción que confirma la regla.
En cambio la cultura hispana, la nuestra, por mucho que se haya descatolizado ya, conserva la ambivalencia pecaminosa ante las riquezas y su inconsciente sigue funcionando de acuerdo con el sentimiento de culpa, lo cual hace que pierda todas las batallas del éxito terrenal contra la cultura anglosajona, que es protestante. Si mi exposición es correcta, esto demostraría que los memes –al igual que los genes– no se reemplazan a voluntad. Cualquier persona puede cambiar de religión o de país, pero no de identidad ni de querencias. La corriente de uniformización del mundo –yo diría más bien de dysneificación– está haciendo que en unas pocas generaciones nuestros países adopten la ética luterana del comercio, pero el retraso acumulado es ya insalvable y, si algo no lo remedia y el planeta azul, en vez de un lugar apacible para vivir sigue siendo un inmenso mercado donde los ciudadanos son clientes, estaremos condenados a un papel subalterno hasta el final de los tiempos.
—Entonces, puesto que tú eres hispano, ¿tu ética es la de la cultura católica?
—No soy religioso ni creo en el más allá, pero, como acabo de decir, nadie es inmune al ambiente que lo rodea ni a su herencia cultural. La Biblia, con su Antiguo y Nuevo Testamentos, además de un conjunto de relatos extraordinarios, es el libro fundador de la cultura occidental, el que ha modelado nuestra manera de ser. Mi niñez coincidió con el nacionalcatolicismo del régimen franquista, que imponía la fe a base de tortazos. Luego, por supuesto, vino el movimiento pendular y buena parte de mi generación, tras haber crecido entre curas y monjas, abrazó el ateísmo. Mi novela La parábola de Carmen la Reina fue la manera particular con que expresé ese cambio, pues se trata de una Biblia invertida, blasfema, que utiliza una infinidad de referentes bíblicos –citas sacadas de contexto, personajes, paradigmas– para subvertirlos de manera rabelesiana y carnavalesca en el entorno de un minúsculo pueblecito de ficción, que denominé Artefa y que situé en las Alpujarras granadinas. Es una novela profundamente anticatólica, festiva, sensual, anticlerical, escatológica, terrenal, ajena a esa tristeza de la vida que Umberto Eco plasmó con tanto acierto en el personaje del benedictino Jorge de Burgos de su primer texto de ficción, El nombre de la rosa. Pero por muy anticatólica que sea, La parábola de Carmen la Reina sólo se puede entender en sus menores detalles si se pertenece a la cultura católica, de la misma manera que las novelas de Mordecai Ritchler, que arremeten contra el judaísmo rancio en que creció, sólo pueden entenderlas de verdad quienes pertenecen a la cultura judía. Mi ética, por lo tanto, está impregnada de catolicismo y mi inconsciente, supongo, no puede ser ajeno al sentimiento de culpa, qué le vamos a hacer. Como dicen los franceses, j’y suis pour rien.
—En una entrevista dijiste que te "gustan los libros que te machacan". Explícame un poco sobre esto.
—Es muy simple: por gusto personal y por formación considero que la literatura, o el arte en general, deben tener una finalidad, que no es otra que intentar la mejora del desastroso mundo en que vivimos. A nadie le amarga un dulce y, puestos a soñar, la humanidad siempre ha soñado con un lugar paradisíaco en el que todo fuese perfecto. El primer libro del Antiguo Testamento, el Génesis, muestra bien esto que digo. Su autor –o sus distintos autores– expresaron esa idea mítica con la ingeniosa metáfora del Jardín del Edén y la expulsión posterior de Adán y Eva. Fue justamente esa expulsión y la imposibilidad para el género humano de dar marcha atrás lo que, me parece, dio nacimiento al arte, como instrumento privilegiado para recrear la realidad y acercarla lo más posible a la imagen del paraíso perdido (y ello con independencia de que los paraísos no existen ni existieron nunca, pero ésa es otra historia). De ahí a considerar que en el mundo real, no en el de la ficción bíblica, el arte ha de ser un arma política va sólo un paso. Aclararé de inmediato que utilizo el término "política" en su sentido más noble, es decir, la búsqueda del buen funcionamiento de la polis, de la sociedad, de las relaciones entre gentes de bien, no los rifirrafes entre partidos de las democracias occidentales. Quizá pueda parecer muy presuntuoso, pero a mí el arte por el arte, la belleza fría y sin pasión humana, no me interesan en absoluto.
