18 de diciembre de 2002
Terrorismo y respuesta justa
Noam Chomsky
Traducción al español de Juan Mari Madariaga
Znet
Una definición del terrorismo
El 11 de Septiembre entrará seguramente en los anales del terrorismo
como un momento definitorio. Los atentados de ese día fueron condenados
en todo el mundo como graves crímenes contra la humanidad, con el acuerdo
casi universal de que todos los Estados deberían actuar para «librar
al mundo de los malvados» y de que «el azote del terrorismo» –particularmente
el terrorismo internacional respaldado por algunos Estados– es una plaga propagada
por «opositores depravados a la propia civilización» en un «regreso a
la barbarie» que no puede ser tolerado. Pero más allá del enérgico
apoyo a las palabras de los dirigentes políticos estadounidenses –George
W. Bush, Ronald Reagan y su secretario de Estado George Shultz1–
las interpretaciones han sido variadas, tanto en la cuestión concreta
de la respuesta apropiada a los crímenes terroristas como en el problema
más genérico de determinar su naturaleza.
Sobre esta última, la definición oficial estadounidense llama
«terrorismo» al «uso calculado de la violencia o la amenaza de emplearla para
alcanzar fines de naturaleza política, religiosa o ideológica
[...] mediante la intimidación, la coerción o la inculcación
del miedo»2. Esa formulación deja muchas preguntas abiertas,
entre ellas la eventual legitimidad de acciones violentas con el fin de lograr
«el derecho de autodeterminación, la libertad o la independencia, según
lo establecido en la Carta de las Naciones Unidas, de los pueblos privados por
la fuerza de esos derechos [...], en particular de los pueblos bajo regímenes
coloniales y racistas o una ocupación extranjera [...]». En su denuncia
más vigorosa de los crímenes terroristas, la Asamblea General
de la ONU respaldó no obstante tales acciones por 153 votos contra 23.
En la explicación de sus votos negativos Estados Unidos e Israel se refirieron
a las frases que acabamos de citar. Entendían que justificaban la resistencia
contra el régimen sudafricano, un aliado de Estados Unidos responsable
de más de un millón y medio de muertos y de 60.000 millones de
dólares en daños a los países vecinos tan sólo en
1980-88, dejando a un lado los causados en el propio país. Esa resistencia
era dirigida por el Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela, uno de los
«grupos terroristas más notorios» según un informe del Pentágono
de 1988, mientras que la RENAMO, financiada por el gobierno sudafricano, era
calificada en el mismo informe como un mero «grupo insurgente indígena»,
aun señalando que podía haber matado a 100.000 civiles en Mozambique
en los dos años precedentes4. Las mismas frases servían
para justificar la resistencia frente a la ocupación militar israelí,
entonces en su vigésimo año, que mantiene el sometimiento de los
territorios ocupados mediante la violencia sistemática con la decisiva
ayuda militar y diplomática de Estados Unidos, esta última con
el fin de bloquear el consenso internacional existente desde hace muchos años
en torno a la necesidad de un acuerdo de paz5.
A pesar de tales desacuerdos fundamentales, la definición oficial de
Estados Unidos me parece adecuada como punto de partida para esta discusión6,
aunque los desacuerdos arrojan cierta luz sobre la naturaleza del terrorismo
según distintas perspectivas.
Volvamos a la cuestión de la respuesta apropiada. Algunos argumentan
que el terrorismo es un mal «absoluto» y merece como respuesta «una doctrina
igualmente absoluta»7, lo que parece dar a entender la necesidad
de un ataque militar implacable según la doctrina Bush, citada con evidente
aprobación en esa misma colección de ensayos sobre la «Era del
Terror»: «Si alguien da cobijo a terroristas es un terrorista; quien ayuda
e incita a terroristas es un terrorista y se le debe tratar como a tal».
El volumen en cuestión refleja la opinión expresada en Occidente
que considera apropiada y correctamente «calibrada» la respuesta de Estados
Unidos y el Reino Unido, pero el alcance de tal consenso parece limitado a juzgar
por las pruebas disponibles, sobre las que volveremos más adelante.
Más en general, no abundan los adeptos a la doctrina de que el bombardeo
masivo es la respuesta apropiada a los crímenes terroristas, ya sean
los del 11 de Septiembre u otros aún peores que por desgracia no son
difíciles de encontrar. Eso si adoptamos el principio de universalidad:
si una acción es correcta (o incorrecta) cuando la llevan a cabo otros,
será igualmente correcta (o incorrecta) cuando la efectuamos nosotros.
Los que no llegan al nivel moral mínimo de aplicarse a sí mismos
las normas que aplican a otros –más rigurosas, de hecho– no pueden ser
tomados en serio cuando hablan de lo apropiado de la respuesta, o de lo correcto
y lo incorrecto, del bien y el mal.
El ejemplo de Nicaragua
Para ilustrar lo que está en juego, consideremos un caso que no es el
más extremo pero sí indiscutible, al menos entre quienes sienten
cierto respeto por la ley internacional y las obligaciones establecidas en los
tratados. Nadie habría apoyado bombardeos nicaragüenses sobre Washington
cuando Estados Unidos rechazó la orden del Tribunal Internacional de
poner fin a su «uso ilegal de la fuerza» y de pagar a Nicaragua reparaciones
sustanciales, decidiendo por el contrario una escalada de sus crímenes
terroristas internacionales, ampliándolos oficialmente a los ataques
sobre blancos civiles indefensos, vetando una resolución del Consejo
de Seguridad que pedía a todos los Estados que respetaran el derecho
internacional y votando solo en la Asamblea General (aparte de uno o dos Estados
clientes) contra resoluciones similares. Estados Unidos menospreció al
Tribunal Internacional de Justicia argumentando que, dado que otras naciones
no están de acuerdo con nosotros, debemos «reservarnos la capacidad de
determinar si ese tribunal tiene jurisdicción sobre nosotros en cada
caso particular»; este caso, el de los ataques terroristas contra Nicaragua,
correspondía «esencialmente a la jurisdicción interna de Estados
Unidos»8.
