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9 de abril de 2002
El Campanero
James Petras
Rebelión
Traducido para Rebelión por Jorge Capelán
Ibrahim se despertó antes del amanecer dado que ese había sido
su hábito desde que tenía uso de razón. Metió los
pies dentro de las pantuflas que tenía al lado de la cama, levantó
la cajetilla de fósforos que tenía sobre la veladora, encendió
una vela y luego prendió una pequeña cocina de queroseno. Se puso
de pie y se estiró, pero no miró por la ventana, como solía
hacerlo, para ver cómo estaba el tiempo. El trueno de las piezas de artillería
que explotaban y el fuego de ametralladora que le hacía a uno rechinar
los dientes le disuadieron de esa práctica habitual. Se miró en
el espejo, de cerca, y luego abrió el grifo -- no había agua.
Metió una taza en un balde y se lavó, secándose la cara
con la toalla que colgaba al lado del lavabo. Miró la toalla estrujada,
la volvió a levantar y la volvió a poner en su lugar, pulcramente
doblada. Se sacó el pijama y lo dobló bajo su almohada, estiró
las sábanas y las frazadas muy prolijamente. Se dirigió hacia
el pequeño quemador para hacerse el café. Sacó el viejo
pan negro de la alacena, cortó dos rebanadas y lo volvió a poner
en su lugar. Abrió el refrigerador, no estaba frío, sacó
la mantequilla blanda y el queso y untó el pan y rebanó el queso,
al que procedió a cortar en trozos de tamaño uniforme. Se sirvió
su café en una taza azul y llevó el queso y el pan con mantequilla
hasta una mesa pequeña de madera en un plato floreado. Encendió
la radio - pero no salía ningún sonido. En las cercanías
cayó una bomba que hizo temblar el edificio y casi apagó la vela.
Ibrahim hizo un hueco con su mano en torno a la llama, como para protegerla
de intrusiones violentas. Mojó el pan crujiente en el café y lo
comió con un pedazo de queso. Cuando terminó recogió el
plato y la taza y los llevó al fregadero, abrió el grifo, pero
no salía agua. Sacó otra taza del balde, lavó los platos
y los dejó a secar en el secaplatos. Sacó un trapo y limpió
todas las migas de la mesa y de la encimera. Sacó la regadera y con las
últimas gotas regó las plantas. Echó una mirada furtiva
por la ventana hacia su jardín: los rosales estaban pisoteados y había
soldados por todos lados.
"Hoy no puedo regar las plantas," se dijo para sus adentros. "Las ramas están
quebradas, pero tal vez las raíces estén protegidas y las flores
vuelvan a brotar de nuevo, cuando se vayan los soldados". Hablaba más
consigo mismo que con cualquier otra persona. Vivía solo desde hacía
una década, después de la muerte de sus padres. Buscó debajo
de la cama y sacó sus zapatos, y una pequeña sonrisa le cruzó
por la cara. "Ella trataba de ayudar, pero desordenó todo. Me ponía
loco de rabia porque ella ponía todo en el lugar que no era". Ibrahim
hablaba de su cuñada, que había intentado, hacía ya varios
meses, limpiar y ordenar de nuevo el apartamento. Había puesto sus zapatos
en el armario y los cuchillos y las cucharas en el cajón y sacaba las
frazadas para ventilarlas. Ibrahim no estaba contento y volvió a poner
todo en su lugar.
"Tú necesitas una esposa, una mujer para que te cuide", le había
dicho su hermano hace años.
Ibrahim no había respondido, aunque escuchó respetuosamente.
"Quién te va a cuidar cuando estés viejo, o si nos mudamos?"
Ibrahim había vuelto los ojos, perplejo. "No soy viejo", se dijo para
sus adentros más tarde, mientras se miraba al espejo.
Justo cuando estaba de pie frente a la cama, hubo una tremenda explosión
en el piso de abajo, esquirlas de vidrio se metieron en su apartamento, las
cortinas volaron hacia adentro y hasta el piso tembló bajo sus pies.