Tras esta premisa, te diré que el comentario que hice en aquella entrevista era una crítica implícita de toda esa literatura, apéndice del entretenimiento, que tanto vende hoy y que se ha dado en denominar de distintas maneras, light, kleenex, de leer y tirar, etc. Es, en pocas palabras, papel impreso que se consume para pasar el tiempo mientras se viaja en metro desde el hogar al trabajo o durante las vacaciones de verano, que no deja huella alguna y que se olvida tres minutos después de haberla consumido. Como no quiero que se me tome por elitista, añadiré que no tengo nada en contra de su existencia, pues cada uno debe leer lo que le apetezca, sino que simplemente a mí no me gusta. En cambio aprecio los libros que me dejan una huella, aquellos que, años después de haberlos leído, todavía evocan en mí las sensaciones que despertó su lectura, bien por la belleza estética con que pusieron el mundo patas por alto o porque machacaron alguna convicción absurda que yo hubiera podido tener hasta entonces y la sustituyeron por otra más noble; en suma, me gustan aquellos libros que buscan rehacer con palabras el Jardín del Edén y que, por eso mismo, cambiaron aspectos mi vida y la hicieron más rica al proveerme de alguna convicción, al indicarme un camino.
—¿Cómo ves la situación de la literatura latinoamericana en España y la española en América Latina? ¿Crees que hay simbiosis, divorcio o paralelismo entre ambas?
—Ya he respondido en parte a esta pregunta, pero me extenderé un poco más. Tradicionalmente, la industria editorial en lengua española tenía tres ejes: Barcelona-Madrid, el DF y Buenos Aires. Hubo un tiempo en que los autores españoles, la mayoría de ellos gente de izquierda y, por lo tanto, exilados a causa del franquismo, publicaban en América Latina. Yo recuerdo haber leído por primera vez, cuando era pequeño, muchos libros de aquellas preciosas ediciones de Losada, que entraban de contrabando en España. Dentro de lo que cabe, y si consideramos que la literatura no ha sido nunca algo mayoritario, había un buen contacto entre ambas orillas del Atlántico. Luego, en mi adolescencia, estalló el boom, que fue una hermosísima historia de amor entre España y América Latina y coincidió con el inicio del declive de la industria editorial latinoamericana. Con independencia de que el boom no fuera otra cosa que un montaje comercial del astuto editor catalán Carlos Barral, lo cierto es que sirvió para que a esta orilla del charco, y luego al mundo entero, llegasen autores deslumbrantes como García Márquez, Alejo Carpentier, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, José Donoso o Julio Cortázar, amén de que Borges fuese definitivamente consagrado aquí como el gran maestro que siempre fue e incluso entrase en el imaginario popular. El problema es que del deslumbramiento se pasó al cansancio, a causa del exceso. Últimamente ha sucedido algo parecido con los troveros cubanos: España se enamoró de los abueletes del Buena Vista Social Club que Ray Cooder sacó del olvido, pero se enamoró porque los Compay Segundo, Omara Portuondo o Ibrahim Ferrer son unos artistazos. Luego, en el impulso de la ola, empezó a llegar aquí un montón de chatarreros que no les llegan ni a la suela del zapato y la gente se ha hartado. Pues bien, lo mismo pasó con buena parte de lo que nos llegó después del boom, es decir, que mucho aprendiz de escritor se creyó que bastaba con echar a alguien a volar o con hacer que llovieran hormigas para ser un García Márquez, lo