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¿Quién mató a Kennedy?

Por Luis Mattini  / La Fogata
arnolkremer@lafogata.org

A
ngel Berzzini era un carpintero de ribera. Carpintero de ribera y modelista, uno de los oficios más aristocráticos de la industria naval. El mejor oficial del astillero, el único que podía construir los bujes de palosanto, cilindros compuestos por un conjunto de maderas de sección trapezoidal de tal perfección que permitía el giro del eje del barco sin dejar pasar el agua. Supongo que hoy se emplearán otros materiales tan eficaces o más, pero en aquellos tiempos el buje de madera era irremplazable en los grandes navíos . .
Berzzini, que como Ud. Puede adivinarlo, gastaba directa sangre italiana, cosa muy corriente en esa gringa ciudad de Campana en la provincia de Buenos Aires, era comunista, cosa ya menos común. Según creo recordar, el secretario del Partido de la zona y a la vez secretario general del Sindicato Autónomo de Obreros de la Construcción Naval que agrupaba a los trabajadores de los Astilleros Anglo Argentino de Campana, una reliquia del sindicalismo anarquista en zona, tan independiente que ni siquiera estaba adherido a la CGT. .
Construíamos y reparábamos barcos, la mayor parte de cabotaje, pero alguno de ultramar. La industria naviera es una de las actividades productivas muy especiales. Un mundo laboral con leyes propias y atado a viejisimas tradiciones en donde la introducción de nuevas tecnologías se lleva a cabo en forma más lenta que el resto de la nueva industria. Dicho de otro modo, la cuota de artesanía en esa organización industrial era, y sigue siendo, muy alta. Por otra parte un barco es como un ser vivo y a su construcción se la vive, más allá que se esté trabajando para el patrón. "Un edificio es un dogma, una máquina es una idea" decía Víctor Hugo, digamos que un barco es algo más que una máquina, es una incógnita. En realidad uno nunca sabe con certeza si esa bella mole de puro fierro va a flotar y mucho menos qué gentes albergará y qué mares habrá de recorrer. Por eso, cuando después de meses o años de trabajo colectivo, se llega a la fiesta de la botadura es como un parto. Son dos ceremonias paralelas. La de arriba y la de abajo. La primera , allá arriba, la que todo el mundo ha visto aunque sea en el cine, en un palco con los colores nacionales, un puñado de empresarios, funcionarios y señoras gordas haciendo estrellar la botella de Champaña. La segunda, abajo, donde decenas de gatos hidráulicos han depositado el barco sobre las anguileras. Un capataz, general de campo, con el silbato en los labios y una imaginaria espada en la mano; dos hábiles operarios con la maza en las manos dispuestos de arqueros y los gruístas, tractoristas y lingadores en tensión. En esa especie de inauguración de Juegos Olímpicos falta sólo la antorcha. Silencio absoluto por un eterno instante y al sonido del silbato dos mazazos al unísono harán saltas las cuñas clave bajo la popa y los malacates le darán el tirón inicial perfectamente coordinados. Y esa mole comenzará a deslizarse por la encebadas anguileras hacia el agua. Primero imperceptiblemente, y luego con asombrosa suavidad hasta ingresar en el río Paraná. Momento culminante, el barco, después de equilibrar la proa con la popa, se balanceará de babor a estribor hasta quedar por lo general ligeramente escorado, pero felizmente flotando y será saludado con un potente ¡Hurra!, de dos o tres centenares de obreros y técnicos agrupados en los planos más dispares que cubrirán los aplausos del palco oficial.. .
Yo había ingresado al Astillero con apenas veinte años cumplidos - ya liberado del servicio militar obligatorio - como herrero naval, egresado de la Escuela de Aprendices de la Marina y con una modesta experiencia sindical en el gremio de ATE y un pretendido bagaje de marxismo. Lo primero que hice fue tratar de reconocer la gente de izquierda. Me encontré con que aquello era una "cueva de comunistas" con mayor influencia práctica del anarquismo que del stalinismo. Hay que tener en cuenta que la industria naval produce un tipo muy especial de trabajador. Y en todo caso Berzzini era su expresión prototípica. .