Al mismo tiempo Washington continuó saboteando los esfuerzos regionales
por alcanzar un acuerdo político, siguiendo la doctrina formulada por
George Shultz, un «moderado» de la administración: Estados Unidos debía
«extirpar [el cáncer de Nicaragua]» por la fuerza. Shultz rechazó
con desprecio a quienes defienden «medios utópicos y legalistas como
la mediación exterior, las Naciones Unidas y el Tribunal Internacional
de Justicia, sin prestar atención al elemento de poder de la ecuación
[...] Las negociaciones equivaldrían a una capitulación si no
se proyecta sobre la mesa de negociaciones la sombra de la energía».
Washington continuó manteniendo la doctrina Shultz cuando, a pesar de
las serias objeciones estadounidenses, los presidentes centroamericanos acordaron
en 1987 un plan de paz: el Acuerdo de Esquipulas, que exigía que todos
los países de la región dieran pasos hacia la democracia y el
respeto a los derechos humanos bajo supervisión internacional, subrayando
que un «elemento imprescindible» era el fin del ataque de Estados Unidos contra
Nicaragua. Washington respondió ampliando de nuevo su ofensiva, triplicando
los vuelos de abastecimiento de la CIA para las fuerzas terroristas. Tras mantenerse
al margen del Acuerdo, con lo que lo saboteó eficazmente, Washington
procedió a exceptuar igualmente a sus regímenes clientes, proyectando
la sustancia –no la sombra– de la energía para desmontar la Comisión
Internacional de Verificación (CIV) al considerar sus conclusiones inaceptables,
y exigiendo, con éxito, que el Acuerdo se revisara con el fin de permitir
a sus Estados clientes proseguir sus atrocidades terroristas. Éstas sobrepasaron
de lejos la propia guerra devastadora de Estados Unidos contra Nicaragua que
dejó decenas de miles de muertos y el país arruinado, quizá
sin posibilidades de recuperación. Manteniendo la doctrina Shultz, Estados
Unidos obligó con severas amenazas al gobierno de Nicaragua a retirar
la demanda de reparaciones ante el TIJ9.
Difícilmente se podría encontrar un ejemplo más claro de
terrorismo internacional según lo definido oficialmente, esto es, operaciones
destinadas a «demostrar con violencia notoriamente indiscriminada que el régimen
existente no puede proteger a la gente supuestamente bajo su autoridad», causando
así no sólo «angustia, sino el deterioro de las relaciones que
constituyen el orden social establecido»10. El terrorismo de Estado
en otros países de Centroamérica en esos años también
puede entenderse como terrorismo internacional, a la luz del papel decisivo
en él de Estados Unidos y de sus objetivos, a veces abiertamente proclamados,
por ejemplo, por la Escuela Militar de las Américas, que entrena a los
oficiales latinoamericanos y se enorgullece de que la «teología de la
liberación [...] fuera derrotada con la ayuda del ejército estadounidense»11.
Parecería deducirse bastante claramente que solamente quienes apoyaran
un bombardeo de Washington como respuesta a esos crímenes terroristas
internacionales –es decir, nadie– podría aceptar «la doctrina igualmente
absoluta» como respuesta a las atentados terroristas o considerar el bombardeo
masivo como una respuesta apropiada y correctamente «calibrada».
Ampliación del principio
Consideremos, a la luz de la sentencia del TIJ en el caso de Nicaragua, algunos
de los argumentos legales que se han presentado para justificar el bombardeo
británico-estadounidense sobre Afganistán; no me refiero aquí
a su validez, sino a sus implicaciones si se mantiene el principio de normas
universales. Christopher Greenwood argumenta que Estados Unidos tiene derecho
a la «autodefensa» contra «quienes causaron o amenazaron [...] la muerte y la
destrucción». Pero su cita se puede aplicar mucho más claramente
a la guerra de Estados Unidos contra Nicaragua que a los talibán o Al-Qaeda,
de forma que si vale para justificar el bombardeo y el ataque por tierra de
Estados Unidos en Afganistán, Nicaragua habría tenido derecho
a realizar ataques mucho más severos contra Estados Unidos. Otro distinguido
profesor de derecho internacional, Thomas Franck, apoya la guerra de Estados
Unidos-Reino Unido contra Afganistán en el argumento de que «un Estado
es responsable de las consecuencias que puedan derivarse de permitir que su
territorio sea utilizado para dañar a otro Estado»; esto se podría
aplicar con seguridad a Estados Unidos en los casos de Nicaragua, de Cuba y
de muchos otros países, siendo muchos de esos casos extremadamente graves12.
No hace falta decir que en ninguno de esos casos se consideraría ni remotamente
tolerable la violencia en «defensa propia» contra actos continuados de «muerte
y destrucción»; actos, no simples «amenazas».
Lo mismo se puede decir de propuestas más matizadas sobre una respuesta
apropiada a atentados terroristas. El historiador militar Michael Howard propone
«una operación de policía bajo auspicios de las Naciones Unidas
[...] contra una conspiración criminal cuyos miembros deben ser buscados
y llevados ante un tribunal internacional, donde se les sometería a un
juicio justo, y en caso de ser hallados culpables, cumplirían la condena
correspondiente». Suena bastante razonable, aunque la idea de que esa propuesta
fuera de aplicación universal resulta increíble. El director del
Centro para la Política de Derechos Humanos de Harvard argumenta que
«la única respuesta responsable a los actos de terrorismo es un honrado
trabajo policíaco y un proceso judicial ante un tribunal, vinculado al
uso decidido e implacable de la energía militar contra quienes no puedan
ser sometidos a la justicia»13. También parece razonable,
si agregamos la matización de Howard sobre la supervisión internacional,
y si el recurso a la fuerza no tiene lugar hasta que se hayan agotado los medios
legales. Su criterio no se aplica por tanto al 11 de Septiembre (Estados Unidos
se negó a ofrecer pruebas y rechazó ofertas condicionales sobre
la entrega de los sospechosos), pero sí se aplica muy claramente al caso
de Nicaragua.
Y también a otros casos. Consideremos el de Haití, que ha ofrecido
abundantes pruebas para apoyar sus repetidas peticiones de extradición
de Emmanuel Constant, quien dirigió las fuerzas responsables de millares
de muertes bajo la junta militar que Estados Unidos apoyaba tácitamente
(por no hablar de la historia anterior); Estados Unidos rechaza esas peticiones,
probablemente debido al temor de que Constant pudiera hacer revelaciones embarazosas
en caso de ser sometido a juicio. La petición más reciente de
extradición se presentó el 30 de septiembre de 2001, al mismo
tiempo que Estados Unidos exigía a los talibán la entrega de bin
Laden14. Esa coincidencia también fue ignorada, de acuerdo
con el principio de que hay que rechazar vigorosamente las normas morales mínimas.