Ibrahim se arrastró por el piso, recogiendo los pedazos de vidrio roto
y tapó la ventana con la tabla de picar. Miró afuera hacia la
plaza de la Iglesia de la Natividad y vio un tanque monstruoso con su enorme
cañón apuntando hacia la puerta de la iglesia. Ibrahim cayó
de rodillas, el miedo le oprimió el corazón, rezó en árabe
y luego sacó una cruz de debajo de su camisa. La miró: son las
seis, la misa comienza dentro de poco. Había un fuego continuo de ametralladoras,
las órdenes de los soldados, los gritos de los heridos. Se puso el abrigo
y la gorra, y se puso la bufanda alrededor del cuello. Miró hacia abajo,
un gato grande y negro se refregaba contra su pierna. Cortó un poco de
pan, lo remojó en leche y lo puso en un tazón. Salió y
bajó las escaleras. Todas las puertas estaban cerradas, pero podía
oír los sonidos de los niños llorando y los murmullos de sus padres.
Cuando llegó al final de las escaleras, la puerta de un apartamento se
abrió de pronto y una pareja de ancianos se paró frente a él.
"Ibrahim, a dónde vas?" Eran pequeños, les temblaban las manos
y estaban llenos de miedo.
Ibrahim señaló hacia la iglesia. "Voy a tocar la campana de la
iglesia. Quieren que les traiga algo al regresar?"
"Ibrahim! Hoy no hay misa. Los negocios están cerrados. No hay comida.
Hoy los soldados han cerrado la iglesia. Nadie puede dejar su casa. Están
matando a todo el que encuentran en la calle. Tienes que volver a tu cuarto
y esperar."
Ibrahim frunció el ceño. Abrió la puerta. Frente a él
estaba el monstruo de hierro. La pareja de viejos cerró rápido
la puerta y le habló desde adentro.
"Ibrahim, no te dejes ver! Están matando a todo el mundo. Si te pegan
un tiro en la calle nadie te va a ayudar. Le disparan a los doctores. Te vas
a pudrir donde caigas, porque ni siquiera los curas ni los de las pompas fúnebres
se van a hacer cargo de tu cadáver. También los matarán
a ellos".
Ibrahim dudó un poco. Pero si todo el mundo en Belén lo conocía.
En los amaneceres grises de los últimos 25 años se había
levantado y había caminado hasta la pequeña puerta al costado
de la entrada de la iglesia. Había entrado y se había persignado
en el Sagrado lugar del Nacimiento de Jesús y había subido las
escaleras del campanario. Seis toques para la primera misa del día, ocho
para la misa de la mañana, cuatro para un casamiento, tres para un bautismo,
y diez toques para un funeral. Con todas las muertes que han habido últimamente,
parecía que las campanas de la iglesia siempre sonaban. Las manos callosas
de Ibrahim estaban acalambradas. Comenzó a caminar calle abajo mirando
hacia adelante, como transmitiéndoles a los malhechores el mensaje de
que sólo se dirigía hacia la puerta lateral, de que sólo
iba a tocar las campanas para llamar a los fieles como lo había venido
haciendo cada día durante el último cuarto de siglo. Sólo
jalar seis veces de la campana. Sin arma, sin gatillo, con las manos abiertas
a los costados del cuerpo. Caminó frente al tanque y sintió el
calor del metal, el olor a diesel quemado le penetró en la nariz. A su
izquierda, cerca de la entrada de la iglesia estaba un cuerpo sin cabeza, y
la sangre salpicaba el pavimento y la puerta. De repente, Ibrahim fue asaltado
por el miedo, comenzó a caminar más rápido, sólo
estaba a diez metros de la iglesia cuando se escuchó un disparo y luego
varios más.
Ibrahim giró sobre sí mismo, con los ojos llenos de miedo de morir.
Su boca se movía. "Por qué yo? Yo sólo quería tocar
las campanas para la primera misa".
Cayó muerto. Las campanas no doblaron por el campanero. Era un palestino
en la tierra del Gran Israel.