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No a la Guerra

Aporreando tambores de guerra

Por Gervasio Sánchez

Nunca los medios de comunicación norteamericanos habían aporreado los tambores de guerra con tanta unanimidad. El rigor y la moderación han desaparecido y la retórica belicista ha triunfado. Imagino que después del fin de la debacle bélica aparecerán las voces disonantes, los meas culpas y las autocríticas. Pero hoy sólo es posible afirmar que los medios de comunicación de Estados Unidos, especialmente las televisiones, han sucumbido a la más descarnada de las arbitrariedades: convertir al ciudadano estadounidense en un pelele de la manipulación y la propaganda.
La prensa norteamericana nunca ha sido ni justa, ni imparcial ni siquiera equilibrada. Sólo cabe recordar que el muy influyente The New York Times escribió el primer editorial sobre el conflicto de Timor Oriental en 1979, cuatro años después de producirse la invasión indonesia con el beneplácito del gobierno norteamericano, cuando ya habían sido asesinados 200.000 timorenses, un cuarto de la población. O retenernos en la vergonzosa cobertura de la ofensiva guerrillera en Sierra Leona de enero de 1999, en la que brilló por su ausencia la poderosa prensa norteamericana, a pesar de que en tres semanas fueron asesinadas 7.000 personas y al menos otras 1.000 sufrieron horribles amputaciones. Pero, al menos, hasta hace unos meses ha intentado mantener las formas.
En un reciente libro titulado La sombra del águila, el periodista Mark Hertsgaard aseguraba que «la mayor farsa política que circula por Estados Unidos es la de que tenemos una prensa liberal».Para el autor los medios cuentan «no tanto una mentira como una deplorable verdad a medias, que puede venir a ser lo mismo».
La crisis de la prensa se empezó a fraguar durante la Guerra de 1990-1991.
La censura se aplicó a rajatabla en los distintos frentes bélicos repletos de periodistas ansiosos por relatar una guerra que casi nadie vio. La propaganda arremetió contra las voces disonantes en aquel concierto de estruendos realizados por un poder militar espectacular que no tuvo misericordia de su enemigo.
Aquella guerra demostró que la información puede ser convertida en una mercancía enlatada, censurada y controlada por unos pocos gobiernos o personas.
La última década del siglo pasado se salvó por la valiente cobertura de los conflictos balcánicos, especialmente la guerra de Bosnia en sus primeros años, cuando un puñado de periodistas, muchos de ellos norteamericanos, arriesgaban la vida diariamente para informar de los cercos salvajes y las matanzas de los civiles.
Pero durante esos años se ha ido produciendo una espectacular concentración de la información, un derecho incuestionable protegido por la primera enmienda de la Constitución norteamericana. Mark Hertsgaard afirma que «apenas diez compañías controlan el 50 por ciento de los medios del país».
Entre estos grupos de presión está General Electric, dueña de la CBS y de otras cadenas; ATT, en cuyas manos está la televisión por cable; Disney; Westinghouse, que controlan NBC y ABC. Empresas multinacionales vinculadas a la industria armamentística y cultural.
Muchos periodistas han sucumbido a la presión de estos poderosos dueños, capaces de chantajear a gobiernos de todo el mundo y aportar a las campañas electorales internas miles de millones de dólares. La prensa se ha vuelto más progubernamental y actúa, en muchos casos, como «una auténtica correa de transmisión» del Gobierno.
Desde el 11 de Septiembre, un sentimiento de persecución se ha instalado en la conciencia del ciudadano medio como si el mundo fuese una permanente amenaza. De ese mundo al que apenas conoce en los dos minutos que las televisiones dedican a la información internacional.
La retórica y la palabrería colapsan las televisiones. La competencia obliga a simular el mejor reality show. El rumor se utiliza para despedazar al competidor. Las televisiones más sensacionalistas le han comido el terreno a las más serias y éstas han tenido que contemporizar para no perder audiencia. El prestigio navega sonámbulo entre descabellados ejercicios de populismo.
Muchos de los que hablan en las televisiones estadounidenses (también en las españolas, por desgracia) no han conocido la guerra. Puede que conozcan sus consecuencias a través de asépticos informes que leen en el sillón de sus casas. Puede que tengan muchos conocimientos de táctica y estrategia militares. Puede que dialécticamente convenzan. Han aprendido a hablar mirándose en el espejo, haciendo cursillos acelerados de oratoria. Son cazadores de frases hechas, «voyeurs de un sufrimiento ajeno o turistas de un paisaje de angustia», como los define Michael Ignatieff en su excelente libro El honor del guerrero. Pero ignoran qué significa vivir bajo las bombas, obligados a hacer un esfuerzo titánico diario para sobreponerse a la angustiosa espera de la muerte.