La respuesta al terrorismo
Volviendo a la «respuesta responsable», un llamamiento a su puesta en práctica
en casos en que es claramente aplicable sólo suscitaría furia
y desprecio. Algunos han formulado principios más generales para justificar
la guerra de Estados Unidos contra Afganistán. Dos eruditos de Oxford
proponen un principio de «proporcionalidad»: «La magnitud de la respuesta estará
determinada por la intensidad con que la agresión afectó a los
valores dominantes en la sociedad atacada»; en el caso de Estados Unidos, la
«libertad para pretender la mejora personal en una sociedad plural con economía
del mercado», alevosamente atacada el 11 de Septiembre por unos «agresores [...]
cuya ortodoxia moral diverge de la de Occidente». Puesto que «Afganistán
es un Estado que se alinea con los agresores» y puesto que se negó a
entregar a los sospechosos, «Estados Unidos y sus aliados, según el principio
de proporcionalidad, podía recurrir justificada y moralmente a la fuerza
contra el gobierno talibán»15.
Pero según el principio de universalidad Haití y Nicaragua podían
«recurrir justificada y moralmente a la fuerza» contra el gobierno de Estados
Unidos. Y esa misma conclusión se extiende mucho más allá
de esos dos casos de terrorismo de Estado, unos más serios y otros de
menor importancia como el bombardeo de Clinton a la planta farmacéutica
de al Shifa en Sudán en 1998, que produjo «varias decenas de miles» de
muertos según el embajador alemán y otras fuentes fiables, cuyas
conclusiones son acordes con las evaluaciones inmediatas de observadores bien
informados16. El principio de proporcionalidad concedía pues
a Sudán el derecho a represalias de terror masivo, conclusión
que se refuerza si consideramos que ese acto del «imperio» tuvo «consecuencias
sociales y económicas espantosas para Sudán, de modo que aquella
atrocidad fue proporcionalmente mucho peor que los crímenes de 11 de
Septiembre; por muy espantosos que fueran éstos, no tuvieron unas consecuencias
tan graves17.
La mayoría de los comentarios sobre el bombardeo de Sudán se refieren
a la cuestión de si se creía o no realmente que aquella fábrica
producía armas químicas; pero en cualquier caso no se plantea
«la intensidad con que la agresión afectó a valores claves de
la sociedad atacada» como la supervivencia. Otros apuntan que las muertes no
fueron intencionadas, como sí lo son muchas de las atrocidades que denunciamos
con razón. En este caso apenas se puede dudar que los estrategas estadounidenses
conocían bien las probables consecuencias letales del bombardeo, por
lo que éste sólo se puede excusar sobre la base de la suposición
hegeliana de que los africanos son «meras cosas», cuyas vidas «no tienen valor»,
una actitud acorde con la práctica hasta un punto que las víctimas
entienden bien, sacando sus propias conclusiones sobre la «ortodoxia moral de
Occidente».
La primera «guerra contra el terrorismo»
Uno de los participantes en el volumen de Yale (Charles Hill) reconocía
que el 11 de Septiembre se había iniciado la segunda «guerra contra
el terrorismo». La primera fue declarada veinte años antes cuando entró
en funciones la administración Reagan, con el acompañamiento retórico
ya citado; y «la ganamos», anuncia Hill triunfante, aunque el monstruo terrorista
quedó solo herido, no muerto18. La primera «era de terror»
resultó ser un aspecto importante de los asuntos internacionales durante
toda la década, sobre todo en Centroamérica pero también
en Oriente Medio, donde el terrorismo fue seleccionado por los medios como el
principal asunto de 1985 y alcanzó puestos muy altos en otros años.
Podemos aprender mucho de la actual guerra contra el terrorismo investigando
la primera fase y cómo se presenta hoy. Un importante especialista académico
califica la década de 1980 como la del «terrorismo de Estado» o «la implicación
permanente del Estado como "patrocinador" del terrorismo, especialmente
por parte de Libia e Irán». Estados Unidos se limitó a responder,
adoptando una «actitud preventiva contra el terrorismo». Otros recomiendan ahora
los métodos con los que «ganamos»: las operaciones por las que Estados
Unidos fue condenado por el Tribunal Internacional y el Consejo de Seguridad
(si no tenemos en cuenta el veto de los propios Estados Unidos) constituyen
el modelo para «un apoyo del tipo nicaragüense para los adversarios de
los talibán (especialmente la Alianza del Norte)». Un destacado historiador
del tema encuentra profundas raíces para el terrorismo de Osama bin Laden:
en Vietnam del Sur, donde «la eficacia del terrorismo del Vietcong contra el
Goliat americano armado con tecnología moderna despertó la esperanza
al mostrar que el núcleo de Occidente era también vulnerable»19.
Ateniéndose a lo convencional, esos análisis presentan a Estados
Unidos como una víctima benévola, que se defiende a sí
misma del terrorismo de otros: los vietnamitas (en Vietnam del Sur), los nicaragüenses
(en Nicaragua), los libios e iraníes (aunque sufrieron un poco a manos
estadounidenses, eso no mereció la atención de la prensa), y otras
fuerzas anti- estadounidenses en todo el mundo.
Pero no todos ven el mundo de esa forma. El lugar más obvio es Latinoamérica,
que cuenta con una notable experiencia en cuanto al terrorismo internacional.
Los crímenes del 11 de septiembre fueron allí duramente condenados,
pero sin olvidar al mismo tiempo sus propias experiencias. Como observaba la
revista de investigación de la universidad jesuita de Managua, se pueden
describir los atentados 11 de Septiembre como un «Armagedón», pero Nicaragua
«vivió su propio Armagedón a cámara lenta» bajo el asalto
estadounidense y «está ahora sumergida en sus tristes consecuencias»;
otros países sufrieron aún más bajo la plaga de terrorismo
de Estado que se extendió por todo el continente desde comienzos de los
años 60, gran parte de él atribuible a Washington. Un periodista
panameño se unió a la condena general de los crímenes del
11 de Septiembre, pero recordó la muerte de quizá miles de personas
(crímenes occidentales, por tanto no sometidos a examen) cuando el padre
del actual presidente bombardeó Barrio Chorillo en diciembre de 1989
en la operación Causa Justa, emprendida para secuestrar a un esbirro
desobediente que fue condenado a cadena perpetua en Florida por crímenes
cometidos en su mayor parte cuando fungía como agente de la CIA. El escritor
uruguayo Eduardo Galeano observó que Estados Unidos proclama oponerse
al terrorismo apoyándolo no obstante de hecho en todo el mundo, incluidos
«Indonesia, Camboya, Chipre, Irán, África del Sur, Bangladesh
y los países sudamericanos que sufrieron la guerra sucia del Plan Cóndor»
a cargo de dictadores militares que establecieron un reinado del terror con
respaldo estadounidense20.
