La intervenci�n imperial estadounidense en Santo Domingo
Patria Grande
La gente se lanza a las calles de Santo Domingo, armada con lo que tenga, con lo que venga, y embiste contra los tanques. Que se vayan los usurpadores, quiere la gente. Que vuelva Juan Bosch, el presidente legal.
Los Estados Unidos tienen preso a Bosch en Puerto Rico y le impiden volver a su pa�s en llamas. Hombre fibroso, puro tend�n, todo tensi�n, Bosch se muerde los pu�os, a solas en el
rabiadero, y sus ojos azules perforan las paredes.
Alg�n periodista le pregunta, por tel�fono, si �l es enemigo de los Estados Unidos. No; �l es enemigo del imperialismo de los Estados Unidos:
-Nadie que haya le�do a Mark Twain- dice, comprueba Bosch -puede ser enemigo de los Estados Unidos.
Juan Bosch
A la tremolina acuden estudiantes y soldados y mujeres con ruleros. Barricadas de toneles y camiones volcados impiden el paso de los tanques. Vuelan piedras y botellas. De las alas de los aviones, que bajan en picada, llueve metralla sobre el puente del r�o Ozama y las calles repletas de multitud. Sube la marea popular, y subiendo hace el aparte entre los militares que hab�an servido a Trujillo: a un lado deja a los que est�n baleando al pueblo, dirigidos por Imbert y Wessin y Wessin, y al otro a los dirigidos por Francisco Caama�o, que abren los arsenales y reparten fusiles.
El coronel Caama�o, que en la ma�ana desencaden� el alzamiento por el regreso del presidente Juan Bosch, hab�a cre�do que ser�a cosa de minutos. Al mediod�a comprendi� que iba para largo, y supo que tendr�a que enfrentar a sus compa�eros de armas. Vio que corr�a la sangre y presinti�, espantado, una tragedia nacional. Al anochecer, pidi� asilo en la embajada de El Salvador.
Tumbado en un sill�n de la embajada, Caama�o quiere dormir. Toma sedantes, las p�ldoras de costumbre y m�s, pero no hay caso. El insomnio, la crujidera de dientes y el hambre de u�as le vienen de los tiempos de Trujillo, cuando �l era oficial del ej�rcito de la dictadura y cumpl�a o ve�a cumplir tareas sombr�as, a veces atroces. Pero esta noche est� peor que nunca. En la duermevela, no bien consigue pegar los ojos, sue�a. Cuando sue�a, es sincero: despierta temblando, llorando rabiando por la verg�enza de su pavor.
Acaba la noche y acaba el exilio, que una sola noche ha
durado. El coronel Caama�o se moja la cara y sale de la embajada. Camina
mirando al suelo. Atraviesa el humo de los incendios, humo espeso, que hace
sombra, y se mete en el aire alegre del d�a y vuelve a su puesto al frente de
la rebeli�n.
La invasi�n
Ni por aire, ni por tierra, ni por mar. Ni los aviones del general Wessin y Wessin, ni los tanques del general Imbert son capaces de apagar la bronca de la ciudad que arde. Tampoco los barcos: disparan ca�onazos contra el Palacio de Gobierno, ocupado por Caama�o, pero matan amas de casa.
La Embajada de los Estados Unidos, que llama a los rebeldes escoria comunista y pandilla de hampones, informa que no hay modo de parar el alboroto y pide ayuda urgente a Washington. Desembarcan, entonces, los marines.
Al d�a siguiente muere el primer invasor. Es un muchacho de las monta�as del norte de Nueva York. Cae tiroteado desde alguna azotea, en una callecita de esta ciudad que nunca en su vida hab�a o�do nombrar. La primera v�ctima dominicana es un ni�o de cinco a�os. Muere de granada, en un balc�n. Los invasores lo confunden con un francotirador.
El presidente Lyndon Johnson advierte que no tolerar� otra Cuba en el caribe. Y m�s soldados desembarcan. Y m�s. Veinte mil, treinta y cinco mil, cuarenta y dos mil. Mientras los soldados norteamericanos destripan dominicanos, los voluntarios norteamericanos los remiendan en los hospitales. Johnson exhorta a sus aliados a que acompa�en esta Cruzada de Occidente. La dictadura militar del Brasil, la dictadura militar del Paraguay, la dictadura militar de Honduras y la dictadura militar de Nicaragua env�an tropas a la Rep�blica Dominicana para salvar la Democracia amenazada por el pueblo.
Acorralado entre el r�o y la mar, en el barrio viejo de Santo Domingo, el pueblo resiste.
