2 de diciembre de 2002
El giro a la derecha del presidente Lula
Epílogo: Brasil en noviembre de 2002
James Petras
Traducido para Rebelión por Manuel Talens http://www.manueltalens.com
Según la mayor parte de los criterios económicos, el régimen
de Cardoso fue el peor de los siglos XX y XXI en Brasil. Sin embargo, uno de
los resultados positivos de sus fracasos fue que provocó un cambio masivo
hacia la izquierda en el electorado. En las elecciones presidenciales de octubre
de 2002, Luiz Ignacio "Lula" da Silva, el candidato a la presidencia
por el Partido de los Trabajadores obtuvo la cifra récord de 52 millones
de votos, es decir, el 61,4%, frente al 38,6% de José Serra, el delfín
de Cardoso. La elección de Lula fue el reflejo tanto de las condiciones
abismales de la economía brasileña como de las enormes expectativas
de la clase trabajadora y de los campesinos para que este gobierno lleve a cabo
una profunda redistribución de la riqueza y de la tierra, así
como para que mejore los servicios sociales, ofrezca oportunidades de trabajo
y vuelva a socializar las industrias estratégicas.
A pesar de que algunos sectores de la clase capitalista brasileña apoyaron
a Lula, los observadores estiman que más del 80% de sus votos procedían
de los pobres de zonas urbanas y rurales, que esperan cambios sociales básicos
y una ruptura con el modelo neoliberal existente.
Sin embargo, el nuevo presidente no es ni mucho menos el candidato izquierdista
de años pasados. Antes de las elecciones, designó como vicepresidente
al magnate de la industria textil Alencar, que procede del derechista Partido
Liberal, forjó alianzas con grupos evangelistas de derecha y con sindicatos,
lo cual dio lugar a protestas del clero progresista católico y de la
izquierdista Confederación de los Trabajadores (CUT). Lula firmó
asimismo un pacto con el FMI por el que se compromete a mantener los pagos de
la deuda, una política fiscal estricta y un superávit de 3% en
el presupuesto que será dedicado a las obligaciones de la deuda. Aceptó
también continuar las negociaciones de la Alianza de Libre Comercio de
las Américas (ALCA), impulsado por Washington, y se negó a apoyar
un referéndum informal sobre este asunto promovido por la iglesia y los
movimientos sociales. El programa de Lula era esencialmente de centro, pues
prometía (1) bajar las tasas de interés para los inversores sobre
la base de su distinción entre el capital "productivo" y el
"especulativo"; (2) financiar programas para que los pobres hicieran
tres comidas por día; (3) mejorar los programas de la educación
y la sanidad públicas; (4) proteger las industrias locales y (5) llevar
a cabo un programa de reforma agraria. El giro de Lula hacia el centro-derecha,
alejado de un programa de cambios estructurales, no es sorprendente. Durante
el último congreso de su partido, más de 75% de los delegados
eran profesionales de clase media, funcionarios públicos, etc.; el otro
25% incluía sindicalistas y una serie de líderes de los movimientos
sociales. Hace veinte años, el Partido de los Trabajadores se basaba
en representantes de las fábricas, activistas de las favelas urbanas,
movimientos rurales y "comunidades de base" de la iglesia progresista.
El "giro a la derecha" de Lula no es sólo un reflejo de un
cambio táctico para ganar apoyo electoral, sino del cambio estructural
interno en la composición del Partido de los Trabajadores. En segundo
lugar, las estructuras internas del partido han cambiado de manera importante.
Durante sus primeros años, el Partido de los Trabajadores estaba vinculado
directamente con los movimientos sociales, pero a principios de los noventa
evolucionó para convertirse en una máquina electoral, separada
de los movimientos, y sus miembros elegidos, tanto en los ámbitos local
como estatal y nacional, se vincularon a las estructuras institucionales. Debido
a dicho cambio, la base popular empezó a tener cada vez menos influencia
en el programa del partido y en los miembros elegidos, que se convirtieron poco
a poco en políticos burgueses convencionales, muchos de los cuales privatizaron
servicios públicos y forjaron alianzas con las elites del mundo de los
negocios. El cambio programático de Lula se vio precedido por el giro
a la derecha de muchos gobernadores, alcaldes y otros legisladores locales del
Partido de los Trabajadores. El ejemplo más notable es el de Antonio
Palocci, uno de los estrategas electorales más importantes de Lula, que
ha sido, además, el primero en acceder al gabinete (como ministro de
Economía). Cuando era alcalde de Ribeirão Preto, en el estado
de São Paulo, Palocci privatizó el agua y las compañías
municipales de teléfonos y se alió con los barones del azúcar,
archienemigos de los trabajadores rurales. El paso de Palocci por la alcaldía
es una muestra más de las deficiencias de su "giro a la derecha".
Tras siete años en el puesto, la ciudad sólo trata el 17% de las
aguas residuales, los índices de desempleo y de criminalidad han aumentado
y el tiempo de espera y las colas en los hospitales también. Las posibilidades
que tiene Lula de mejorar sustancialmente el nivel de vida de los pobres brasileños,
de financiar una reforma agraria y una promoción a gran escala del empleo
y de la expansión industrial son muy limitadas, y ello debido a sus alianzas
preelectorales y a los acuerdos económicos que pactó.