Oriente Medio
Las observaciones que acabamos de hacer se trasladan igualmente el segundo foco
de la primera «guerra contra el terrorismo»: Oriente Medio. La peor atrocidad
fue la invasión israelí del Líbano en 1982, en la que murieron
unas 20.000 personas y que dejó gran parte del país en ruinas,
incluido Beirut. Como las asesinas y destructivas invasiones de Rabin-Peres
en 1993 y 1996, el ataque de 1982 no podía apelar seriamente al argumento
de la defensa propia. El jefe de estado mayor Rafael ("Raful") Eitan
se limitó a expresar la opinión prevaleciente cuando anunció
que su objetivo era «destruir a la OLP como candidato para unas negociaciones
con nosotros sobre la tierra de Israel»21, un ejemplo de libro del
terrorismo como tal como se define oficialmente. El objetivo «era instalar un
régimen amigo [en el Líbano] y destruir la Organización
de Liberación de Palestina de Arafat». El corresponsal en Oriente Medio
James Bennet escribe: «Se difundió la teoría de que eso contribuiría
a persuadir a los palestinos de que debían aceptar el dominio israelí
en Cisjordania y la banda de Gaza»22. Puede que éste sea el
primer reconocimiento abierto en Estados Unidos de hechos de los que se informó
ampliamente en Israel en aquel momento, aunque aquí sólo aparecieron
en la prensa disidente.
Esas operaciones fueron llevadas a cabo con el decisivo apoyo militar y diplomático
de las administraciones Reagan y Clinton, y por tanto constituyen actos de terrorismo
internacional. Estados Unidos estuvo también directamente implicado en
otros actos de terrorismo en la región en la década de 1980, incluidos
los atentados terroristas más violentos del año 1985: el coche-bomba
de la CIA en Beirut que mató a 80 personas e hirió a 250; el bombardeo
de Túnez, ordenado por Simon Peres, que mató a 75 personas, aprobado
por Estados Unidos y alabado por el secretario de Estado Shultz, aunque fuera
unánimemente condenado por el Consejo de Seguridad de la ONU como «un
acto de agresión armada» (Estados Unidos se abstuvo); y las operaciones
«puño de hierro» de Peres dirigidas contra «aldeanos terroristas» en
el Líbano, que alcanzaron nuevas cotas de «brutalidad calculada y asesinato
arbitrario», en palabras de un diplomático occidental familiarizado con
el área, y de las que se ofreció amplia cobertura en los medios23.
También en esos casos se trataba de terrorismo internacional, por no
llamarlo crímenes de guerra y agresión.
En el periodismo y los estudios académicos 1985 se reconoce como el peor
año del terrorismo en Oriente Medio, pero no por esos acontecimientos,
sino por dos atentados terroristas en los que murió una sola persona;
en ambos casos un estadounidense24. Pero las víctimas no olvidan
tan fácilmente.
Esa historia tan reciente cobra un significado añadido porque las principales
figuras de la nueva «guerra contra el terrorismo» desempeñaron ya un
papel destacado en la primera. El aspecto diplomático de la fase actual
está a cargo de John Negroponte, quien fue embajador de Reagan en Honduras,
la base principal de los atentados terroristas por los que su gobierno fue condenado
por el Tribunal Internacional y del terrorismo de Estado respaldado por Estados
Unidos en otros lugares de Centroamérica, actividades que «hicieron de
los años de Reagan la peor década para Centroamérica desde
la conquista española», en su mayoría bajo la vigilancia de Negroponte25.
El aspecto militar de la nueva fase está a cargo de Donald Rumsfeld,
enviado especial de Reagan a Oriente Medio durante los años de las peores
atrocidades terroristas, incitadas o apoyadas por su gobierno.
No menos instructivo es el hecho de que tales atrocidades no se atenuaron en
los años subsiguientes. En concreto Washington sigue contribuyendo a
«empeorar el terror» en la confrontación árabe-israelí.
La expresión es del presidente Bush, que intenta, según la costumbre,
aplicarla al terrorismo de los demás. Apartándose de lo habitual
encontramos también algunos ejemplos bastante significativos. Una forma
simple de empeorar el terror es participar en él, por ejemplo, enviando
helicópteros a atacar zonas residenciales civiles y llevar a cabo asesinatos,
como hace regularmente Estados Unidos con completa conciencia de las consecuencias.
Otra consiste en bloquear el envío de observadores internacionales para
reducir la violencia. Estados Unidos ha insistido en esa vía, vetando
de nuevo el 14 de diciembre de 2001 una resolución al respecto del Consejo
de Seguridad de la ONU. Describiendo la caída en desgracia de Arafat
hasta una posición apenas por encima de las de bin Laden y Saddam Hussein,
la prensa informaba que el presidente Bush estaba «muy irritado [por] el endurecimiento
a última hora de la posición palestina [...] pidiendo observadores
internacionales en las áreas palestinas bajo una resolución del
Consejo de Seguridad de la ONU»; es decir, porque Arafat se unió al resto
del mundo solicitando medios para reducir el terror26.
Diez días antes de vetar el envío de observadores, Estados Unidos
boicoteó –saboteó– una conferencia internacional en Ginebra que
reafirmó la aplicabilidad de la cuarta convención de Ginebra a
los territorios ocupados, de forma que la mayoría de las acciones de
Estados Unidos e Israel allí son crímenes de guerra, y dado lo
«graves» que son, serios crímenes de guerra. Eso incluye los asentamientos
israelíes financiados por Estados Unidos y la práctica de «asesinatos
premeditados, torturas, deportaciones ilegales, privación deliberada
del derecho a un juicio justo, destrucción y expropiaciones de viviendas
[...] actos llevados a cabo fuera de la ley y sin justificación alguna»27.