Jos� Mora Otero, Secretario General de la OEA, se re�ne, a solas, con el coronel Caama�o. Le ofrece seis millones de d�lares si abandona el pa�s. Es enviado a la mierda.
132 noches
132 noches ha durado esta guerra de palos y cuchillo y carabinas contra morteros y ametralladoras. La ciudad huele a p�lvora y a basura y a muerto.
Incapaces de arrancar la rendici�n, los invasores, los del todo poder, no tienen m�s remedio que aceptar un acuerdo. Los ningunos, los ninguneados, no se han dejado atropellar. No han aceptado traici�n ni consuelo. Pelearon de noche, cada noche, toda la noche, feroces batallas casa por casa, cuerpo a cuerpo, metro a metro, hasta que desde el fondo de la mar alzaba el sol sus flameantes banderas y entonces se agazapaban hasta la noche siguiente. Y al cabo de tanta noche de horror y de gloria, las tropas invasoras no consiguen instalar en el poder al general Imbert, ni al general Wessin y Wessin, ni a ning�n otro general.
Discurso durante la entrega del mandato presidencial
Se�ores miembros del Congreso Nacional
Pueblo Dominicano:
Porque me dio el pueblo el poder, al pueblo vengo a devolver lo que le pertenece. Ning�n poder es leg�timo si no es otorgado por el pueblo, cuya voluntad soberana es fuente de todo mandato p�blico. El 3 de mayo de 1965, el Congreso Nacional me honr� eligi�ndome Presidente Constitucional de la Rep�blica Dominicana. Solamente as� pod�a aceptar tan alto cargo, porque siempre he cre�do que el derecho a gobernar no puede emanar de nadie m�s que no sea del pueblo mismo.
Bien leg�timo era ese derecho, forjado por nuestras grandes mayor�as nacionales en las elecciones m�s puras de toda nuestra historia, y depositado en mis manos en momentos en que el pueblo dominicano se bat�a, a sangre y fuego, para reconquistar sus instituciones democr�ticas. Estas instituciones, surgidas de la consulta electoral del 20 de diciembre de 1962, fueron devoradas por la infamia y la ambici�n de una minor�a que siempre ha despreciado la voluntad popular.
Los dominicanos se bat�an a sangre y fuego, porque esa minor�a le arrebat� sus libertades el 25 de septiembre de 1963. Esa minor�a es la misma que siempre ha robado, encarcelado, deportado y asesinado a nuestro pueblo. Y esa minor�a, representada por el Triunvirato que presidi� Donald Reid, se lleg� a creer que este pa�s le pertenec�a y que sus habitantes eran sus esclavos.
Todos esos vicios y errores significaban mayores dolores y miseria para el pueblo. La vida se hac�a insoportable. Ni una sola esperanza cab�a en el alma de los dominicanos mientras se mantuvieran gobernando los usurpadores del poder. Para que renaciera esa esperanza se hac�a necesario volver al gobierno libremente electo, es decir, a la democracia de la Constituci�n de 1963. Todo indicaba que la minor�a gobernante, que pensaba y actuaba como propietaria de la naci�n,
permanecer�a en el poder a�n en contra de los m�s vivos reclamos populares, orientados hacia el rescate del r�gimen democr�tico.
La rebeli�n armada contra la ilegitimidad de su mando se convirti� entonces en una imperiosa necesidad social. Fruto de esa necesidad, y de la determinaci�n de los dominicanos a ser libres, sin importarles la cuant�a del precio, estalla el glorioso movimiento 24 de abril.
Ese Movimiento, inspirado en el m�s noble esp�ritu democr�tico, no era un cuartelazo m�s. Raz�n ten�a el profesor Juan Bosch cuando dijo, desde su obligado exilio en Puerto Rico, que los dominicanos est�bamos librando una revoluci�n social. As� era porque los sectores democr�ticos del pueblo, tras mucho sufrimiento y mayores frustraciones, hab�an tomado profunda conciencia de su papel hist�rico y, hermanados con los militares que respetamos el juramento de defender la majestad de las leyes, se lanzaron a la calle en busca de su libertad perdida.
Heroicamente, con m�s fe que armas, y con enorme caudal de dignidad, el pueblo dominicano abr�a de par en par las puertas de la Historia para construir su futuro. Hondas, muy profundas eran las ra�ces de esa lucha. Desde la Independencia, desde la Restauraci�n, caminaba el pueblo muriendo y venciendo tras su derecho a ser libre. El 24 de abril era un paso gigantesco hacia la construcci�n de ese derecho y hacia la democracia que lo consagra plenamente.
