Un caballero en la corte de Santucho
Mi recuerdo de Eduardo Merbilhá
Por Luis Mattini
Si
había un caballero entre los cuadros dirigentes del PRT-ERP, ese era Eduardo
Merbilhá a quien llamábamos Alberto.
Caballero en cualquiera de los sentidos
de que se hable: fino, culto, excelente humorista, de modales suaves,
físicamente bello, extrasensible, sobre todo sencillo y, para colmo, una de las
inteligencias más agudas que he tenido la suerte de tratar.
¿Una visión
demasiado apologética la mía? Convengo que sí y que mi entrañable estima a
Alberto me puede jugar malas pasadas. En todo caso este reconocimiento aventa
cualquier sospecha de pretensión de "objetividad". Por eso no hablo de "memoria"
sino de recuerdo. Es mí recuerdo, en fragmentos de relatos que intentan evitar
esas biografías amañadas que envenenan la historia y no dejan lugar a las nuevas
generaciones. .
Mi recuerdo viene desde 1972, cuando Benito Urteaga,
desde la dirección nacional del PRT instalado en La Plata, tenía la firme
intención de quebrar la situación de impotencia en San Nicolás. Ese formidable
emporio industrial, el más grande del país por aquellos años, se negaba a ser
penetrado por el partido. De modo que Benito me mandó a Alberto para que se
hiciera cargo de la ciudad que formaba parte de lo que luego llamaríamos
Regional Rivera del Paraná y que el caudillo del partido radical, Ricardo
Balbín, calificaría más adelante, no sin cierta razón, como el centro de la
"guerrilla industrial".
Una tarde de verano bonaerense Alberto se descolgó
del tren en Zárate, Yo lo esperaba en el andén y luego de un café abordamos "el
lechero" hacia San Nicolás. Yo lo había tratado fugazmente en algunas reuniones
y recordaba sus agudas intervenciones por lo que tenía una predisposición muy
favorable, la que creaba una gran expectativa con su llegada. Con un hombre como
él, en el estado de ánimo generalizado en la regional, coparíamos Somisa por
encima de la tradición clerical conservadora de la ciudad de San Nicolás.
Optimismo no nos faltaba.
Su humor se manifestó de entrada cuando me dijo:
"Vamos al coche comedor, no se puede hablar de política sin una mesa de por
medio" Sentados en el desierto "coche comedor" –el que de tal sólo tenía el
nombre como herencia de antiguos esplendores– simpatizamos de inmediato
soportando los cafés y, además, congeniamos en lo que, para el Partido Oficial ,
serían "elucubraciones pequeño burguesas" frente a los asuntos internos.
En
mis fantasías de joven literato frustrado aspirante a revolucionario, solía
hacer analogías entre mis compañeros y los personajes históricos o de ficción. Y
así como el Pelado Gorriarán se me asemejaba a Stalin por su parquedad o el
Gringo Mena a Trotsky por su empuje y vuelos teóricos y Santucho a Mariano
Moreno por su racionalidad criolla y determinación, Alberto me recordaba a
Lunachasky, quizás el más cultivado, ético y desconocido de los bolcheviques.
Disciplinado pero con pensamientos propios, planteaba sus inquietudes con pasión
y franqueza y si no se aprobaban acataba las decisiones de la mayoría o, en
nuestro caso, del representante de la mayoría, el responsable.
Había sido
estudiante de abogacía y venía de familia de alta clase del interior de la
Provincia de Buenos Aires, según me contaba su amigo y condiscípulo Rogelio
Galeano. Eso podía notarse en los modales de una modestia innata y chocaba con
algunos compañeros de "origen pequeño burgués", fiel reflejo de nuestra clase
media, instruida pero inculta y pretenciosa. Entonces Alberto vivía una continua
contradicción entre una especie de íntima "culpa de clase", que debilitaba su
influencia sobre los demás y un estar más allá, que le posibilitaba tomar
distancia, a pesar suyo. Esto se manifestaba en la necesidad de acentuar un
tanto su conducta práctica como si dijéramos para ganarse el "derecho" a
expresar libremente sus ideas. Benito Urteaga era uno de los que más lo
hostigaba, no por malicia, sino porque le irritaba el espíritu libertario de
Alberto, que Benito atribuía a "resabios burgueses", sin poder captar el talento
de quien, precisamente por ver más lejos que el conjunto, comprendía que sólo se
podía avanzar con ese conjunto.