La convención de Ginebra, establecida para proscribir formalmente los
crímenes de los nazis en la Europa ocupada, es un principio central de
la ley humanitaria internacional. Su aplicabilidad a los territorios ocupados
por Israel se ha reafirmado repetidamente, entre otros por quien era entonces
embajador estadounidense en la ONU, George Bush (en septiembre de 1971), y por
varias resoluciones del Consejo de Seguridad: la 465 (en 1980), adoptada unánimemente,
que condenaba las prácticas israelíes respaldadas por Estados
Unidos como «violaciones flagrantes» de la convención; la 1322 (de octubre
2000), aprobada por 14 votos a 0, con la abstención de Estados Unidos,
que pedía a Israel «respeto escrupuloso a sus responsabilidades bajo
la cuarta convención de Ginebra», que estaba violando flagrantemente
una vez más en aquel momento. Como Altas Partes Contratantes, Estados
Unidos y las potencias europeas están obligadas por un tratado solemne
a detener y perseguir a los responsables de tales crímenes, incluidos
sus propios dirigentes si participan en ellos. Al seguir rechazando ese deber,
Estados Unidos contribuye directa y significativamente a «empeorar el terror».
Turquía
Investigar a fondo el conflicto árabe-israelí y la participación
en él de Estados Unidos nos llevaría demasiado lejos. Vayamos
ahora hacia el norte, hacia otra región en la que se practica a escala
masiva el «terrorismo de Estado»; tomo prestado el término del ministro
de Estado turco para los Derechos Humanos, refiriéndose a las abundantes
atrocidades de 1994, y al sociólogo Ismael Besikci, que volvió
a prisión tras publicar su libro Terrorismo de Estado en Oriente Próximo,
después de haber pasado ya quince años en la cárcel por
revelar la represión turca de los kurdos28. Tuve la oportunidad
de constatar algunas de las consecuencias con mis propios ojos cuando visité
Diyarbakir, la capital oficiosa kurda, unos meses después del 11 de Septiembre.
Como en otros lugares, los crímenes del 11 de Septiembre fueron allí
duramente condenados, pero no sin recordar el salvaje ataque que la población
había sufrido a manos de quienes se arrogan la tarea de «liberar al mundo
de malvados» y de sus agentes locales.
En 1994 el ministro turco de Estado y otras fuentes estimaban que dos millones
de personas habían sido desplazadas de las tierras devastadas, así
como muchas otras más tarde, a menudo mediante el terror y las bárbaras
torturas descritas con penosísimos detalles en numerosos informes internacionales
sobre derechos humanos, que sin embargo no llegan a los ojos de quienes corren
con los gastos. Ha habido decenas de miles de muertos. Quienes permanecen allí
–cuyo coraje es indescriptible– viven en una mazmorra donde se cierran emisoras
de radio y se encarcela a periodistas por tocar música kurda, se detiene
y tortura a estudiantes por presentar peticiones para la que les den las clases
en su propia lengua, se puede multar severamente a los padres cuyos hijos sean
descubiertos por las omnipresentes fuerzas de seguridad vistiendo los colores
nacionales kurdos, el respetado jurista que encabeza la organización
de derechos humanos fue procesado poco después de que yo estuviera allí
por utilizar la fórmula kurda, casi idéntica a la turca, en su
felicitación por el Año Nuevo, etc., etc.
Esos actos caen en la categoría de terrorismo internacional patrocinado
por el Estado. Estados Unidos proporciona a Turquía el 80 por 100 de
sus armas, con un máximo en 1997, cuando las armas transferidas superaron
las entregadas durante todo el período de guerra fría antes de
que se iniciara la campaña de «contraterrorismo» en 1984. Turquía
se convirtió en el principal receptor de armas estadounidenses en todo
el mundo, posición que mantuvo hasta 1999, cuando el primer puesto pasó
a Colombia, el principal practicante del terrorismo de Estado del hemisferio
occidental29.
El terrorismo de Estado también «empeora» por el silencio y la inhibición,
con el logro particularmente notable de un coro de autoalabanzas sin precedentes
cuando la política exterior estadounidense entró en una «noble
fase» con un «brillo de santidad» bajo la guía de líderes que
por primera vez en la historia se consagraban a la defensa de «los principios
y los valores» en lugar de mezquinos intereses30. La demostración
de esa recién estrenada santidad fue su disposición a no tolerar
crímenes cerca de las fronteras de la OTAN (sólo dentro de sus
fronteras, donde crímenes aún peores que los provocados por las
bombas de la OTAN eran no sólo tolerables sino que requerían una
participación entusiasta). El terrorismo de Estado turco patrocinado
por Estados Unidos no pasa enteramente desapercibido. El informe anual del departamento
de Estado sobre los «esfuerzos por combatir el terrorismo» destacaba a Turquía
por su «experiencia positiva» en ese combate, junto con Argelia y España,
dos respetables colegas.
El especialista en terrorismo del New York Times informó sin comentarios
sobre esa valoración en una nota de primera página. En una revista
importante de asuntos internacionales, el embajador Robert Pearson comentaba
que Estados Unidos «podría no tener mejor amigo y aliado que Turquía»
en sus esfuerzos «por eliminar el terrorismo» en todo el mundo, gracias a la
«capacidad de sus fuerzas armadas» demostrada en su «campaña antiterrorista»
en el sureste kurdo. Por eso «no constituyó una sorpresa» que Turquía
se uniera con entusiasmo a la «guerra contra el terrorismo» declarada por George
Bush, expresando su agradecimiento a Estados Unidos por ser el único
país dispuesto a ofrecer el apoyo necesario para las atrocidades de los
años de Clinton, que todavía continúan aunque a menor escala
ahora que «ganamos».
