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El Mundo
17 de septiembre del 2001
La enorme tragedia que suponen
los miles de empleados muertos o heridos como consecuencia de los ataques
suicidas contra el World Trade Center y el Pentágono evoca a los espectros
del miedo, la ira y la guerra. Mientras miles de ciudadanos de Estados Unidos
se ofrecen voluntarios para donar sangre o cooperar con los servicios médicos,
como actos de solidaridad para con las víctimas, el presidente Bush y el secretario
de Estado Colin Powell hablan de un "acto de guerra" y de "entablar
la guerra" contra unos, hasta ahora indeterminados, adversarios que se
presume, especulativamente, que pueden ser terroristas o estados árabes o
musulmanes.
La definición que han hecho Bush y Powell respecto a una situación de guerra
es, ciertamente, la más apropiada. El problema es que los actos violentos
de Nueva York y Washington no son el detonante de ninguna guerra (al modo
y manera de un "segundo Pearl Harbor") sino que, más bien, son la
continuación de una guerra que se viene manteniendo durante mucho tiempo en
el Oriente Medio, el Golfo y el Sur de Asia, entre Estados Unidos y sus aliados
por una parte, y las naciones y pueblos árabes de dichas regiones por otra.
Irak viene siendo sistemáticamente atacada por los bombarderos americanos
y británicos desde hace más de una década. Se puede decir, por lo tanto, que
la Guerra del Golfo nunca finalizó. Continua el apoyo indesmayable de Estados
Unidos al régimen israelí que sostiene una guerra contra los palestinos plena
de ataques israelíes por tierra y aire y de atentados suicidas por parte palestina.
En el sur de Asia y el norte de Africa, Estados Unidos se ha visto involucrado
en actos de guerra contra Afganistán, Libia y Sudán como prolongación de su
conflicto contra terroristas árabes o musulmanes.
La implicación de Estados Unidos en esta guerra siempre ha permanecido invisible
o, cuando menos, muy distante para la gran mayoría de la ciudadanía norteamericana
porque los escenarios donde se han producido estos hechos violentos están
demasiado lejanos, en el Oriente Medio o cualquier otro sitio igualmente distante.
Por equivocación o descuido, el primer ministro de Israel, Ariel Sharon, ha
sido muy explícito respecto a la interrelación existente entre estos conflictos,
al vincular la violenta guerra contra los palestinos con la violencia en Nueva
York y Washington.
La posible propagación de una guerra que afecte a Estados Unidos, al igual
que la amenaza de Washington de declarar la guerra a los estados que procuren
"paraísos seguros a los terroristas", ha puesto muy nerviosos a
los inversores. Los financieros de Wall Street temen que se produzca una venta
masiva de acciones y bonos, especialmente por parte de los inversores extranjeros,
además de una fuga de las inversiones en dólares en busca de otras alternativas
más seguras. La destrucción del World Trade Center, muy próximo a Wall Street,
aumenta la percepción entre los inversores de que el poder global de Estados
Unidos no sólo no es invencible sino que, también, resulta vulnerable ante
un ataque.
El atractivo de los valores y bonos norteamericanos siempre ha estado mucho
menos relacionado con su economía especulativa que con su imagen de baluarte
de la estabilidad. Una posible salida de inversiones extranjeras empujaría
la economía norteamericana a una recesión de gran calado y, según estiman
los economistas, se originaría una campaña en contra del dólar que debilitaría
sensiblemente la balanza de pagos de Estados Unidos.
La fragilidad del Nuevo Orden Mundial se manifiesta claramente en los intentos
de reforzar tanto las políticas de seguridad como las fuerzas militares dentro
de la OTAN, con la finalidad de proyectar una imagen de cohesión y fortaleza.
Aunque estos violentos ataques también tienen sus raíces en la reciente historia
de las guerras balcánicas y el bombardeo de Yugoslavia, además de las guerras
de Bosnia, Kosovo y Macedonia. La consolidación de un poder global y la conservación
de un imperio frente a sus adversarios no es precisamente una reunión para
tomar el té.
Como muchos historiadores han señalado, las guerras en el extranjero tienen
su propio camino de vuelta a casa. El científico político estadounidense Chalmers
Johnson, del partido conservador, habla de "contragolpe" o "efecto
boomerang" al referirse a que las propias fuerzas que Washington apoyaba
en tiempos (las de los fundamentalistas musulmanes frente a adversarios como
la Unión Soviética) se han convertido ahora en sus enemigos más violentos.
Si, como parece ser el caso, los extremistas musulmanes están implicados en
los violentos ataques de Nueva York y Washington, el Gobierno de Estados Unidos
debe asumir su responsabilidad: decenas de miles de fanáticos fueron financiados
en su violenta locura contra el secular régimen afgano, al que apoyaba la
Unión Soviética a finales de los años 70. Estados Unidos entrenó y pertrechó
a estos extremistas con la última tecnología armamentística, incluyendo misiles
guiados por calor (los llamados misiles de "ojo rojo").
A principios de los 90, el régimen musulmán de Bosnia, con el apoyo de Estados
Unidos, reclutó tropas islámicas en la guerra afgana para que participaran
en su conflicto con Serbia. En Kosovo y Macedonia, Estados Unidos, además
de suministrarle armamento, se alió con el Ejército de Liberación de Kosovo,
integrado por gran cantidad de veteranos islámicos, combatientes de esas otras
guerras extranjeras.
Los fanáticos islámicos a los que en tiempos alababa Washington calificándoles
de "luchadores de la libertad" son ahora "terroristas violentos"
que atacan a los Estados Unidos, dirigidos por su primer terrorista sospechoso,
Osama bin Laden, el mismo que en otros tiempos era apoyado por la CIA.
Washington ha creado un monstruo anticomunista que se ha vuelto ahora en contra
del amo que le pagaba.
Lo que estos terroristas islámicos han aprendido bien de sus mentores de la
CIA es cómo manejarse en el arte de la guerra de alta tecnología; y lo que
han asimilado de sus mentores religiosos es la voluntad decidida de sacrificar
sus propias vidas en aras de la guerra santa. Esta mortal combinación se ha
evidenciado claramente en Nueva York y Washington.
Desafortunadamente para la Humanidad, éste no va a ser el último episodio
en esta guerra entre extremismos. En lugar de guerra y su correspondiente
escalada, lo que debería haber es un tiempo de reflexión sobre las raíces
sociales y políticas del conflicto: un tiempo que sirva para el reconocimiento
de que el derecho de autodeterminación tiene prioridad sobre esas doctrinas
imperialistas trasnochadas propias de determinadas esferas de influencia y
sus deseos de fundar nuevas colonias.
James Petras es profesor de Etica Política
en la Universidad de Binghamton (Nueva York).