Los enemigos del pueblo, aquellos que por encima de los intereses de la Patria colocan sus propios intereses en un vano empe�o por mantenerse en el poder, hac�an correr, como r�os, la sangre generosa. Pero sobre nuestros muertos, nos levantamos siempre con mayor fuerza. La Revoluci�n avanzaba triunfante. Am�rica entera miraba con admiraci�n hacia esta tierra, esperando ansiosa nuestro triunfo, porque en �l ve�a una victoria de la democracia sobre las minor�as opresoras que azotan, como plagas, todo el Continente Americano.
Desgraciadamente, el 28 de abril, cuatro d�as despu�s de iniciada la Revoluci�n, cuando la libertad renac�a vencedora, cuando todo un pueblo se volcaba fervorosamente hacia el encuentro con la democracia, el Gobierno de los Estados Unidos de Am�rica, violando la soberan�a de nuestro Estado Independiente, y burlando los principios fundamentales que sostienen la convivencia internacional, invadi� y ocup� militarmente nuestro suelo.
�Qu� derecho pod�an invocar los gobernantes norteamericanos para atropellar as� la libertad de un pueblo soberano? �Ninguno! Se hac�an culpables de un grav�simo delito, que atentaba contra nuestra naci�n. Contra Am�rica y contra el resto del mundo. El principio de No Intervenci�n, base fundamental de las relaciones entre los pueblos civilizados, fue tan brutalmente desconocido que a�n se escucha por toda la vastedad del planeta el eco de la m�s dura repulsa contra los invasores.
En este continente de hermanos, al lado del clamor de los Gobiernos de Chile, Uruguay, M�xico, Per� y Ecuador, que encauzaron su actuaci�n internacional haciendo honor al sentimiento de fraternidad continental de sus respectivos pueblos, se escucha as� mismo, en defensa de la No Intervenci�n y de la soberan�a de nuestro pa�s, la vibrante y solidaria protesta de millones de latinoamericanos indignados.
La humillaci�n que el gobierno de los Estados Unidos de Am�rica del Norte hac�a sufrir a la Rep�blica Dominicana, militarmente invadida, significa tambi�n una dolorosa humillaci�n para toda Am�rica. �Qu� normas, qu� principios pueden servir a las naciones americanas para hacer valer su vocaci�n y su derecho a la independencia, cuando los gobernantes norteamericanos decidan, con vanas excusas y apoyados en la fuerza de sus ca�ones, imponerles su destino pol�tico? �A d�nde ir a reclamar para que reconozca el derecho de un pueblo a ser independiente y due�o de su propia vida? �Qu� organismos, qu� instituciones ser�n capaces de defender esos derechos y de alentar a los pueblos a ejercerlos, sin temor a la intrusi�n de los que se han erigido en �rbitros de la determinaci�n ajena?
Para desgracia de la Rep�blica Dominicana y para desgracia de Am�rica, la Organizaci�n de Estados Americanos, en vez de asumir la defensa de nuestra soberan�a, en vez de sancionar severamente la intervenci�n militar para hacer de este modo honor a los principios que dice sustentar, no s�lo se coloc� de espaldas a su propia Carta Constitutiva, sino que tambi�n empuj�, a�n m�s, el pu�al que hoy se clava en el coraz�n de nuestra patria.
Cuatro d�as despu�s de la intervenci�n militar norteamericana, la Organizaci�n de Estados Americanos decidi� que se hiciera 'todo lo posible para procurar el restablecimiento de la paz y la normalidad en la Rep�blica Dominicana'. En el texto de la Resoluci�n que expresa lo citado nada se dec�a acerca de la violaci�n de nuestra soberan�a. �Nada! Ni una sola palabra hace referencia al monstruoso crimen del 28 de abril de 1965, que por largo tiempo conmover� a los fr�giles cimientos del orden jur�dico interamericano. Todo lo contrario. La Organizaci�n de Estados Americanos se empe�aba entonces, ignorando y torciendo los principios, en justificar y validar la intervenci�n militar norteamericana. Y as� crey� hacerlo creando la Fuerza Interamericana. La Resoluci�n que consagra esa funesta medida, registrada como Documento Rec.2 de la D�cima Reuni�n de Consulta de Ministros Americanos, revela muy a las claras la actitud del organismo regional a ese respecto. En efecto, en ella se lee lo siguiente: 'Que la integraci�n de una Fuerza Interamericana significar�, ipso facto, la transformaci�n de las fuerzas presentes en territorio dominicano en otra fuerza que no ser� de un Estado sino de un organismo inter-estatal...'
