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LUIS MATTINI

Historia de un pliego de papel
Recordando al compañero  Haroldo Conti, militante del PRT-ERP a 44 años de su secuestro y desaparición   

Por Luis Mattini
La Fogata

"El arte será

en todo revolucionario

o no será nada"

Haroldo Conti

La imagen puede contener: 1 personaAhora sé que estoy prisionero. Quizás dentro de algunas horas estaré desaparecido. Esta palabra ha adquirido una nueva acepción en el castellano de Latinoamérica. Todo está muy oscuro aquí y, para nosotros, que valemos sólo con la luz, estas tinieblas nos quitan la razón de existencia; somos muchos compañeros silenciados y apilados en este recinto de roble; silencio, silencio, "el silencio es salud"; perdón por lo monotemático, pero es que somos mudos, inútiles sin la luz; no nos importa la carencia de aire, calor o alimentos, sólo necesitamos luz. Oigo las voces y los ruidos que se cuelan desde el exterior; sonidos hasta ahora desconocidos para mí; voces humanas que no parecen tales, imperativas, prepotentes, irritantes y hasta morbosas; taconeos, arrastre de cuerpos pesados y accionar de artificios mecánicos. ¡Qué diferencia con las voces de la gente que nos cuidaba en los montes de híbridos!

Pero yo tengo una historia y creo que hermosa... se la puedo contar a través de este hilito de luz. que se filtra por el rectángulo. Con esta escasa iluminación mi voz será débil; agucen el oído, por favor, y quizás podrán escucharme.

Mi madre fue acostada en el seno de un surco abierto junto a un albardón, en los humedales del Delta del Paraná, ese gran río que en lengua guaraní significa "Padre de las aguas"; la cubrieron de tierra y lodo y a las pocas semanas de su cuerpo brotamos centenares de hijuelos. Mis ancestros pertenecían a un grupo muy especial: los híbridos, la cruza entre el sauce con el álamo carolina, llamados "Carolina 614" porque fueron creados por ingenieros forestales, quienes después de seiscientas catorce pruebas llegaron a la calidad óptima; la madera más adecuada de estas tierras para producir papel de diario. Durante meses, hombres y mujeres de piel morena cuidaron nuestro crecimiento; nos protegían de los animales, de las malezas, las crecientes y también de otros hombres.

Al tiempo llegaron unos señores distintos de nuestros cuidadores y a muchos de nosotros nos marcaron con una hebra de junco. Yo no podía más de la intriga. Intuía que me iban a separar de mis hermanos. Estaba asustado y a la vez expectante ya que imaginaba la posibilidad de conocer nuevos mundos. Al día siguiente, por la mañana, uno de los trabajadores me separó del cuerpo de mi madre con un cuchillo y me llevó, junto con millares de hermanos, hasta un campo cercano, que había sido arado y rastrillado y allí nos trasplantaron en forma de damero tan perfecto que desde donde se nos viera formábamos una línea recta. Al extremo sur, en los albardones que lindaban con el gran río, una larga hilera de pinos nos protegía con sus cuerpos contra la furia del pampero. Esas coníferas llevaban muchos años allí. Sus abuelos habían sido traídos por un señor llamado Sarmiento, gran amigo de los árboles, desde las tierras del hemisferio norte y en este Delta funcionan como rompevientos.