En primer lugar, su acuerdo con el FMI significa que dispondrá de muy
pocos fondos una vez que su gobierno aparte un superávit del 3% del presupuesto
para pagar la deuda pública. En segundo lugar, las tasas de interés
de 23% de Cardoso se basan en la necesidad de seguir atrayendo capital extranjero
para impedir la inflación. La aceptación por parte de Lula de
esta agenda "antiinflacionista" significa que será incapaz
de disminuir sustancialmente las tasas de interés para estimular la inversión
local "productiva". Dados los acuerdos presupuestarios de Lula y sus
lazos con las elites de los negocios, probablemente será incapaz de responder
a las exigencias de los trabajadores de aumentar los salarios, o incluso de
incrementar el salario mínimo. En el caso de que Lula responda en parte
a las expectativas populares, puede esperar que el FMI suspenda los préstamos.
Si disminuye las tasas de interés para estimular la inversión
local, los inversores extranjeros se retirarán, lo cual hará aumentar
la inflación. A pesar de que el control de la inflación puede
ser una herramienta política positiva, es bastante probable que provocara
la inclusión de Lula en la lista negra de las instituciones financieras
internacionales y de los bancos locales privatizados. El hecho de haberse comprometido
con un esquema neoliberal hará que Lula tenga dificultades para iniciar
cualquier nuevo programa, incluso los que prometió a sus nuevos aliados
de las elites de los negocios. Más aún, existe el peligro de que
el nuevo régimen tenga que adoptar medidas represivas para contener las
exigencias populares dentro de los límites impuestos por el FMI y el
Partido Liberal. Durante la campaña electoral, Lula prometió utilizar
toda la fuerza de su régimen para reprimir las ocupaciones ilegales de
latifundios, es decir, los programas de las organizaciones de los trabajadores
sin tierra. También Cardoso utilizó medidas represivas similares,
de acuerdo con sus alianzas preelectorales con los hacendados que controlan
el Partido del Frente Liberal. No cabe duda alguna de que Lula ha heredado una
economía en condiciones desastrosas: inflación galopante, casi
20.000 millones de dólares de desembolsos anuales para la deuda externa,
déficit de la balanza de pagos, crecimiento negativo per cápita,
una moneda en declive, fuga de capitales, grandes desigualdades y un desempleo
y una pobreza cada vez mayores. Pero existen dos opiniones ante la crisis brasileña.
La perspectiva progresista la considera como una oportunidad para transformar
el país, argumentando que es precisamente el fracaso de las políticas
liberales y las alianzas con la derecha lo que exigen una ruptura clara con
el pasado y un giro hacia la izquierda para redistribuir la riqueza y estimular
la economía local, renacionalizar la industria y las instituciones financieras,
retener la renta para inversiones dentro del país y generar empleo, así
como para realizar una reforma agraria que estimule el consumo rural de productos
industriales y la reducción de las importaciones alimentarias.
La perspectiva conservadora –que predomina en el régimen de Lula– arguye
que la crisis interna requiere la conformidad con el modelo existente para "estabilizar"
y "reactivar" la economía, lo cual permitiría llevar
a cabo reformas sociales una vez pasada la crisis. Esencialmente, esta orientación
en "dos etapas" sólo prevé cambios al alza en el gasto
público.
En nuestra opinión, la perspectiva conservadora únicamente perpetuará
o incluso profundizará la crisis e impedirá las reformas marginales.
El problema de la "reducción de la pobreza" sólo se
puede resolver eliminando la concentración de la riqueza que produce
la pobreza y perpetúa las desigualdades. Y la manera más eficaz
de impedir las fugas de capitales consiste en cambiar las formas de propiedad
y las relaciones sociales de producción.
El nuevo régimen tiene un mandato de más del 90% de los 52 millones
de brasileños que votaron por Lula para llevar a cabo una transformación
social. Si el gobierno de los Trabajadores sucumbe a las lisonjas de las concesiones
al comercio marginal de la Administración Bush y a los préstamos
del FMI y del Banco Mundial, y da la espalda a las exigencias mayoritarias de
cambios sociales básicos, no solamente desilusionará a millones
de sus seguidores, sino que pospondrá el desarrollo de Brasil durante
otra generación.
Tres semanas después de su aplastante victoria electoral, Lula dio una
clara señal de la dirección que tomará su régimen.
Convocó una reunión de los líderes de sindicatos, trabajadores
rurales, empleados y funcionarios de gobierno para discutir un "pacto social".
El tema principal que debatieron fue una "reforma laboral" que aumentaría
el poder de la patronal para contratar y despedir trabajadores y congelar salarios,
la eliminación de un impuesto a la patronal para financiar programas
sociales y sindicatos y la concesión, también a la patronal, del
poder de renegociar contratos que invaliden las ventajas sociales legalmente
establecidas de los trabajadores. Al mismo tiempo que daba prioridad a la aceptación
de las exigencias de la patronal, Lula se negó a conceder un incremento
inmediato del salario mínimo de 50 dólares por mes y prometió
considerar un incremento de en torno al 10% (5 dólares), pero a mediados
de 2003. Está claro que Lula, al igual que su predecesor Cardoso, más
que representar a sus electores trabajadores, lo que hizo fue dar señales
de izquierda antes de las elecciones, pero luego se ha pasado a la derecha.
Las dos centrales sindicales principales, la CUT (Confederación Unida
de Trabajadores) y la Força Sindical, así como el movimiento de
los sin tierra (MST), han rechazado de plano las proposiciones de Lula y han
afirmado al mismo tiempo su independencia con respecto al nuevo gobierno. La
agresividad con la que Lula lleve a cabo su programa favorable a los negocios
será lo que determine en qué momento tendrá lugar la ruptura
entre su régimen y las centrales sindicales.