Se instaló en San Nicolás con su
compañera Alicia y su indomable Margarita en un barrio modesto y enseguida buscó
trabajo. Fiel a las instrucciones, y a pesar de sus documentos falsos, logró
emplearse como peón en una subsidiaria de Somisa.
Visitarle en esa
casita al costado de las vías era para mí una de esas fiestas que hacían feliz
el supuesto sacrificio militante. Mientras esperábamos a Alicia, quien en medio
de sus cientos de tareas también tenía que recoger a Margarita de la escuela, él
preparaba el mate –por supuesto, como no era perfecto, gustaba del mate dulce–
ofrecía y comía con fruición pan con manteca sin dejar de comentar los
acontecimientos de los últimos días. Su calidez hacía que en medio de ese
ascetismo el visitante se sintiera como en casa. A los pocos días de instalado
me contó una picardía que confirma esa sensación de que él siempre estaba por
delante de nosotros. Dijo más o menos así: "Mariano (Benito Urteaga) avisó
que vendría a la zona y fui a esperarle a la estación en bicicleta, vinimos
caminando hasta aquí, como ves por mayoría de calles de tierra y cuando vio esta
casa que había alquilado al costado de la vía quedó impresionado. No te
preocupés más flaco, ya ascendí de categoría como cuadro para Mariano". Y
era así nomás, poco después Benito Urteaga me comentaría con convicción cómo
había cambiado Alberto una vez que hubo dejado la "pequeño burguesa" ciudad de
La Plata. Yo no pude evitar ironizar y le respondí que al lado de San Nicolás,
La Plata era Petrogrado. .
Alberto se integró fácilmente al medio fabril por
su sencillez y también porque era un excelente jugador de fútbol, la mejor
tarjeta de visita para ingresar en el mundo obrero. Sin embargo no ganaba para
sustos en su clandestinidad y de las formas más inesperadas y cómicas. Un día en
que se duchaba junto a los demás obreros al terminar la jornada, de repente un
compañero de trabajo que estaba a su lado le dice: "Oiga amigo, Ud. debe
ser Tupamaro ¿No?" Alberto contaba que sintió parálisis en el corazón y
apenas logró sonreír preguntándose cómo habría levantado sospechas. "Eh, eh,
claro que no ¿Por qué lo dice?" Y el hombre le respondió con una risotada y
desencadenando un estrépito de carcajadas: " Porque está bien armado"
A diferencia de otros compañeros "proletarizados" cuyas conclusiones
eran coincidentes con nuestro discurso oficial de partido, Alberto extraía la
riqueza de la experiencia y señalaba las incoherencias y contradicciones.
"Laburo en una fábrica, me hago amigo de los compañeros como base para hacer
la política, juego al fútbol con ellos y estrecho las relaciones, todo lo que es
la línea de masas del Partido. Pero cuando me invitan a algo, asado, picado, el
bautismo de uno de sus hijos o cualquier otra actividad social además del yugo
de ocho horas diarias, tengo que mirar disimuladamente la agenda y ver como
compartir con todas las tareas del partido, la mayoría internas. Y les tengo que
decir que mi nena está enferma o qué sé yo. Aquí hay una contradicción no
resuelta".
Desgraciadamente no siempre lo escuchábamos.
Por otro
lado era un combatiente peculiar por su pulcritud y sangre fría en la acción, en
contraste, o más bien en su coherencia , con todas las consideraciones que hacía
antes y después del enfrentamiento armado. ("elucubraciones pequeño burguesas")
que en realidad eran las mejores expresiones del humanismo guevarista. Ese era
uno de los aspectos que –junto con Reino– más he compartido con él, aunque con
temperamentos tan disimiles de ambos.