Empecé a crecer rápidamente, sorbiendo el alimento directamente desde la tierra y buscando hacia arriba el sol. Esa necesidad de sol, rodeado de semejantes, nos hace más esbeltos. A los dos años viví una experiencia terrible. Fue como si la naturaleza se hubiese negado a sí misma; vino una de esas grandes crecientes de la cuenca del Paraná, en otoño, para marzo creo, cuando obran en funesta coincidencia, las lluvias en el norte, allá por Paraguay y Brasil, con el viento del sudeste en la desenbocadura del Río de la Plata. El agua empezó a sobrepasar las raíces y cubrir mi tronco, subiendo y subiendo al tiempo que el viento se mantenía persistentemente por días y días, inclinándonos peligrosamente y haciendo flaquear a muchos de mis compañeros. Cuando dejó de soplar fue peor: el torrente, ahora liberado de la contención de la sudestada, se lanzó hacia el mar arrastrando todo a su paso. Pude ver muchos animales vivos y muertos llevados por la corriente: vacas, caballos, carpinchos, también árboles, casas, embarcaciones destrozadas. Así conocí los camalotales, islas flotantes de plantas acuáticas que vienen desde el alto Paraná arrastradas hacia el mar, portando a veces involuntarios pasajeros: culebras, yararás y hasta algún yaguareté. Por un momento los envidié, pues pensé que ellos tenían la posibilidad de conocer nuevos mundos en cambio yo estaba con los pies cautivos a la tierra. Pasada la creciente volvieron los trabajadores y arreglaron los desastres. Los caídos fueron reemplazados, repararon los drenajes, revisaron las raíces y apuntalaron a los débiles.

A la séptima primavera era yo adulto. Alto, de unos diez metros, con un tallo de más de veinte centímetros de diámetro. Ese es el rasgo de mi raza; somos adultos a los siete años y maduros para la industria del papel. Los pinos de las orillas se burlan de nosotros por ser híbridos, mestizos, dicen en forma despectiva, pero ellos no saben que gracias a estos mestizos es posible conservar los bosques centenarios de lengas, robles, araucarias y otros árboles preciosos. Más allá de mi orgullo, debo confesar que me sentía frustrado por no haber logrado la facultad de otros seres vivos, la de emitir sonidos, como los pájaros que pueden cantar, y mucho menos la del hombre, que posee el habla.

Después llegaron trabajadores con sierras mecánicas y hachas; traían también rieles que tendían a lo largo del monte hacia el gran río. Sobre los mismos colocaban zorras. Empezaron a cortarnos al ras del suelo y cuando caíamos el hombre de la sierra gritaba "aaarbol!. Otros hombres separaban nuestro follaje mientras unos terceros nos trozaban.

Deje de ser árbol para transformarme en tronco.

Luego, con las zorras nos llevaron hasta la orilla del Paraná Guazú. ¡Qué río! Allí nos cargaron en unas chatas y después de un día de viaje divisamos chimeneas y un puente grúa sobre la margen derecha del río Paraná de las Palmas.

Ese monstruo mecánico llamado grúa nos prendió con insospechada suavidad y nos depositó en un conducto parecido a los acueductos precolombinos. Por esa vía llegamos hasta grandes albercas donde nos remojaron a gusto para pasar luego a una máquina que nos dejó completamente pelados. Después, en otro sitio complicado, dejamos de ser troncos para transformarnos en pasta, materia prima del papel. Es como la masa para los espaguetis Yo trataba de no perder detalle y veía enredadas instalaciones industriales y sobre todo muchos hombres; la mayoría con monos azules, unos cuantos con guardapolvos blancos y de vez en cuando alguno de traje y corbata con aire de mandón.

De la planta de pasta pasamos a los cilindros, especie de palos de amasar montados sobre cojinetes y comenzó un largo recorrido que subía y bajaba como una montaña rusa. Poco a poco me afinaba y se constituían nuevas fibras en mi cuerpo; me di cuenta que dejaba de ser pasta, cada vez más delgado, ancho y largo y circulaba por esos cilindros a una velocidad que me mareaba. Y así llegamos a un lugar en el cual una malla de bronce escurría el resto de agua. Ya era papel.

La mayor parte de la producción se enrollaba en bobinas destinadas a las rotativas de los diarios. Pero a mi me tocó otro destino. Luego de un proceso de refinamiento satinado, le dicen una guillotina nos cortaba en pliegos destinados a la industria de libros. Cuando hube sido empaquetado por resmas, conocí por primera vez la oscuridad que impide ser. Sin embargo al volver a ver la luz tuve la inesperada sorpresa de recibir nada menos que el don de la palabra.