Exaltación del terrorismo
Como premio por sus logros, Estados Unidos está financiando ahora a Turquía
a fin de que proporcione fuerzas terrestres para llevar a cabo «la guerra contra
el terrorismo» en Kabul, aunque no más allá31. Así
pues, el terrorismo internacional patrocinado por un Estado no es que se pase
por alto sino que se premia. Esto tampoco constituye «una sorpresa». Después
de todo, en 1995 la Administración Clinton recibió con honores
al general indonesio Suharto, uno de los peores asesinos y torturadores del
último cuarto del siglo XX, llamándolo «nuestro gran amigo». Cuando
llegó al poder hace treinta años, se notificó con precisión
y aclamó con euforia no reprimida el «descomunal asesinato en masa» de
cientos de miles de personas, en su mayoría campesinos sin tierra. Cuando
los nicaragüenses finalmente sucumbieron ante el terrorismo estadounidense
y votaron como era debido, Estados Unidos se «unió con alegría»
a esa «victoria del juego limpio estadounidense» según proclamaban los
titulares de prensa. Es bastante fácil multiplicar los ejemplos. El actual
episodio no supone una novedad en la historia del terrorismo internacional y
de la respuesta que suscita entre sus autores.
Después del 11 de Septiembre
Volvamos a la cuestión de la respuesta adecuada a los actos de terrorismo,
específicamente al 11 de Septiembre.
Se suele alegar que la reacción de Estados Unidos y el Reino Unido contaba
con un amplio apoyo internacional. Eso únicamente se puede mantener,
no obstante, si uno sólo atiende a la opinión de las elites. Una
encuesta Gallup internacional reveló que sólo una minoría
apoyaba el ataque militar en lugar de los medios diplomáticos32.
En Europa las cifras iban del 8 por 100 en Grecia al 29 por 100 en Francia.
En América Latina el apoyo era aún menor: del 2 por 100 en México
al 16 por 100 en Panamá. El apoyo a los ataques que incluían objetivos
civiles era muy pequeño. Hasta en los dos países encuestados que
más apoyaban el uso de la fuerza militar, India e Israel (por razones
sobre todo internas), una mayoría considerable se oponía a tales
ataques. Había por tanto una oposición mayoritaria a los planes
bélicos que convirtieron desde el primer momento las principales concentraciones
urbanas en «ciudades fantasma», según informaba la prensa.
Fuera de la encuesta, como de la mayoría de los comentarios, quedaba
el efecto anticipado de la política estadounidense sobre los afganos,
millones de los cuales estaban al borde de la hambruna incluso antes del 11
de Septiembre. No se preguntaba, por ejemplo, si una respuesta adecuada al 11
de Septiembre incluía pedir a Pakistán que suprimiera los «convoyes
de camiones que proporcionan gran parte del alimento y otros bienes de primera
necesidad a la población civil afgana», así como provocar la retirada
de los trabajadores sociales y una fuerte reducción de los suministros
de alimentos que dejó a «millones de afganos [...] en grave riesgo de
hambruna», suscitando fuertes protestas de las organizaciones de ayuda y advertencias
sobre una grave crisis humanitaria, juicios que se reiteraron al final de la
guerra33.
Para evaluar las acciones emprendidas hay que partir, por supuesto, de las premisas
del plan; eso también debería estar claro. El resultado real,
una cuestión bien distinta, es improbable que se conozca, ni siquiera
superficialmente; los crímenes de los demás se investigan cuidadosamente,
no así los propios. Quizá sirvan como indicación los informes
ocasionales sobre el número de personas necesitadas de ayuda alimentaria:
5 millones antes del 11 de Septiembre, 7 millones y medio a finales de septiembre
bajo la amenaza de bombardeo, y 9 millones seis meses más tarde, no por
falta de alimentos, fácilmente accesibles, sino debido a problemas de
distribución cuando el país volvió a quedar en manos de
los señores de la guerra34.
No hay estudios fiables sobre la opinión afgana, pero sí contamos
con algunas informaciones. Al principio el presidente Bush advirtió a
los afganos que serían bombardeados hasta que entregaran a la gente sospechosa
de terrorismo. Tres semanas después, los objetivos de la guerra se convirtieron
en el derrocamiento del régimen: el bombardeo continuaría, según
anunció el almirante Sir Michael Boyce, «hasta que el pueblo [afgano]
reconozca que esto va a seguir hasta que cambien de líderes»35.
Obsérvese que la cuestión de si el derrocamiento del miserable
régimen talibán justificaba el bombardeo no se planteó
siquiera, porque no se convirtió en un objetivo de guerra hasta después
de que ésta empezara. Aun así podemos preguntarnos por las opiniones
afganas al alcance de los observadores occidentales sobre esas cuestiones, que
en ambos casos caen dentro de la definición oficial de terrorismo internacional.
Cuando la sustitución del régimen se convirtió en objetivo
de guerra a finales de octubre, un millar de líderes afganos, unos exiliados
y otros procedentes del propio Afganistán, se reunieron en Peshawar,
comprometiéndose al derrocamiento del régimen talibán.
Hubo «una rara exhibición de unidad entre jefes tribales, estudiosos
islámicos, políticos díscolos y antiguos comandantes de
la guerrilla», según informó la prensa. Todos ellos, unánimemente,
«pidieron a Estados Unidos que interrumpiera las incursiones aéreas»
y apelaron a los medios de comunicación internacionales para que reclamaran
el fin de los «bombardeos sobre gente inocente». Insistieron en que se adoptaran
otros medios para derrocar al odiado régimen talibán, objetivo
que según ellos se podía conseguir sin muerte y destrucción36.
El líder de la oposición afgana Abdul Haq, muy respetado en Washington,
envió un mensaje parecido. Justo antes de introducirse en Afganistán,
al parecer sin apoyo estadounidense, donde fue capturado y muerto, condenó
el bombardeo y criticó a Estados Unidos por negarse a apoyar sus esfuerzos
«para propiciar una rebelión en el seno de los talibán». Según
dijo, el bombardeo fue «un gran obstáculo para esos esfuerzos». Informó
de los contactos mantenidos con varios mandos talibán de segunda fila
y jefes tribales ex muyahiddin, y expuso cómo podían progresar
sus planes, pidiendo que Estados Unidos los facilitara con financiación
y otros apoyos en lugar de torpedearlos con bombas. Pero Estados Unidos, dijo,
«está tratando de exhibir sus músculos, de conseguir una victoria
aplastante y de asustar a todo el mundo. No se preocupan por el sufrimiento
de los afganos ni por cuánta gente puede morir»37.
