La insurgencia de Velasco y el Perú de hoy
Gustavo Espinoza
Nuestra Bandera
El 3 de octubre en el Perú se recordará el 37 aniversario de la insurgencia
militar que, en 1968, diera al traste con el gobierno del entonces Presidente
Belaunde Terry y abriera las compuertas a un proceso de cambios sin precedentes
en la vida nacional, y que tomó forma pocos días más tarde cuando, el 9 de
octubre de ese año, las divisiones peruanas acantonadas en la base militar de
Talara avanzaran sobre los terrenos privados de la Internacional Petroleum
Company y recuperaran para el país la riqueza petrolera en manos del consorcio
imperialista. Como lo dijera entonces el nuevo Jefe del Gobierno en emocionada
alocución se iniciaba así "una etapa de reivindicación de la soberanía y de la
dignidad, que quedará como un preciado legado a nuestros hijos y como una
evidencia del cumplimiento de los postulados de la revolución".
La palabra "proceso", que se utilizó con frecuencia en el periodo, tiene una
distinta significación en cada país. En Argentina por cierto, fue sinónimo de
una serie de gavillas asesinas que se turnaron en el Poder desde los años de
Onganía hasta los de Videla y su secuela, y que generaron muerte, terror y
violencia contra la población. En el Perú, en cambio, la palabra "proceso" dio
consistencia a un periodo de transformaciones que se fueron sucediendo
eslabonadas, y que perfilaron profundas y crecientes modificaciones en la vida
nacional, signadas por un sentido patriótico y antiimperialista.
En un inicio, cuando el 3 de octubre los militares Velasquistas se apoderaron de
la Casa de Gobierno, la gente recibió la noticia con simpatía, pero sin fe. Nada
ataba a la opinión pública de entonces, en efecto, a un gobierno corrupto y
desprestigiado que había enlodado la democracia representativa y asesinado a
centenares de peruanos bajo el pretexto de "exterminar" la guerrilla de De la
Puente Uceda. Nada lo ligaba tampoco a un régimen que había pactado tras las
bambalinas un acuerdo con la empresa yanqui más poderosa del país para explotar
el petróleo por 50 años más a espaldas y contra la voluntad de los peruanos.
Pero tampoco tenía muchas razones para confiar en los ojos audaces y profundos
del caudillo militar que los convocaba con voz ronca para cambiar el país.
También existía, por cierto, una frustrada sucesión de regímenes militares
corruptos que había traficando con las expectativas nacionales para concluir su
gestión atados a las viejas camarillas oligárquicas.
Los sucesos de Talara y la recuperación del petróleo, le dieron al
pronunciamiento del 3 de octubre no sólo un matiz diferente, sino un signo
ciertamente contrario a sus precedentes. Pero, sobre todo, abrieron el camino a
un enfrentamiento con el gobierno de los Estados Unidos que generó una dinámica
más definida a los cambios que el país reclamaba. La nacionalización del
petróleo y la expulsión de la IPC fue respondida por la administración yanqui
con represalias entonces en boga: la suspensión de las cuotas azucarera y
algodonera, la supresión de la ayuda técnica y crediticia, el bloqueo dispuesto
por los organismos financieros internacionales como un modo de presionar al
régimen peruano, la supresión de la asistencia militar y otras acciones; dieron
lugar a medidas que profundizaron el rumbo de los cambios en nuestro país. Una
de las más espectaculares, quizá, fue la expulsión de las misiones militares
norteamericanas y de los Cuerpos de Paz y el fin de las "operaciones" conjuntas
de los ejércitos de ambos países; pero la más profunda, sin duda, fue la Reforma
Agraria dictada en junio de 1969 y que cambió el régimen de la tenencia de la
tierra en el Perú.
La izquierda peruana, que en un comienzo vio con cautela y desconfianza el
llamado de Velasco, pudo confirmar por su propia experiencia el sentido
progresista y liberador de ese proceso. Y se enroló firmemente en lucha por
defenderlo y profundizarlo. El papel que jugó en tal sentido la Confederación
General de Trabajadores del Perú, la CGTP, fue decisivo, no solamente para ese
propósito, sino también para prestigiar a una Central Obrera que, en un momento
decisivo para el país supo asumir con honor sus altas responsabilidades de
clase. Por eso su prestigio y su poder de convocatoria resuenan aún hoy en las
calles y en las plazas del país.