En una oportunidad que Alberto y su
grupo de nicoleños coparon una escuela secundaria en una operación de propaganda
armada, sencilla pero perfectamente realizada, el director comentaba ante al
periodismo, después de pasado el susto, eufórico, a los gritos, y frente al
fastidio de la policía "El guerrillero…le digo, un caballero, señor…un
caballero" ; "Son subversivos" –retrucó el policía, pero al docente no lo
podían parar– "Bueno, sí, pero les juro… un caballero. Y la chica, una
dama… una dama, les digo" ; "Una dama guerrillera" –farfulló
de nuevo el policía– "¿Qué dice? –insistió el Director– "Tenia una
pistola así de grande, más grande que ella, pero era una dama"
Cuando yo
dejé la Regional para integrarme al Buró Político, él asumió en mi lugar y,
desde luego, tuvo que dejar la fábrica y la vida que estaba haciendo. Dirigió la
regional un tiempo hasta que las necesidades de la organización interna hicieron
que lo trasladáramos como secretario del Buró Político. A partir de aquí
retomamos la militancia juntos y pude calibrar no sólo lo que era notable en él,
su sencillez y finura sino su perspicacia, una de las facetas poco reconocidas
como parte de la inteligencia.
Alberto ejercía, en efecto, como secretario
del Buró Político, Adscrito, como le decíamos, participaba en todas las
reuniones y levantaba las actas, tarea esta que hasta ese momento veníamos
realizando "de oficio" por turnos el gringo Mena y yo. Este cambio fue
frustrante para Quique Gelther, secretario de Santucho, quien después de las
reuniones recibía los borradores, las transcribía y las microfilmaba para el
archivo secreto, quemando luego todos los papeles. El asunto es que yo también
tenia alguna cuota de humor y cuando iba escribiendo la síntesis de las
discusiones, quitando las informaciones de seguridad, registraba sólo las frases
de concepto y, frente a los discursos demasiado largos y reiterativos para mi
gusto, acostumbraba a escribir el párrafo abreviado y luego dibujar una
guitarrita significando que lo que seguía era guitarreo. Pero no todos
los discursos merecían la guitarra. Por ejemplo, jamás aparecía dicho
instrumento después de la palabra de Santucho o de Gorriarán, el primero por
económico y preciso y el segundo, como queda dicho, por parco. El gringo Mena y
Benito Urteaga recibían alguna que otra guitarrita, en cambio, en exposiciones
como las de Mauro Gómez o Rogelio Galeano, oradores fluidos, a la guitarra le
agregaba un violín, un piano, toda una orquesta. Los compañeros auxiliares al
Buró me contaban las carcajadas de Quique al transcribirlas.
Alberto, en
cambio, era preciso y sobrio. Además cumplía con algo por lo que había bregado y
compartía conmigo desde los tiempos de San Nicolás: Dejar constancia de las
posiciones, sobre todo, las que quedaban en minoría y no eran aprobadas. En eso
era un bolchevique de pura cepa.
Creo que difícilmente otro hombre en el PRT
haya conocido, mejor dicho, captado tan a fondo la personalidad de cada uno de
los miembros del Buró Político. Nos junaba a todos. Demostraba una sutil
percepción para detectar virtudes y debilidades por encima de las apariencias.