Porque el viejo era un artista. Tendría la edad de mi padre quien también era carpintero. Como Ud. habrá observado, los carpinteros parecen adquirir el color de las maderas, dicho con mayor propiedad, de la carpintería, de modo tal que uno puede adivinar cuando está frente a un carpintero sin saberlo y aunque su ropa de trabajo esté recién lavada. ¡Qué digo!¡Hasta de traje y corbata! Así fue que el primer día se me acercó y su figura y olor a madera contrastaba entre los fierros y el chisperío de la construcción naval. Me saludó con cierta ceremonia dándome la bienvenida y pidiéndome que me acercara a su puesto de trabajo para afiliarme al sindicato y explicarme la reglas internas. Allá fui, al taller de modelismos, al lado de la sala de gálibos. El trazado de gálibos es el alma de la construcción de una nave y a mí me fascinaba particularmente esa profesión a tal punto que estaba pensando ingresar a la facultad para seguir ingeniería naval.. El viejo, bueno viejo en un modo de ver, porque Berzzini andaría por los cincuenta años pero para nuestra briosa post adolescencia era el viejo, el viejo estaba detrás del banco de trabajo y al verme entrar sus ojos pasaron del azul al celeste casi reflejando las herramientas de su quirófano. El cigarrillo en sus labios ya casi pucho mantenía, sin embargo, la ceniza entera con una forma un tanto retorcida y no se caía a pesar del movimiento al hablar. Cadencioso, medio campechano, medio vueltero y con un timbre un tanto metálico, me explicaba que era obligatorio afiliarse al sindicato, cosa que yo ya sabia de todos modos. Conversamos largo rato y yo, conociendo su filiación política, de puro atropellado, traté de orientar la charla sobre el tema. Pero Berzzini se mantuvo prudente en ese aspecto. Nadie en esa época andaba ventilando que era comunista. .
A los pocos meses era yo delegado general de fábrica, pero mis contactos más intensos los tenía con los delegados de sección con quienes debía encarar los reclamos cotidianos. En todo caso Berzzini se encargaba de asesorarme en las prácticas internas. En ese sindicato un delegado no podía tener jamás una conversación a solas con un jerárquico de la patronal, ni aun sobre temas específicamente técnicos de su especialidad. Si un gerente o jefe, en recorrida por el taller o la obra, se me acercaba por cualquier circunstancia, yo debía llamar a mi lado al compañero que estuviera más cerca para que escuchase la conversación. Y, desde luego, ante todo reclamo en las oficinas directivas debía ir acompañado por lo menos del delegado de la sección que correspondiera. En algunos casos más generales iba junto con la comisión directiva sindical y del propio Berzzini. .
En realidad Berzzini era comunista por razón y anarquista por corazón. Su lenguaje tenía más de los legendarios ácratas que de la muletillas de los los militantes del partido comunista. No gastaba pólvora en chimangos y podía expresar sus convicciones ideológicas con una orfebrería de frases como si trasladara al verbo sus habilidades prácticas de artesano. Sin embargo, en la conducción del sindicato era un viejo zorro que sabía utilizar todas las artimañas y los juegos no siempre pulcros propios de los sindicalistas, tanto contra la patronal frente a la que ubicaba una muralla china de clase, como contra las demás corrientes dentro del gremialismo, donde maniobraba con astucia. Con el tiempo empezamos a discutir de política, de marxismo y de la revolución. Desde luego que chocamos fuertemente por mi "guevarismo", pero Berzzini no perdía los estribos ni retrocedía, como así tampoco intentaba afiliarme al Partido. Sucedía que se había establecido una división de tareas, porque el encargado de reclutarme era un joven de mi misma generación que insistía cargosamente todos los días sin amilanarse por la falta de éxito. .
Un día ocurrió algo que hoy puede parecer tan insólito a punto de dudarse de la veracidad de este relato. Juro al lector que fue absolutamente cierto. Cuando llegué por la mañana al astillero me abordó el gordo Lamela, el delegado de los soldadores, un irigoyenista medio arrebatado, pero para quien la solidaridad y la amistad no eran discursos sino práctica cotidiana. Tenía un papel con la lista de los comunistas conocidos del astillero encabezados, por supuesto, por Berzzini, porque los habían detenido la noche anterior. El gordo juntaba firmas entre los compañeros para exigir su libertad. No era demasiado extraño que algún compañero comunista fuese preso y se levantaran firmas por él. Pero una redada masiva que, como lo supimos más tarde, comprendía a la mayor parte de los miembros de dicho partido de la ciudad de Campana, sonaba un poco alarmante porque solía ocurrir cuando había conatos de golpe de estado. . .
¿Qué había ocurrido? El día anterior en la ciudad de Dallas, Estados Unidos de América, habían matado a balazos a su presidente J. F. Kennedy y, de inmediato, el comisario de la ciudad de Campana metió presos a todos los comunistas "fichados". Nunca se supo de dónde vino la orden, ni qué se proponía este comisario más papista que el Papa. Sea por las firmas o por lo que fuere, los presos fueron liberados a los pocos días. .
El macartismo fue y es moneda común en nuestro país y en América. Pero hay que decir que el celo de este "representante de la ley" deja poco lugar para la ingeniosidad del escritor de ficción y sólo queda imaginar al señor de la madera, Angel Berzzini, sin su jardinera de trabajo, sin su libreta de apuntes y su eterno cigarrillo-ceniza en los labios, zamarreado, vapuleado y quizás golpeado, manteniendo la dignidad, intentando responder a la pregunta policial: ¿Dónde estaba ayer entre las 10 y las 16 horas?