cual, por supuesto, era un error. Durante los años ochenta y principios de los noventa, salvo los ya consagrados, que son como nuestros, los autores latinoamericanos lo tuvieron muy difícil en España. Si a esto añadimos que la situación política y económica ha dado un vuelco en estas décadas y que a la industria editorial latinoamericana se la llevó el viento de la deuda externa y de la globalización neoliberal, mientras que al mismo tiempo España tuvo la fortuna de engancharse al carro de oro de la Unión Europea por la única razón de su emplazamiento geográfico, nos encontramos hoy con una hegemonía editorial española que pone a los autores latinoamericanos en total situación de dependencia. A mí me parece injusto, pero es así. Y como al mismo tiempo los autores españoles aprovecharon la casi desaparición de los latinoamericanos en nuestro mercado para hacerse un sitio, ahora a estos últimos les resulta muy difícil introducirse. Algunos lo han logrado, como Roberto Bolaño, Abilio Estévez o Jorge Volpi, lo cual está muy bien. En lo relativo a autores individuales, yo no conozco sus estadísticas de ventas y lecturas en España, y mucho menos en América Latina, pero creo que, sin hablar de divorcio, la coyuntura actual se podría calificar de distanciamiento relativo.
—Durante la guerra liderada por Estados Unidos contra Irak, se puede decir que tus artículos periodísticos "gritaron" tu oposición a la invasión. ¿Qué efecto te causó el hecho de que el gobierno español apoyara a Washington en su empresa bélica? ¿Crees que esa posición beneficie a España en el futuro?
—No invento nada si digo que la actual administración de los Estados Unidos se sacó de la manga esta guerra de agresión contra Irak por motivos puramente hegemónicos y para adueñarse del petróleo. Las razones aducidas, el terrorismo y las armas de destrucción masiva, eran la retórica justificativa acompañante. Todos los imperios hacen lo mismo, en vez de partir de la realidad para crear el discurso, parten del discurso para crear la realidad. El resto sólo consiste en repetirlo una y otra vez hasta que la gente lo asimile y lo crea a pie juntillas, lo cual resulta fácil cuando se controlan los medios de comunicación de masas y se amordazan las voces disidentes. Noam Chomsky, por citar un ejemplo paradigmático, jamás aparecerá en la CNN o en el New York Times, que lo ningunean sin reparos, por lo que sólo tiene acceso a los medios alternativos de internet y es más conocido en el exterior que en su propio país. Entretanto, el ciudadano ordinario, preocupado por su propia supervivencia, adicto a las imágenes traficadas que le llegan por televisión y, en general, carente de sentido crítico, suele tragarse sin rechistar la dosis de patrañas desinformadoras que Big Brother le suministra día tras día. Y así, de la misma manera que aún quedan ingenuos convencidos de que la corona española colonizó su parte de América para evangelizar y salvar almas, hoy sigue habiendo muchos que creen que el gobierno de Washington defiende la libertad, la democracia, los derechos humanos y la paz universal. Por fortuna, tanto dentro como fuera de ese gran páramo informativo que son los Estados Unidos, cada vez está más claro que se trata de una falacia siniestra y la contestación global que tuvo lugar antes y durante la guerra de Irak es un signo de que algo está cambiando entre las masas del planeta, que no son necesariamente la izquierda, sino gente de cualquier tendencia que está harta de la desfachatez imperial.