El también jugaba con sus fantasías y a veces nos comparaba con los personajes
de Roberto Art. Pescaba más rápido que ninguno los matices que evidenciaban
diferencias a despecho de una disciplinada homogeneidad. Sin embargo, no puede
decirse que Alberto poseyera sólo una sensibilidad mayor que el conjunto. Creo
más bien que esta propiedad se podía expresar por una mayor distancia de los
prejuicios, de los que, como seres humanos pertenecientes a una determinada
cultura, no estábamos exentos. Eso sumado a una ética intransigente le permitía
detectar el "doble discurso" en la conducta cotidiana de cada uno. Ambigüedades
sobre pequeñeces que revelaba no otra cosa que se trataba de personas comunes y
corrientes y no "bronces", cuya mayor e indiscutida virtud estaba dada por la
decisión y la determinación de enfrentar todas las consecuencias en aquello en
que estaban comprometidas. Alberto registraba sutilezas como, por ejemplo,
cuando se discutía si, por razones de seguridad, para tal reunión convenía
ingresar a la casa el día anterior por la noche o el mismo día de la reunión por
la mañana bien temprano. Entonces, con su sonrisa traviesa, apuntaba que había
que admitir que era más agradable y cómodo dormir con la compañera o la familia
que incómodamente en la casa de reunión. Y no faltaba quien adujera la
"abnegación militante", frente a lo cual este joven viejo, trocaba por una
sonrisa comprensiva, porque al mismo tiempo observaba que, a veces, quien así
tiraba con los mamelucos de revolucionario sacrificado, o bien estaba solo o
bien no andaba de luna de miel precisamente con su pareja. Lo mismo ocurría con
la famosa proletarización o las supuestas "virtudes proletarias".
Alberto se reía con inusitada estima de los disfraces. Parecía como "estar de
vuelta" en esas cuestiones. El, que usaba un gastado traje de confección (el que
le caía, no obstante, como cortado por el mejor sastre) no dejaba de registrar
las poleras o camperas a la moda de algunos proletarios. Y quizás precísamente
por eso, tenía un sentido nato de lo que significa la labor de un colectivo de
personas no "perfectas" y ponía todo su empeño para coordinar de modo
eficaz..
Y no era tarea fácil. Coordinar las tareas de un grupo de hombres
disímiles, cada uno con su estilo o sus mañas, que concentrábamos en cada línea
de responsabilidad una magnitud de actividades diversas, sencillas o complejas,
en todo caso abrumadoras. Un Buró Político que estaba en todo, viajaba por todo
el país, anche eventualmente el extranjero, y daba línea hasta en el
barrio. Un sistema de enlaces basado casi exclusivamente en chasquis que
había que despachar y recibir, con los riesgos que cada cita significaba.
Incluso atender y orientar frentes orgánicos, como cualquiera de nosotros. Y
Alberto recibía palos con frecuencia, la mayor parte de las veces injustos.
Porque su tarea, además de ciclópea, era la resultante de ese Buró Político, una
especie de conversión cualitativa de la sumatoria del colectivo que se
sintetizaban en él. Dicho de otra manera, él tenia que hilvanar y cubrir los
numerosos baches de la actividad del conjunto los cuales diluidos de uno en uno
no significaban gran cosa, pero concentrados ponían a la luz la falencias reales
o aparentes, inevitables o producto de errores personales. .
La pregunta que
me hice siempre, fue por qué un hombre de esas características cumplia una
función jerárquicamente "secundaria" en el PRT. No me caben dudas que Alberto
era más talentoso que todos nosotros. No pude dar una respuesta porque hoy me
doy cuenta que la pregunta estaba mal hecha. En rigor, la función que él cumplía
como adscrito, aparentemente "secundaria" comparada con las nuestras, era más
difícil e importante. Esto lleva directamente a cuestionar las categorizaciones,
criterios jerárquicos que solemos utilizar sin tomar a mientes que no son más
que conceptos del orden burgués. El mismo criterio que jerarquiza una actividad
"productiva": carpintero, arquitecta o chef de restaurante, por encima de una
madre criando niños o jóvenes cuidando ancianos. La única manera de comprobar la
importancia de la tarea de Alberto era que faltara, del mismo modo que queda
comprobado el trabajo de una mujer en su casa cuando no está.
