1 de febrero del 2003
¿Tiene Blair idea del aspecto que tienen
las moscas que se alimentan de los cadáveres?
Robert Fisk
The Independent
Traducido para Rebelión por L.B.
En la carretera de Basora la cadena ITV se encontraba filmando a perros
salvajes que despedazaban los cadáveres de los muertos iraquíes.
Cada pocos segundos una bestia hambrienta desgarraba un brazo en descomposición
y se alejaba con él en el desierto delante de nosotros, arrastrando por
la arena los dedos inertes y los restos de una manga militar carbonizada que
sacudía el viento.
"Es para el archivo", me dijo el cámara. Por supuesto. La ITV nunca mostraría
esa filmación. Las cosas que vemos -la suciedad y la obscenidad de los
cadáveres- no puede ser mostrada. En primer lugar, porque no es "conveniente"
mostrar esa realidad en los programas de televisión que se emiten a la
hora del desayuno. En segundo lugar, porque si todo lo que vimos hubiera sido
mostrado en televisión nadie volvería a apoyar jamás una
guerra.
Naturalmente, eso fue en 1991. La llamaban "la autopista de la muerte" -en realidad,
había otra "autopista de la muerte" mucho peor 10 millas hacia el este,
cortesía de la aviación estadounidense y de la RAF, pero nadie
acudió a filmarla-, y la única fotografía real de los horrores
que presenciamos fue la fotografía del apergaminado soldado iraquí
que yacía carbonizado en su camión. Constituía una especie
de ilustración icónica porque cuando fue publicada reflejó
de forma efectiva lo que habíamos visto.
Para que las bajas iraquíes aparecieran en televisión durante
aquella Guerra del Golfo - hubo otra entre 1980 y 1988 y tenemos una tercera
en preparación-- era preciso que hubieran muerto con cuidado, que hubieran
caído románticamente sobre su espalda, con una mano cubriéndoles
el rostro destrozado. Como en esos cuadros de la I Guerra Mundial que representan
a los muertos británicos del Somme, los iraquíes tenían
que morir de forma benigna y sin heridas evidentes, sin ningún signo
de sordidez, sin el más mínimo rastro de mierda o de mocos o de
sangre coagulada, si querían aparecer en los informativos matinales.
Esa estratagema me saca de quicio. En Qana, en 1996, cuando los israelíes
bombardearon durante 17 minutos a los refugiados palestinos refugiados en el
recinto de la ONU y mataron a 106 civiles --más de la mitad de ellos
niños--, me crucé con una muchacha que llevaba en sus brazos a
un hombre de mediana edad. El hombre estaba muerto. "Mi padre, mi padre", gritaba
sin parar, meciéndole la cara. Uno de los brazos y una de las piernas
del hombre habían desaparecido -los israelíes emplearon bombas
de proximidad que amputan los miembros- pero cuando esa escena alcanzó
las pantallas de televisión en Europa y América la cámara
mostró solamente un primer plano de la muchacha y del rostro del hombre.
Las amputaciones no se vieron por ningún lado. La causa de la muerte
fue eliminada en nombre del buen gusto. Era como si el hombre hubiera muerto
de fatiga, como si simplemente hubiera apoyado su cabeza sobre el hombro de
su hija para morir en paz.
Hoy, cuando oigo las amenazas de George Bush contra Irak y las estridentes admoniciones
moralizantes de Tony Blair, me pregunto qué sabrán ellos de esa
terrible realidad. ¿Tiene George --que rehuyó servir a su país
en Vietnam-- alguna idea del olor que despiden esos cadáveres? ¿Tiene
Tony la más remota noción de cómo son las moscas, las enormes
moscardas que se alimentan de los muertos de Oriente Medio y se posan después
sobre nuestras caras o nuestras libretas? Los soldados sí lo saben. Recuerdo
a un oficial británico que pidió que le dejaran utilizar un teléfono
vía satélite de la BBC, justo después de la liberación
de Kuwait en 1991. Estaba hablando con su familia en Inglaterra y yo me detuve
a observarlo atentamente. "He visto algunas cosas terribles", dijo. Y luego
se derrumbó, estalló en sollozos y comenzó a temblar mientras
el teléfono colgaba de su mano sobre el equipo de transmisión.