�Transformaci�n! He ah� la palabra que delata la convivencia de la Organizaci�n de Estados Americanos con los invasores. Se transformaban los 'marines' en Fuerza Interamericana. Aquello fue la institucionalizaci�n del delito pol�tico como norma de las relaciones internacionales de nuestro continente.
La intervenci�n norteamericana vino, pues, a detener el triunfo de la democracia dominicana y a apuntalar a la minor�a que le niega y le disputa sus derechos a nuestros pueblos. Tras el llamado Gobierno de Reconstrucci�n Nacional, obra de los funcionarios de la intervenci�n extranjera, se ech� al desprecio al pueblo, se fortaleci� la corrupci�n, y el crimen se extendi� por todo el pa�s.
A pesar de la frustraci�n moment�nea que en esos tr�gicos d�as sufriera la Revoluci�n, el Gobierno Constitucional decidi� defender sus derechos. Naturalmente, ante la violencia y la fuerza del poder�o norteamericano, representado por m�s de 40 000 soldados, ya no era posible el triunfo armado del movimiento democr�tico dominicano. Tuvimos que negociar con los invasores a fin de conservar parte del tesoro de democracia que hab�amos comenzado a crear.
En la mes de negociaciones defendimos siempre los principios. Si abandonamos algunas de las conquistas por las que el pueblo dominicano se lanz� a la lucha, no se debi� a que los negociadores de la Organizaci�n de Estados Americanos trajeran proposiciones de un mayor contenido democr�tico que el perseguido en nuestros objetivos iniciales. Cedimos solamente ante la realidad que nos impon�a la intervenci�n americana. El corredor que las tropas extranjeras establecieron, arbitraria e injustificadamente, dividiendo la ciudad en dos, no tuvo otra raz�n que la de evitar que nuestra lucha se extendiera, desde esta gloriosa ciudad, hacia todo el resto del pa�s.
Las ansias democr�ticas hab�an hecho vibrar la Rep�blica entera. La causa que con las armas en las manos defend�a el pueblo de Santo Domingo era la causa nacional. Esta ciudad cuatro veces centenaria fue la vanguardia, y desde ella nos lanzamos, triunfantes contra los opresores criollos. Se vislumbraba ya la victoria de las armas democr�ticas, y cuando est�bamos a punto de lograrla plenamente, Estados Unidos de Am�rica se interpone, invadi�ndonos para salvaguardar los peores intereses y las m�s ruines ambiciones.
Fue entonces cuando tuvimos que ceder en algunos de nuestros objetivos, porque no pod�amos vencer con las armas. Pero a pesar de toda la fuerza y de toda la violencia del poder�o militar norteamericano, no cedimos por temor o por miedo a ser vencidos. Testigo es el mundo de la lucha que libramos, del coraje y la valent�a de ese pueblo en el terreno del honor y en el campo de batalla.
Oportuno es que me detenga aqu� para rendir homenaje a los h�roes que entregaron sus vidas luchando por la democracia y la soberan�a nacionales. Ese Combatiente Desconocido, que reposa en esta Plaza de la Constituci�n, es el s�mbolo del sacrificio y del amor de los dominicanos por su libertad. Como �l, murieron miles. De ese semillero de h�roes crecer� vigoroso el futuro de la patria. Porque h�roes son los que dieron la vida tratando de evitar que se creara el corredor internacional que detuvo nuestra marcha victoriosa. Porque h�roes son los que, con piedras en las manos, detuvieron los tanques de acero en el Puente Duarte. H�roes son los que defendieron hasta el �ltimo aliento la Zona Norte de la ciudad; h�roes son los que recibieron, imp�vidos, los ataques a�reos al Palacio Nacional; h�roes los que durante los d�as 15 y 16 de junio recibieron valientemente la metralla extranjera; h�roes los del 29 de agosto; h�roes tambi�n los que han muerto en todos nuestros frentes, en campos y ciudades defendiendo la integridad nacional.
Nunca tal vez en la vida de los dominicanos se hab�a luchado con tanta tenacidad contra un enemigo tan superior en n�mero y en armas. Luchamos, s�, con bravura de leyenda, porque �bamos desbrozando con la raz�n el camino de la Historia.
No pudimos vencer, pero tampoco pudimos ser vencidos. La verdad auspiciada por nuestra causa fue la mayor fuerza y el mayor aliento para resistir. �Y resistimos! Ese es nuestro triunfo porque sin la tenaz resistencia que opusimos, hoy no pudi�ramos ufanarnos de los objetivos logrados.