La suerte de las mujeres afganas suscitó algunas tardías preocupaciones
después del 11 de Septiembre. Tras la guerra hasta se reconoció
en parte el valor de las mujeres que habían estado en primera línea
de la lucha para defender sus derechos durante veinticinco años desde
la organización RAWA (Asociación Revolucionaria de Mujeres de
Afganistán). Una semana después de comenzar los bombardeos (el
11 de octubre), RAWA hizo pública una declaración que habría
sido noticia de primera página si la preocupación por las mujeres
afganas hubiera sido real y no mero oportunismo. Condenaban el recurso al «monstruo
de una vasta guerra y destrucción» cuando Estados Unidos «desencadenó
una arrolladora agresión contra nuestro país» que causará
gran daño a afganos inocentes. Pedían en su lugar «la erradicación
de la plaga de los talibán y Al Qaeda» mediante «un levantamiento general»
del pueblo afgano, lo único que «podría evitar la repetición
de la catástrofe que ha arruinado nuestro país...»
Todo eso se ignoró. No es quizá del todo evidente por qué
quienes están al mando de los ejércitos más poderosos del
mundo se sienten autorizados a desconocer el juicio de las afganas que han estado
luchando por la libertad y los derechos de las mujeres durante muchos años
y a menospreciar con patente desdén su deseo de derrocar el frágil
y odiado régimen talibán desde dentro eludiendo los inevitables
crímenes de guerra.
En resumen, el repaso que acabamos de hacer de la opinión global, incluyendo
lo que se conoce de los propios afganos, presta poco apoyo al consenso existente
entre los intelectuales occidentales sobre la justicia de su causa.
Una reacción de la elite, no obstante, es ciertamente correcta: es necesario
preguntarse por las razones de los crímenes del 11 de Septiembre. Eso
está fuera de duda, al menos entre quienes desean reducir la probabilidad
de nuevos atentados terroristas.
Una cuestión concreta son los motivos de los autores. Sobre ella no hay
muchos desacuerdos. Los analistas serios coinciden en que tras el establecimiento
permanente de bases estadounidenses en Arabia Saudí, «bin Laden llegó
a la conclusión de que había que expulsar a las fuerzas estadounidenses
del sagrado suelo de Arabia» y liberar al mundo musulmán de los «embusteros
e hipócritas» que no aceptan su versión extremista del Islam38.
Las raíces de Al Qaeda
También hay un amplio y justificado acuerdo en que «a menos que se resuelvan
las cuestiones sociales, políticas y económicas que dieron lugar
a Al Qaeda y a otros grupos similares, Estados Unidos y sus aliados de Europa
occidental y otras regiones seguirán siendo blanco de los terroristas
islámicos»39. Esas cuestiones son sin duda complejas, pero
algunos factores se conocen bien desde hace tiempo.
En 1958, un año crucial en la historia de la posguerra, el presidente
Eisenhower advirtió a su personal que en el mundo árabe «el problema
es que tenemos una campaña de odio contra nosotros, no de los gobiernos
sino del pueblo», que está «de parte de Nasser», apoyando al nacionalismo
secularista independiente. Las razones de la «campaña de odio» habían
sido subrayadas por el Consejo de Seguridad Nacional pocos meses antes: «A ojos
de la mayoría de los árabes Estados Unidos se opone a la consecución
de los objetivos del nacionalismo árabe. Creen que Estados Unidos está
tratando de proteger sus intereses petrolíferos en Oriente Próximo
apoyando el status quo y oponiéndose al progreso político
y económico...». Además, esa percepción no es precisamente
falsa: «Nuestros intereses económicos y culturales en el área
nos han conducido naturalmente a estrechar relaciones con elementos del mundo
árabe cuyos intereses fundamentales consisten en el mantenimiento de
relaciones con Occidente y el status quo de sus propios países...»40.
Esas percepciones persisten. Inmediatamente después del 11 de Septiembre
el Wall Street Journal (seguido más tarde por otros medios), comenzó
a investigar las opiniones de los «musulmanes ricos»: banqueros, profesionales,
gestores de multinacionales, etc. En general apoyan vigorosamente la política
estadounidense, pero se sienten amargados por el papel de Estados Unidos en
la región: por su apoyo a regímenes corruptos y represivos que
torpedean la democracia y el desarrollo, y por determinadas políticas
específicas, en particular con respecto a Palestina e Iraq. Aunque no
están registradas, las actitudes de los barrios bajos y aldeas son probablemente
semejantes, pero más duras; a diferencia de los «musulmanes ricos», la
masa de la población nunca ha estado de acuerdo en que la riqueza de
la región fuera transferida a Occidente y a las cuentas bancarias de
los colaboradores locales en lugar de servir a las necesidades internas. Los
«musulmanes ricos» reconocen tristemente que la irritada retórica de
bin Laden obtiene considerable resonancia incluso en sus propios círculos,
por mucho que lo odien y teman, aunque sólo sea porque ellos constituyen
su principal diana41.
Es sin duda más reconfortante creer que la respuesta a la quejosa pregunta
de George W. Bush, «¿por qué nos odian?», está en el resentimiento
que crea en ellos nuestra libertad y amor a la democracia, o en su retraso cultural
de muchos siglos, o en su incapacidad para sacar partido de la «globalización»
de la que por fortuna forman parte. Reconfortante, quizá, pero no prudente.
Por mucho que nos sorprendieran, los atentados del 11 de Septiembre no deberían
haber sido inesperadas. Organizaciones similares planearon actos terroristas
muy serios durante la década de 1990, y en 1993 estuvieron peligrosamente
cerca de volar el World Trade Center, con planes mucho más ambiciosos.
Su pensamiento era bien entendido, en particular por las agencias de inteligencia
estadounidenses que habían ayudado a reclutarlos, entrenarlos y armarlos
desde 1980 y que siguieron trabajando con ellos aun cuando atacaran intereses
estadounidense. La investigación realizada por el gobierno holandés
de la masacre de Srebrenica reveló que mientras estaban intentando volar
el World Trade Center, islamistas radicales de las redes formadas por
la CIA estaban siendo trasladados por Estados Unidos desde Afganistán
hasta Bosnia, junto con combatientes de Hizbollah apoyados por Irán y
un enorme flujo de armas a través de Croacia, que sufrió un recorte
sustancial. Los llevaron allí para apoyar al bando estadounidense en
la guerra de los Balcanes, mientras Israel (junto con Ucrania y Grecia) estaba
armando a los serbios (posiblemente con armas suministradas por Estados Unidos),
lo que explica por qué «granadas de mortero que no estallaron en Sarajevo
llevaban a veces marcas hebreas», según observa el politólogo
británico Richard Aldrich en su revisión del informe del gobierno
holandés42.