Fue así: alguien nos sacó del paquete y nos colocó sobre una complicada máquina. En ella había un pariente lejano nuestro, de alta alcurnia, de esos que se fabrican con trapos, apto para la "fotomecánica" o algo por el estilo. En él estaban grabadas estas palabras, impresas ahora en mí y que ustedes pueden leer con este hilito de luz. Fíjense: "...Cafuné sopla y sopla la flautita de hueso. Es un chorrito de aire, un raspón de metal, un alma finita de viento que se enrosca en el aire..."

Como ven, lo que se dice literatura. ¡Se dan cuenta! ¡Literatura! ¡Qué envidia me daba ese aristócrata de papel, al cual algunos nombraban también con una vieja palabra inglesa "stencil", adquiriendo la capacidad de decir!. Sin embargo al rato una de las personas puso en movimiento la máquina y sentí que giraba como loco para caer a un costado junto a mis hermanos. ¡Y entonces me vi cubierto de letras! ¡Dejé de ser papel para convertirme en libro! Soy "Mascaró, el cazador americano", la novela de Haroldo Conti.

Pero algo no anda muy bien porque mi autor está desaparecido y por eso ahora estoy aquí, secuestrado en este armario policial. Mejor dicho Mascaró está secuestrada. Sobre los escritorios se ven otros pliegos que a ojos vista no vienen del monte de híbridos de las riberas el Paraná. Son "oficios", finolis del papel, fabricados con pastas nórdicas. Tienen trama tersa, sólida y gruesa que parece tela, rayados, ostentan cuño policial o de alguna fuerza de seguridad del estado. Su texto empieza con la palabra "sumario". Por él nos enteramos que ha pasado y qué hacemos aquí. Parece que la gente que escribe novelas es peligrosa para el estado; Haroldo Conti y otros escritores fueron detenidos y desaparecidos, sus obras secuestradas. Y no sólo las novelas, a mi lado hay una "Enciclopedia Salvat", acusada de pervertir la juventud.

Más allá se ve un aristócrata con sello del Poder Ejecutivo Nacional y la firma de un General presidente de la Nación que ordena incinerarnos. ¡Qué terrible!. "Mascaró" a la hoguera; La Enciclopedia Salvat, con toda su hermosura gráfica al crematorio.

Sin embargo siguen pasando cosas: es de noche, me doy cuenta por el cambio de los sonidos. Parece que he despertado la curiosidad de uno de los policías de custodia. Ha abierto el cajón, me toma, la luz casi me encandila y comienza a leer y al rato siento que lo que recibe le conmueve; parece que le gusta y le emociona, por momentos se ríe de buena gana con el humor de Haroldo… y hasta le hace pensar. Ya es la madrugada y este señor termina su guardia sin haber completado el libro. ¡Qué lástima! Pero…siguen pasando cosas: discretamente nos introduce en su bolso personal ¿Se dan cuenta ustedes? ¡Me lleva para su casa, me está robando!

Chicas y muchachos que me han seguido hasta el final, quizás hoy por Internet, no importa, fui escrito sobre papel; cuando vean una hoja impresa arrojada al suelo por los bárbaros, traten de ver en ella los montes de híbridos del Delta del Paraná; un mar de verde sauce álamo, matizados en algunos ángulos por el rubí de los ceibales, y custodiados desde los frentes del pampero por pinos europeos, robles o cipreses; imaginen esos troncos transformados en pasta y esa pasta en papel; recuerden esas manos que hicieron posible el milagro de la palabra impresa, ese instrumento de comunión que le permite a Mascaró, y tantos como él ,seguir su galope de libertad a pesar del secuestro y la desaparición de su padre.

Fuente: lafogata.org