Pero aún así,
superando la pregunta mal hecha, con el una cosa no quita la otra, queda
el interrogante de cómo podría haberse aprovechado más el privilegiado cerebro
de Alberto en funciones dirigentes. Es que por otra parte él parecía arrastrar
una especie de timidez por un complejo por el sitio de la clase social de donde
se supone que provenía y que le dificultaba afrontar a fondo una discusión. De
haber sido esto así es lamentable pero quizás inevitable. El, como hombre
inteligente y formado era tan responsable como los demás de semejante equívoco,
y son cosas que hay que asumir.
Tuve la más clara percepción de esa
potencialidad desaprovechada en 1976, en la reunión que se evaluaron los
resultados de la operación sobre Monte Chingolo. Alberto no había participado ni
en la planificación ni en la dirección de la misma y no estoy seguro que haya
estado informado por lo menos hasta el lanzamiento. Pero en todo caso en esa
reunión en la que el Buró Político demostró perder el rumbo con la expresión
"derrota militar y triunfo político", Santucho había perdido la serenidad
reflexiva con que acostumbraba a poner en orden el debate y afirmaba que las
cosas hubieran sido de otro modo si el Comité Central no le hubiese prohibido
dirigir él personalmente las operaciones. Alberto me impresionaba como la
persona más lúcida en ese momento, intentando ir mucho más a fondo, orientando
el análisis hacia la responsabilidad del "mando estratégico", o sea Santucho y
el Buró Político. No obstante, ni lo dejamos, ni él pudo romper sus propia
limitación e intervenir más enérgicamente. Yo creí apreciar en él la perplejidad
por el enfoque de la discusión que atribuía todo el peso del error a la
impericia de Benito Urteaga como "mando táctico" y sentí que podía participar de
dicha perplejidad, pero estaba inmerso en la misma dinámica de abroquelamiento
que habíamos impuesto. Visto a la distancia sólo podía transformar la
perplejidad en espíritu realmente critico, creador, desplazándome del punto de
enfoque. Posiblemente lo mismo sentiría Domingo Mena. En todo caso Alberto
parecía haberse corrido más que nosotros y, de hecho, insinuó algunas cosas. Su
ética le impedía hacer leña del árbol caído y a la vez su honestidad intelectual
pujaba por intervenir, quizás, influido favorablemente por las críticas que
venían de afuera y él era el principal portador, pero la mirada censurante de
Roby y el cerco del Buró Político pareció desalentarlo. .
Después de la
muerte de Santucho y la mayor parte de la Dirección , Alberto fue el más sereno
de los cuadros sobrevivientes de los que intentamos la reconstrucción y
continuidad, y al mismo tiempo el más consciente de la gravedad de la situación,
incluido el que esto escribe. Con conciencia que éramos eso precisamente:
sobrevivientes. Que los que dábamos el paso adelante para asumir la
responsabilidad máxima, en esos aciagos meses de julio-agosto de 1976, no lo
hacíamos en carácter de continuidad superadora sino casi como por "descarte",
como si dijéramos que no había otros en mejores condiciones. Esto no debe
entenderse en el sentido de atributos individuales, porque en todo caso el
propio Alberto era un cuadro mejor dotado que la mayoría de los caídos, sino
como la resultante dialéctica de un colectivo difícil de reconstruir porque las
circunstancias que lo formaron habían cambiado. Un partido nacido y criado en la
ofensiva, debía pasar a la defensiva.
La mirada de Alberto en la reunión del
Comité Ejecutivo que reorganizó el Buró Político era más elocuente que sus
palabras. Pero contradictoriamente fue él quien lanzó la frase de aliento que
sería después fatídica: "tenemos línea para tres años" y que yo completé
con "el enemigo llegó tarde" que saldría en un editorial de El
Combatiente. Era la expresión de la voluntad y la decisión ante el
zafarrancho de fuego a bordo. Apagar el fuego para sortear el naufragio en medio
de las andanadas de la artillería enemiga. Si evitábamos el hundimiento el rumbo
estaba asegurado por tres años.
Pero Alberto no llegaría a ver el final:
poco después pasaría a la lista de los
desaparecidos..