En la televisión, «la iglesia de la autoridad moderna», según Ignatieff, vemos un formidable ejército invencible. Cada soldado parece salido de un relato futurista. Protegidos con los últimos adelantos en moda militar caminan hacia la victoria. Enfrente, vemos barricadas, sacos terreros y milicianos de un tiempo pasado.Defensores que bromean alzando sus fusiles como si ignoraran que serán barridos si disparan una sola bala. Son los hombres del tirano, pero sólo provocan misericordia. Recuerdan a los defensores ingenuos que hemos visto en las películas en blanco y negro de los años 30 y 40. En los últimos cercos de la antigua Yugoslavia. Parecen civiles obligados a coger las armas.
En las televisiones pocos comparan con seriedad a ambos ejércitos.Hablan de supremacía militar. Pero ocultan más que enseñan. La campaña propagandística de hace doce años aseguraba que el ejército invasor de Kuwait era el cuarto más poderoso del mundo. Hoy, al menos, no nos engañan. El teatro de operaciones militares está saturado por uno de los bandos.
No puede haber moral de triunfo en el inútil combate.
En la Primera Guerra del Golfo, que duró un mes y medio, los iraquíes perdieron la mitad de sus aviones y helicópteros, el 70% de sus carros de combate, el 60% de sus piezas de artillería y el 30% de sus vehículos blindados. El embargo económico les ha impedido renovar su armamento convencional. Los carros de combate y aviones más modernos de 1991 son una reliquia en comparación con los que tiene la coalición invencible. Una sola de las poderosas unidades mecanizadas estadounidenses tiene más capacidad de fuego que todo el ejército iraquí, incluidas sus supuestas fuerzas especiales. ¿Dónde está el honor del guerrero en un combate tan desigual? Las televisiones estadounidenses deberían aclarar que muchas imágenes y testimonios han sido censurados. Que muchas supuestas verdades nacen de la especulación, un atajo peligroso en la comunicación.La obligación de un periodista es decir si es cierto lo que está contando. Las informaciones llegan, hasta el momento, más libremente desde Bagdad que desde los campamentos estadounidenses, donde la censura planea como hace doce años.
Las televisiones no se deberían extasiar ante la capacidad mortífera de uno de los bandos y escuchar a Michael Ignatieff: «Si la televisión es capaz de tratar al poder como un fenómeno sagrado, podemos exigirle que demuestre el mismo respeto por el sufrimiento».
Hace unos meses, un periodista y escritor norteamericano, intelectual liberal autor de excelentes reportajes durante la década pasada, me dejó de piedra durante una comida cuando afirmó que «Bush defiende mis intereses».
Aseguraba que había sentido el odio del mundo musulmán durante un largo viaje por diferentes países de Oriente Medio. Y consideraba que había que acabar con la amenaza terrorista a cualquier precio. Entendí que el golpe psicológico que había provocado el derrumbe de la Torres Gemelas era aún mayor que el daño físico y económico. Y la verdad es que me sentí aterrorizado ante la posibilidad de que los liberales norteamericanos se convirtieran en rehenes del miedo a lo desconocido y analizaran la realidad narcotizados por estos tiempos de silencio que embargan a los críticos del país más poderoso del mundo.
En noviembre de 2001 los aviones norteamericanos bombardeaban con intensidad Afganistán.
Un periodista ganador del premio Pulitzer alumbraba una crónica para la portada de su influyente y serio diario con la narración del más espectacular bombardeo sobre las líneas talibanes. El asombro fue general entre el resto de periodistas. Nadie había visto ni escuchado tan demoledor ataque a pesar de que tenían asientos de primera fila. Los críticos pusieron el grito en el cielo. Los benevolentes pensaron que había sido víctima de una alucinación y lo perdonaron.
Días después, otro periodista de una televisión sensacionalista que le está robando protagonismo a la hasta hace poco poderosa y exclusivista CNN narraba en primera persona un bombardeo que se estaba produciendo, que se iba a producir o que se había producido, como si lo estuviera viendo a pesar de que estaba a tres horas en coche del supuesto lugar. Lo hacía delante de un grupo de periodistas abochornados sin preocuparse de su prestigio. Los críticos se callaron. Los benevolentes se rieron.
Comparar ambos medios de comunicación norteamericanos sería similar a hacerlo con el día y la noche. Pero en ambos casos el rigor periodístico había sido asesinado de un plumazo. La verdad es la primera víctima de la guerra. O quizá habría que decir: la mentira es la primera ganadora de la guerra.