En tales circunstancias, la implicación del gobierno de España en esta guerra prefabricada me llenó de indignación, pues como español no me hace ninguna gracia que mi país se involucre en cambalaches fascistas, más propios de la mafia que de un gobierno que se dice democrático. El País, donde escribo, y la mayor parte de la prensa española, salvo la más reaccionaria, se pusieron abiertamente en contra y mostraron con ello el sentir del 93 % de los españoles, pero no hubo nada que hacer, Aznar siguió en sus trece y afirmó, muy ufano, que con él España jugará a partir de ahora en primera división. A mí, esa estrategia me recuerda la torpeza de las diferentes tribus mayas que le prestaron ayuda a Hernán Cortés en su guerra contra los aztecas y que, una vez ganada ésta, fueron sometidas a esclavitud por el conquistador extremeño. La historia, cuando no se estudia con sentido común para poner remedio a los errores, se repite siempre. Este hombre parece ignorar que los imperios no son amigos de nadie y sólo buscan sus propios intereses, si es necesario enfrentando a los adversarios entre sí, fabricando pruebas o utilizando el terror, como cuando en 1898 los estadounidenses hundieron su propio barco en la bahía de La Habana, el Maine, para echarle la culpa a España, declararle la guerra, derrotarla y ocupar su lugar. Y también parece ignorar que, si algún día dejasen de necesitarlo, a él o al gobierno español, le darán una patada en el trasero y buscarán otro socio. Lo han repetido tantas veces –Noriega, los talibanes, Sadam Husein y el propio Ben Laden fueron productos típicos a sueldo de la CIA antes de convertirse en enemigos– que ya nos tienen acostumbrados.
Hoy el daño está hecho y la complicidad con las veleidades del imperio significa un cambio radical en la política exterior de España, país que hasta ayer mismo era tradicionalmente amigo del mundo árabe y que, a partir de ahora, está alineado sin matices con el gendarme del mundo y con su correveidile en el Oriente Próximo, el estado de Israel, lo cual no es para sentirse orgullosos. Ya nada será igual. Además, como en política estas cosas funcionan según la máxima evangélica de que "el enemigo de mi amigo es mi enemigo", resulta que, de rebote, los aparatos institucionales del estado español están obligados a apoyar –bajo cuerda o a las claras– las continuas agresiones del gendarme en América Latina, ya se llamen ALCA o Plan Colombia o Proyecto Puebla-Panamá o nuevo golpe de estado en Venezuela o guerra sucia contra Cuba o contra los campesinos bolivianos si por casualidad su líder, Evo Morales, consiguiese más votos de la cuenta en las próximas elecciones del país andino.
Esto, observado superficialmente, parece cosa de locos y no han faltado en España quienes han dicho que Aznar es un canalla o está mal de la cabeza, lo cual es una conclusión tan simplista como la del presidente Bush al dividir el mundo en buenos y malos tras el 11 de septiembre. Puede que Aznar sea un canalla, ni lo sé ni me importa, pero desde luego no está loco y sus maniobras hay que analizarlas desde un punto de vista diferente, que no tiene nada que ver con la moral cristiana y sí con el materialismo histórico. Procedamos: ¿A qué intereses sirven tanto él como su partido y a quién beneficia la implicación española en esta guerra? ¿Al pueblo español? No. Aznar y su partido no sirven los intereses del pueblo español, que no deseaba la guerra y se la impusieron por la fuerza, con calzador. Aznar y su partido están al servicio y son la correa de transmisión de los auténticos dueños de España: la banca y la elite capitalista, y esta guerra, tanto a corto como a largo plazo, beneficiará únicamente a las compañías globalizadoras españolas –Iberia y Telefónica, las más conocidas, son sólo la punta del iceberg–, que ahora compiten en el ámbito mundial con la ventaja añadida que les presta el venir de un país cuyo gobierno se ha hincado de rodillas frente al emperador. Si se mira desde este ángulo, lo que parecía sinrazón, canallada o rompecabezas imposible de resolver, adquiere un nuevo sentido y todas las piezas encajan: se trata de un plan maquiavélico para poner el aparato estatal y económico de España a las órdenes del imperio –en nombre de la libertad, eso sí, pues el discurso moralizador es imprescindible con vistas a engañar a los incautos– y, en su estela, sacar ventaja de su neocolonialismo y de sus guerras de conquista. Y, para terminar, dado que la política de los Estados Unidos es y ha sido siempre cualquier cosa menos favorable a los pueblos latinoamericanos, la conclusión que me veo obligado a proclamar, trágica hasta las lágrimas, es que el gobierno de mi país, hoy, es enemigo de América Latina.