¿Tuvo su familia la más mínima idea de lo que estaba hablando?
No lo habrían comprendido mirando la televisión.
Así es como podemos soportar la perspectiva de una guerra. Nuestra gloriosa
y patriótica población -aunque sólo un 20% de ella apoye
esta particular locura iraquí- ha sido resguardada de las realidades
de la muerte violenta. Pero me aturde el número de cartas que me llegan
procedentes de veteranos de la II Guerra Mundial, tanto hombres como mujeres,
con su inalienable recuerdo de miembros desgarrados y sufrimiento, manifestándose
unánimemente en contra de esta nueva guerra iraquí.
Recuerdo que vi una vez en Irán a un hombre herido que tenía un
pedazo de acero incrustado en el brazo y que aulló como un animal -que
es, por supuesto, lo que todos somos-antes de caer muerto; y al chico palestino
que simplemente se desplomó delante de mí cuando un soldado israelí
lo mató de un disparo de forma completamente deliberada, fría
y criminal por haber arrojado una piedra; y al israelí de cuyo estómago
salía la pata de una silla, en el exterior de la pizzería Sarro
de Jerusalén, después de que un hombre bomba palestino decidió
ejecutar a las familias que se encontraban en el interior del establecimiento;
y las pilas de cadáveres iraquíes de la batalla de Dezful durante
la guerra irano-iraquí --el hedor de sus cuerpos llegaba flotando hasta
nuestro helicóptero y provocó que se indispusieran los mullahs
que iban bordo; y el muchacho que me mostró el espeso y oscuro reguero
de sangre de su hija en las afueras de Argel, donde "islamistas" armados la
habían degollado.
Pero George Bush y Tony Blair y Dick Cheney y Jack Straw y todo el resto de
pequeños guerreros que nos están engatusando para que vayamos
a la guerra no tendrán necesidad de pensar en esas viles imágenes.
Para ellos se trata de una cuestión de ataques quirúrgicos, daños
colaterales y todos el resto de mendaces eufemismos de la guerra. Vamos a tener
una guerra justa, vamos a liberar al pueblo de Irak -matando a algunos de ellos,
obviamente-, vamos a darles democracia, vamos a proteger su riqueza petrolífera
y a organizar procesos por crímenes de guerra, vamos a ser perfectamente
morales y vamos a ver en la tele a nuestros "expertos" de defensa con sus sacos
terreros sin sangre y su sobrecogedora erudición sobre armas que cercenan
cabezas.
Ahora que lo pienso, me acuerdo de la cabeza de un refugiado albanés
cortada limpiamente cuando los estadounidenses, siempre accidentalmente, bombardearon
en 1999 un convoy de refugiados en Kosovo pensando que se trataba de una unidad
militar serbia. La cabeza del albanés yacía en la hierba crecida,
con su barba, sus ojos abiertos, cortada como por obra de un verdugo del tiempo
de los Tudor. Meses más tarde supe su nombre y hablé con la niña
que había recibido el impacto de la cabeza cortada durante el ataque
aéreo estadounidense y que la había depositado con reverencia
sobre la hierba, en el lugar donde yo la encontré. La OTAN, por supuesto,
no presentó sus excusas a la familia. Tampoco se disculpó ante
la niña. Nadie se excusa tras una guerra. Nadie admite la auténtica
realidad de la guerra. Nadie te muestra lo que nosotros vemos. Y así
es como nuestros líderes y dirigentes pueden seguir convenciéndonos
-todavía- para que vayamos a la guerra.
26 de enero del 2003