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Secuelas de la exclusión
Angel Guerra Cabrera
La Jornada
Por primera vez en su historia, Estados Unidos fue víctima el pasado
martes de un ataque en su territorio contra instituciones emblemáticas de
su poder y modo de vida. Imágenes dantescas de Nueva York y Washington transmitidas
por las televisoras anunciaban una masacre que merece el mayor de los repudios.
No existe argumento en el mundo que justifique privar de la vida a un solo
ser humano inocente.
La solidaridad con las víctimas y sus deudos es inherente a lo mejor de la
condición humana. Pero también lo es la reflexión sobre las causas de un hecho
tan atroz para impedir que se repita.
Hay oscuridad en cuanto a la autoría intelectual y los ejecutores de los atentados.
Se tiende a buscarlos en el mundo árabe e islámico, pero no es probable que
gobierno alguno de ese signo se arriesgue a enfrentar las duras represalias
que pueden esperarse de Washington. Los palestinos no tienen nada que ganar
y sí que perder con una acción como ésta, y sus organizaciones no poseen la
infraestructura necesaria para llevarla a cabo.
Aunque la participación de fundamentalistas islámicos sea una posibilidad
plausible, no debe descartarse la intervención en los atentados de grupos
dentro de Estados Unidos, donde existen crecientes sectores marginales y hechos
recientes demuestran que hay quienes no vacilan en hacer explotar edificios
públicos. Tampoco debe excluirse la manipulación de activistas por segmentos
del propio stablishment estadunidense interesados en agudizar las tensiones
-sobre todo en Medio Oriente- y en buscar salida a una crisis económica, ya
irreversible, al parecer, por la vía de reactivar la industria armamentista.
Paradójicamente, el saudiárabe Osama Bin Laden, señalado por fuentes estadunidenses
como casi seguro responsable de los hechos, se inició en el terrorismo -al
igual que los talibanes- de la mano de la CIA, con la que mantuvo estrechos
vínculos de colaboración.
Los blancos del ataque, las hoy destruidas Torres Gemelas del World Trade
Center y el edificio del Pentágono, han sido símbolos paradigmáticos de un
orden internacional imperialista que basa la preminencia y prosperidad de
un puñado de naciones en la explotación y el uso de la fuerza militar contra
las restantes. Como todas las instituciones del sistema estadunidense, ellas
han contribuido en las últimas décadas a hacer ese orden aún más injusto e
intolerable. Una globalización que aumenta en progresión geométrica el número
de pobres, impulsa una grosera e inédita concentración de la riqueza, impone
la ley de la selva en las relaciones internacionales y lleva a cabo una acción
depredadora del medio ambiente que amenaza gravemente la vida sobre el planeta.
Intervenciones en Granada, Panamá, Irak, Haití, Somalia, Afganistán y la ex
Yugoslavia, fomento de guerras étnicas en Africa, en los Balcanes y en Asia
Central, y reforzamiento del bloqueo a Cuba son saldos de la prepotencia imperial.
Añádanse los atropellos contra el pueblo palestino, de los cuales Estados
Unidos es el máximo responsable por su política de apoyo irrestricto a Israel.
Una situación llevada al paroxismo por el genocida Ariel Sharon en uno de
los mayores insultos contemporáneos a la humanidad, pero que a la vez constituye
una peligrosísima provocación contra árabes y musulmanes, acrecentada por
la connotación religiosa del conflicto palestino-israelí.
La creciente exclusión de las mayorías en el mundo, aunque amparada en la
retórica de la democracia y del libre mercado, favorece extraordinariamente
al surgimiento de las actitudes más extremas y que se obvie la política como
vía de expresión entre las enormes masas de marginados. Es allí donde la desesperación
alimenta actitudes que pueden llevar hasta insólitas acciones suicidas como
las de Nueva York y Washington.
La conducta bárbara e irresponsable del gobierno del presidente George W.
Bush ha venido a caldear un clima político mundial, que ya sus antecesores
habían envenenado en extremo. Negarse a acatar el Protocolo de Kyoto, la convención
sobre armas bacteriológicas, los tratados ABM y contra las pruebas nucleares,
así como insistir en la construcción del escudo espacial, es un curso de acción
delictivo e incendiario que sólo ha conseguido aislar más a Washington hasta
de sus propios aliados y concitar un rechazo internacional creciente. Reincidir
en el terrorismo de Estado sería el mayor disparate que podría cometer ahora.