La Izquierda política, en lo fundamental, siguió el mismo derrotero, pero tuvo
virtudes que bien vale subrayar: recogió el elemento clave del proceso, es
decir, su voluntad de politizar, educar y organizar a las masas para la lucha
antiimperialista, y se abocó de lleno a esa tarea. Sus preocupaciones no fueron
electorales, sino eminentemente políticas. Y se expresaron en una conducta
concreta que se tradujo en el surgimiento de millares de organizaciones
sindicales obreras y campesinas; en el aliento y la promoción de luchas sociales
que alcanzaron niveles nunca vistos en la historia social del Perú; y en la toma
de posición ante los graves problemas que agobiaban al país. De este modo se
hizo carne en millones de peruanos el mensaje de Mariátegui, orientado a sembrar
en todas partes sentimiento y conciencia de clase y afirmar el ideal socialista
en la conciencia de los peruanos.
La experiencia velasquista fue sin embargo difícil, confusa y incluso
contradictoria. Estaba dirigida por un núcleo muy pequeño de militares
progresistas y se asentaba en una institución -la Fuerza Armada- influida
también por remanentes autoritarios y fascistoides. Y se desarrollaba en un
escenario en el que el movimiento popular, aún en ascenso, era débil. Estos
signos generaron errores y deformaciones y se tradujeron también en acciones que
afectaron al movimiento popular en su conjunto, como los sucesos de Huanta en
1969 o el tratamiento al conflicto sindical del magisterio en 1971; pero esos
hechos no variaron el rumbo general de una experiencia que aún vive en el
corazón de los peruanos.
Hoy, 37 años después no existe Izquierda Militar. Luego de la traición de
Morales Bermúdez en agosto de 1975, los gobiernos que lo sucedieron se dieron
maña para "depurar" a la institución armada y simplemente fascistizarla. Para
eso se valieron de "la violencia" entre 1980 y el 2000, un periodo que
alimentaron artificialmente y que les sirvió como pera en dulce para alimentar
la guerra sucia y el exterminio de las poblaciones. El fujimorismo jugó para
este objetivo, un rol protagónico. Fue esa gestión la que desmanteló finalmente
los cambios del 68, ejecutando una tarea que no se habían atrevido a enfrentar
en toda su magnitud los gobiernos que le antecedieron. El "modelo" neo liberal
impuesto por el Gran Capital tuvo tierra fértil en esa gestión que trastocó
radicalmente la vida de los peruanos.
Si algún mérito se le reconoce hoy a Velasco fue que su proceso sirvió para
politizar a las grandes masas ciudadanas. Para dar consistencia y sentido a la
lucha popular, contenido y esencia a la soberanía nacional, a las riquezas
básicas y a los derechos de los peruanos. Y si algo se le objeta al régimen de
Fujimori, aparte de su corrupción desenfrenada y su conducta asesina, fue el que
"limpió" la cabeza de los peruanos despolitizando masivamente a la población.
En el nuevo escenario, entonces, el papel de la Izquierda es inmenso. Pero no es
tanto electoral, sino esencialmente político. Es volver a empezar para crear la
misma conciencia y el mismo sentimiento. El mismo ideal y las mismas banderas.
Porque las necesidades de la población no han cambiado y porque los objetivos
del Perú están pendientes
El proceso bolivariano jefacturado por el Comandante Hugo Chávez, los cambios
que se operan en Uruguay, Argentina y Brasil, la fuerza del movimiento popular
en Ecuador y Bolivia, la madurez de la izquierda chilena y la subsistencia de
Cuba que sigue siendo e faro que alumbra la lucha revolucionaria de nuestro
continente, genera una dosis natural de optimismo estratégico. Pero no es
suficiente. Para el efecto de lo que ocurrirá en nuestro país, el papel que los
mismos peruanos seamos capaces de promover y alentar, jugará un rol decisivo.