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Hambre
La falta de fondos para atender a los refugiados afganos
Juan Carlos Galindo, CCS
La preocupación de los gobiernos de todo el mundo por el destino de
la población afgana no va más allá de la retórica
fácil. El pasado 26 de septiembre la Oficina del Alto Comisionado de
Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) hizo un llamamiento a la "comunidad
internacional" para conseguir fondos. Según ACNUR se necesitan 252
millones de dólares para hacer frente a la situación inmediata
de los refugiados en el interior de Afganistán y en los países
vecinos. Por ahora ha recibido seis millones y medio de dólares. No
parece que vaya a recibir mucho más. Las cantidades necesarias son
insignificantes para los países ricos. Sin embargo, parece más
rentable invertir en la guerra. Sólo Estados Unidos ayudó, durante
la década de los ochenta, con más de 3.000 millones de dólares
a los muyahidín (guerreros sagrados) en su lucha contra la opresión
soviética. Hoy, gasta cientos de millones en preparar una acción
de castigo contra el régimen talibán.
Hay una gran diferencia entre la ayuda alimentaria a millones de personas
y los gastos de guerra: ésta, produce beneficios y al fin, eso es lo
que cuenta. Para unos y para otros. Y en medio las víctimas (del hambre
o del terrorismo o de la guerra), los de siempre: civiles, inocentes.
Cuatro millones de personas en Afganistán dependen del Programa Alimentario
Mundial de Naciones Unidas (PMA) para sobrevivir. Según la ONU, los
stocks de alimentos son suficientes para las tres próximas semanas.
Sin embargo el acceso a las zonas rurales (donde se encuentra la mayor parte
de la población que se beneficia de estas ayudas) no está garantizado.
Quinientos mil afganos tan sólo en la provincia de Fariab, norte del
país, se encuentran en serio peligro si no se garantiza la llegada
de alimentos. Más de la mitad de las 68.000 familias atendidas por
el programa alimentario de Cruz Roja en la provincia de Ghor han dejado de
recibir la ayuda. Millones de personas pueden morir de hambre. Afganistán
es una tierra poco productiva en la que la riqueza de sus fértiles
valles se ha perdido en veinte años de guerra. Los sistemas de regadío
están inutilizados y la tierra, descuidada, ha perdido sus propiedades.
La escasez de agua ha endurecido aún más las condiciones: en
2000 la cosecha se redujo a más de la mitad. La sequía afecta
a doce millones de personas. La población, siempre amenazada, ha perdido
su arraigo: existen un millón de refugiados sólo en el interior
de Afganistán. Cuatro millones en el extranjero. El país se
ha convertido en un enorme campo de refugiados.
Sólo un doce por ciento de la población tiene acceso al agua
potable. El resto depende de los camiones cisterna de Naciones Unidas y en
su ausencia se ven obligados a beber agua en pésimas condiciones. Consecuencias
inevitables: la muerte por diarrea es corriente entre los niños afganos.
Una cuarta parte no llega a los cinco años. Todo el que puede huye
(de los talibán, de la miseria, del hambre, de la guerra).
Con el fin de la Guerra Fría la población afgana vio como la
ayuda internacional se reducía drásticamente hasta llegar a
cantidades insignificantes. Excepto para la mafia local (generalmente en forma
de gobierno) que las acaparaba para su exclusivo beneficio. El caso de Afganistán
es paradigmático: en 2000, la ONU sólo recibió el 15
por ciento de lo que había solicitado a los países donantes.
La situación es crítica. No es nuevo, lo era mucho antes. La
amenaza de un ataque por parte de Estados Unidos sólo ha acentuado
la extrema dureza de la situación, ha acelerado un proceso inevitable.
Y aún queda el invierno. Las temperaturas pueden llegar, en algunas
zonas del país, a los 25 grados bajo cero. El pasado año, sólo
en el capo de Jalozai, murieron más de treinta personas por el frío.
Y eso con un millón de personas viviendo en tiendas de campaña
y otras miles, vagando, huyendo.
Son víctimas anónimas, errantes, sin lugar en el mundo de los
intereses geoestratégicos.
Juan Carlos Galindo es Periodista Centro de Colaboraciones
Solidarias