—Háblame un poco de tus ilusiones y frustraciones, tanto personales como profesionales.
—A mis años ya he aprendido que la mejor manera de avanzar es una dosis equilibrada de ilusiones y frustraciones. Las primeras sirven para seguir trabajando y las segundas para no dormirse en los laureles. En estos momentos una parte de mis ilusiones se encuentra en la novela que estoy escribiendo. Otra, en un libro francés que he empezado a traducir, Politiques du pardon, que trata de cómo escapar de la violencia de Estado y utiliza como casos de estudio los regímenes de Pinochet y Videla, la Sudáfrica del apartheid o la guerra de Argelia. Como verás, las cosas que me ilusionan están relacionadas con los libros y son bastante simples, pero me ayudan a aprender y a resolver las muchas dudas que me va planteando la vida. En cuanto a las personales, no creo que se diferencien de las de cualquier ciudadano medianamente preocupado por su familia y su entorno inmediato.
—Ya que lo has mencionado, otro de tus grandes intereses es la traducción. ¿Dónde crees que hay más posibilidades de mercado, en las traducciones del inglés al español o vice versa? ¿Has traducido a escritores estadounidenses o británicos al castellano?
—El mercado es una entelequia capitalista cuyo secreto desconozco, pero que, en cualquier caso, me produce desconfianza, porque sólo busca beneficios y es ajeno al bien común. No sabría decirte, por lo tanto, si las posibilidades son mayores en un sentido o en otro, pero sí puedo dejar bien claro que ese aspecto me interesa poco. La traducción en España está muy mal pagada y, para un bicho raro como yo, lo único que compensa este trabajo de hormiguita es la calidad de lo que se traduce. Tengo la suerte de trabajar para editoriales cuyo programa se aproxima mucho a mi ideología, de manera que las obras que me encargan suelen ser una delicia. En el fondo, cuando traduzco ni siquiera considero que esté trabajando, porque me encanta. Además, cuento con la ventaja de conocer muy bien el inglés y el francés, de manera que soy capaz de sacar adelante un gran volumen de trabajo en un tiempo relativamente corto.
Y, sí, claro que he traducido a estadounidenses y británicos. Ambos países cuentan con pensadores, ensayistas y narradores extraordinarios. Te citaré a los que más me impresionaron mientras vertía sus textos al castellano: en novela, Edith Wharton y Jim Grimsley; en ensayo, Donna Haraway, Hillel Schwartz, Edward Herman y Robert W. McChesney. Entre los británicos, el novelista de origen húngaro Tibor Fischer es interesante y los filósofos Christopher Norris y Gordon Graham también. De todos ellos, quizá el libro que más me satisfizo fue La cultura de la copia, de Hillel Schwartz, una auténtica joya.
—¿Qué te falta lograr como escritor?
—Ésa es una pregunta digna de un triunfador de Hollywood, lo cual no es mi caso. Entré en el mundillo de la literatura oficial con suficiente edad como para considerar los aspectos de la gloria con suspicacia. Por eso no me planteo mi trabajo de escritor como una meta en la que se logra algo, sino más bien como un camino, el camino del resto de mi vida. Me falta, si acaso, escribir esa novela que logre despertar en algún lector la fidelidad a unos ideales o el deseo de luchar –que es el argumento de mi relato "Art is a gun"–, incluso si, en la práctica, son poco eficaces. Soy un nihilista, pero un nihilista activo: escribo y milito para que quede constancia de que otro mundo es posible, aún a sabiendas de que yo no lo veré. Y me falta, por supuesto, llegar un día a ser Cervantes, Macedonio Fernández o Pierre Menard, es decir, ese sueño inalcanzable que sirve, más que nada, para mantenerlo a uno en la brecha.