|
JAMES PETRAS
La lucha por
un cambio social progresista en Estados Unidos y en España gira
alrededor de reformas políticas, económicas y culturales. Existe
en la actualidad un reconocimiento cada vez mayor de que el cambio
político y socioeconómico depende cada vez más de la capacidad de
los trabajadores para expresar sus demandas y preocupaciones en
el idioma en el que lo hacen con mayor facilidad. Es más, la creación
de una clase obrera capaz de expresarse y segura de sí misma se
basa en la recuperación de su Historia, de su contribución cultural,
de la memoria colectiva de sus líderes y movimientos que dieron
lugar a la industria y a los servicios que hicieron que la nación
prosperase.
En Estados Unidos,
la lucha de los trabajadores hispanos, asiáticos y afroamericanos
oprimidos se centra en cambios fundamentales de los programas educativos
y sociales. Los manuales de Historia se han escrito de nuevo en
muchos sitios para tener en cuenta la experiencia hispana, afroamericana
y asiática. Con la misma trascendencia, las guerras culturales han
girado en torno a la cuestión del bilingüismo, el derecho de los
niños hispanos y asiáticos a recibir la enseñanza en su idioma nativo,
sea español o asiático, así como en inglés. La reacción de la derecha
angloamericana ha sido la de resistir y oponerse a toda concesión
en favor del reconocimiento de un cierto pluralismo y de la diversidad
cultural, como forma de retener el poder político y económico. El
monolingüismo es el banderín de enganche de la clase étnica dominante
en importantes zonas en las que las poblaciones de idiomas español
y asiático son mayoritarias o están cerca de la mayoría (California,
Texas, la ciudad de Nueva York).
Una situación
parecida se da en Cataluña, donde la clase étnica catalana dominante
está imponiendo un sistema monolingüista a la población de habla
hispana, incluso en las numerosas ciudades del cinturón de Barcelona
en las que la aplastante mayoría de la población y, sobre todo,
los estudiantes son hispanohablantes. La tiranía lingüística de
la elite catalana se justifica mediante una retórica centralista
de la que Franco se habría sentido orgulloso: alusiones a un mítico
pasado catalán, la necesidad de una vigorosa nación unificada y,
más discretamente, el sentimiento de superioridad y arrogancia típico
de todos los grupos étnicos que dominan los principales bancos,
las empresas y los puestos de gobierno.
Los monolingüistas,
sea en Cataluña o en Estados Unidos, evocan la imagen de «amenazas»
a su integridad cultural y, en el colmo del absurdo, se presentan
a sí mismos como «oprimidos» por sus víctimas. Resulta curioso que,
mientras los movimientos populares de los grupos de habla hispana
y asiática han conseguido importantes avances hacia la educación
bilingüe en Estados Unidos, ocurra al contrario en Cataluña: el
dogma monolingüista es cada vez más la práctica habitual. Item más,
si en Estados Unidos son los sindicatos de profesores progresistas,
los movimientos sociales de la izquierda liberal y las confederaciones
sindicales los que han asumido un papel abiertamente en defensa
de los derechos al bilingüismo y a la cultura de afro-americanos,
asiáticos e hispanos, en Cataluña los progresistas (incluidos sindicatos
y partidos de izquierda) han respaldado las políticas monolingüistas
del autoritario régimen catalán.
Los Estados
Unidos tiene graves problemas étnicos y raciales; en pocas palabras,
la sociedad está impregnada de racismo. Pero se admite, y las fuerzas
sociopolíticas están divididas y se enfrentan en torno a los temas
en conflicto. En Cataluña se da una asombrosa falta de conciencia
sobre los derechos de la clase trabajadora de habla hispana, en
particular sobre su derecho a recibir enseñanza en su propia lengua.
Las consecuencias son desastrosas. Estudiantes que se han criado
hablando en un determinado idioma en casa son obligados a estudiar
en otro, lo que les hace padecer una situación gravemente desventajosa.
Tanto los mexicanos en California como los murcianos y andaluces
en Cataluña registran más altas tasas de abandono de los estudios
y de fracaso escolar que los estudiantes cuyo idioma nativo es el
inglés o el catalán. Quizá se trate precisamente de eso al imponer
el monolingüismo: perpetuar las posiciones de privilegio de la población
anglo y catalano hablante en la sociedad mientras se relega a «los
otros» a puestos de baja categoría, peor pagados, porque les faltan
los requisitos de formación exigibles.
Lo absurdo de
esta campaña para catalanizar Cataluña se me reveló hace pocos años,
cuando me pidieron que diera una conferencia en la joya de la educación
superior en Barcelona, la Universidad Pompeu Fabra. ¡El patrocinador
me preguntó si la pronunciaría en catalán o en inglés! «¿Por qué
no en español?», pregunté yo. El profesor respondió que eso era
inaceptable. Así que hablé en inglés y me dí cuenta de que menos
de la mitad de la audiencia entendía la conferencia, aunque el 100%
entendía español. Más tarde pregunté a alguien de la jerarquía universitaria
por qué pensaba que el inglés era menos represivo que el español,
dado que el imperialismo de Estados Unidos enseñoreaba la OTAN y
el imperio financiero de los bancos en Wall Street y Londres. Su
respuesta: «Hemos estado oprimidos por los españoles mientras que
las grandes empresas angloamericanas son socios nuestros en la modernización
de nuestra nación». Rambla abajo, ví «la opresión»: la reconstrucción
del Barrio Chino financiada con fondos del Estado, las nuevas, enormes
y feas torres de acero y cristal de Plaza Catalunya, los bloques
de carísimos pisos nuevos en los alrededores del estadio olímpico
en los que viven los oprimidos catalanes.
Tomé luego el
metro a Besós, en Hospitalet, donde los bares rebosaban a primera
hora de la tarde de jóvenes en paro que bebían cerveza y todo el
mundo hablaba español. ¡Sí, señor! ¡Catalanes oprimidos! Igual que
los anglos oprimidos de Beverly Hills o de la parte este de Manhattan,
que se quejan de la educación bilingüe. En Estados Unidos, los educadores
progresistas que respaldan la diversidad cultural y el bilingüismo
han tenido éxito en las grandes ciudades porque los gobiernos locales
tienen poder para decidir sobre política educativa. Es indispensable
en Cataluña una mayor autonomía municipal para que la mayoría hispanohablante
que vive en los suburbios de Barcelona pueda fomentar el bilingüismo
en las escuelas. A fin de cuentas, si Pujol puede justificar la
autonomía y la autodeterminación catalanas dentro del Estado español,
¿por qué la mayoría hispanohablante de las ciudades de Cataluña
no ha de poder exigir también autonomía y autodeterminación en materia
lingüística? ¿No es hora ya de que los progresistas catalanes dejen
de imitar a la derecha norteamericana?
James Petras es profesor de Etica Política de la Universidad de Binghamton
(EEUU)