Nosotros cedimos, es cierto, pero ellos, los invasores que vinieron a impedir nuestra revoluci�n, a destruir nuestra causa tuvieron que ceder tambi�n ante el esp�ritu revolucionario de nuestro pueblo.
Ah� est�n, hablando por s� solas, las conquistas alcanzadas y que constan, engrandecidas por la sangre de los ca�dos, en el Acta Institucional y en el Acta de Reconciliaci�n Dominicana. Se nos han reconocido m�ltiples derechos econ�micos y sociales. Hemos logrado la fijaci�n de elecciones libres a breve plazo. Hemos conquistado las libertades p�blicas, el respeto a los derechos humanos; el regreso de los exiliados pol�ticos, el derecho de todo dominicano a vivir en su patria sin temor a ser deportado. Pero, por encima de todo, hemos logrado una conquista inapreciable, de fecundas proyecciones futuras: �La conciencia democr�tica! Conciencia contra el golpismo, contra la corrupci�n administrativa, contra el nepotismo, contra la explotaci�n y contra el intervencionismo. Hemos conquistado conciencia de nuestro propio destino hist�rico. En suma, conciencia del pueblo en su fuerza, que si el 24 de Abril le sirvi� para derrotar a las oligarqu�as civil y militar, hoy, nutrida por esa maravillosa experiencia y esta lucha asombrosa le permitir� forjar, en la paz o en la guerra, su libertad y su independencia. �Despert� el pueblo porque despert� su conciencia!
Esos son los logros de esta revoluci�n. No solamente nuestros, sino tambi�n de Am�rica. Los principios que aqu� han sido defendidos son los mismos que hoy conmueven a todas sus naciones. Cuando los pueblos situados al sur del R�o Bravo expresaban su solidaridad con nuestra lucha, junto al est�mulo fraternal iban tambi�n, profundamente unidas, sus m�s caras e �ntimas aspiraciones. Desde M�xico hasta Argentina la democracia es el sue�o de millones de hombres que quieren convertir en realidad. Sue�o de paz creadora, de paz y libertad decorosa. Pero ese bello sue�o es turbado, hasta convertirse en pesadilla, por la codicia y la explotaci�n de minor�as ajenas al noble ideal de la convivencia humana.
Si alg�n m�rito me cabe por haber participado preeminentemente en esta revoluci�n democr�tica, gracias al honroso mandato presidencial que me otorgara el Honorable Congreso Nacional, no es otro que el de haber comprendido esa dolorosa realidad de nuestro pueblo, y haber luchado ardientemente por tratar de transformarla en un porvenir cargado de esperanzas.
Creo firmemente que el pueblo dominicano terminar� por lograr su felicidad, y el 24 de Abril ser� siempre un s�mbolo estimulante hacia la consecuci�n definitiva de ella. Es nuestra obligaci�n, como defensores de la democracia, abonar la siembra generosa que comenz� en esa fecha inmortal. Pero abonarla con entusiasmo creciente, con todo el esp�ritu, sin vacilaciones, sin descanso. El mejor modo de hacerlo est� en la unidad de todos nosotros, en la vigilancia de todos nosotros, dispuestos ma�ana, como lo hemos estado hoy, a correr todos los riesgos en defensa de la democracia dominicana y del honor nacional.
Ante el pueblo dominicano, ante sus dignos representantes que aqu� encarnan el Honorable Congreso Nacional, renuncio como Presidente Constitucional de la Rep�blica. Dios quiera y el pueblo pueda lograrlo, que esta sea la �ltima vez en nuestra historia que un Gobierno leg�timo tenga que abandonar el poder bajo la presi�n de fuerzas nacionales o extranjeras. Yo tengo fe en que as� ser�.
Finalmente, invito al pueblo aqu� reunido a hacer el siguiente juramento:
En nombre de los ideales de los Trinitarios y restauradores que forjaron la Rep�blica Dominicana.
Inspirados en el sacrificio generoso de nuestros hermanos civiles y militares ca�dos en la lucha constitucionalista.
Interpretando los sentimientos del pueblo dominicano.
Juramos luchar por la retirada de las tropas extranjeras que se encuentran en el territorio de nuestro pa�s.
Juramos luchar por la vigencia de las libertades democr�ticas y los derechos humanos y no permitir intento alguno para restablecer la tiran�a.
Juramos luchar por la uni�n de todos los sectores patri�ticos para hacer a nuestra naci�n plenamente libre, plenamente soberana, plenamente democr�tica.