Más en general, las atrocidades del 11 de Septiembre sirven como dramático
recuerdo de lo que ya es un lugar común desde hace tiempo: con la tecnología
contemporánea, los ricos y poderosos ya no tienen asegurado el casi monopolio
de la violencia que ha prevalecido durante mucho tiempo en la historia. Aunque
en todas partes se teme con razón al terrorismo, y constituye en efecto
un intolerable «regreso a la barbarie», no es sorprendente que la percepción
de su naturaleza difiera mucho según muy distintas experiencias, algo
que difícilmente pueden ignorar aquellos a quienes la historia había
acostumbrado a la inmunidad mientras perpetraban horrendos crímenes.
Noam Chomsky
Julio de 2002 1. Bush, citado por Rich Heffern, National Catholic Reporter,
11 de enero de 2002. Reagan, The New York Times, 18 de octubre de 1985.
Shultz, U.S. Dept. of State, Current Policy, núm. 589, 24 de junio
de 1984; núm. 629, 25 de octubre de 1984.
2. US Army Operational Concept for Terrorism Counteraction, TRADOC Pamphlet
núm. 525-37, 1984.
3. Res. 42/159, 7 de diciembre de 1987; Honduras se abstuvo.
4. Joseba Zulaika y William Douglass, Terror and Taboo, Nueva York y
Londres, Routledge, 1996, p. 12. En cuanto a los sucesos de 1980-88, véase
«Inter-Agency Task Force, Africa Recovery Program/Economic Commission, South
African Destabilization: The Economic Cost of Frontline Resistance to Apartheid,
Nueva York, UN, 1989, p. 13, citado por Merle Bowen, Fletcher Forum,
invierno de 1991. Sobre la expansión del comercio estadounidense con
Sudáfrica después de que el Congreso autorizara sanciones en 1985
(superando el veto de Reagan), véase Gay McDougall, Richard Knight, en
Robert Edgar, ed., Sanctioning Apartheid, Trenton (New Jersey), Africa
World Press, 1990.
5. Para una revisión del rechazo unilateral estadounidense durante 30
años, véase mi introducción a Roane Carey, ed., The
New Intifada, Londres y Nueva York, Verso, 2000 [de próxima publicación
en castellano, en esta misma editorial]; para mayor detalle véanse las
fuentes ahí citadas.
6. Sin embargo, nunca se recurre a ella. Sobre las razones, véase Alexander
George, ed., Western State Terrorism, Cambridge, Polity-Blackwell, 1991.
7. Strobe Talbott y Nayan Chanda, introducción, The Age of Terror:
America and the World after September 11, Nueva York, Basic Books and the
Yale U. Center for the Study of Globilization, 2001.
8. Abram Sofaer, «The United States and the World Court», U.S. Dept. of State,
Current Policy, núm. 769 (diciembre de 1985). La resolución
vetada del Consejo de Seguridad pedía obediencia a las sentencias del
TIJ y, sin mencionar específicamente a ninguno, exigía a todos
los Estados que se abstuvieran «de llevar a cabo, apoyar o promover acciones
políticas, económicas o militares de cualquier tipo contra cualquier
otro Estado de la región». Elaine Sciolino, The New York Times,
31 de julio de 1986.
9. Shultz, «Moral Principles and Strategic Interests», 14 de abril de 1986,
U.S. Dept. of State, Current Policy, núm. 820. Testimonio de Shultz
ante el Congreso, véase Jack Spence en Thomas Walker, ed., Reagan
versus the Sandinistas, Boulder y Londres, Westview, 1987. Para un repaso
al sabotaje contra la diplomacia y la escalada del terrorismo de Estado internacional,
véanse mis libros Culture of Terrorism, Boston, South End, 1988
[ed. cast., La cultura del terrorismo, Barcelona, Ediciones B, 1989;
Ed. Popular, 2002]; Necessary Illusions, Boston: South End, 1989 [ed.
cast., Ilusiones necesarias: control de pensamiento en las sociedades democráticas,
Ed. Libertarias Prodhufi, 1991]; Deterring Democracy, Londres y Nueva
York, Verso, 1991 [ed. cast., El miedo a la democracia, Grijalbo Mondadori,
1992]. Sobre las consecuencias, véase Thomas Walker y Ariel Armony, eds.,
Repression, Reistance and Democratic Transition ¡n Central America, Washington,
Scholarly Resources, 2000. Sobre las reparaciones de guerra, véase Howard
Meyer, The World Court ¡n Action, Lanham, MD, Oxford, Rowman & Littlefield,
2002, cap. 14.
10. Edward Prince, «The Strategy and Tactics of Revolutionary Terrorism»,
Comparative Studies in Society and History, 19, 1; citado por Chalmers Johnson,
«American Militarism and Blowback», New Political Science, 24, 1, 2002.
11. SOA, 1999, citado por Adam Isacson y Joy Olson, Just the Facts, Washington,
Latin America Working Group and Center for Intemational Policy, 1999, ix.
12. Greenwood apela en «International law and the "war against terrorism"»,
78, 2 (2002), al párr. 195 de Nicaragua vs USA, que el Tribunal
no aplicó para justificar su condena del terrorismo estadounidense, pero
que seguramente era más apropiada en aquel caso que en el que preocupa
a Greenwood. Franck, «Terrorism and the Right of Self-Defense», American
J. of International Law, 95.4 (oct. de 2001).
13. Howard, Foreign Affairs, enero/febrero de 2002, conferencia del 30
de octubre de 2001 (Tania Branigan, The Guardian, 31 de octubre). Ignatieff,
lndex on Censorship, 2, 2002.
14. The New York Times, 1 de octubre de 2001.
15. Frank Schuller y Thomas Grant, Current History, abril de 2002.
16. Werner Daum, «Universalism and the West», Harvard International Review,
verano de 2001. Sobre otras declaraciones y las advertencias de Human Rights
Watch, véase mi 9-11, Nueva York, Seven Stories, 2001 [ed. cast.,
11/09/2001, RBA Editores, 2001], p. 45 y ss.
17. Christopher Hitchens, Nation, 10 de junio de 2002.
18. Talbott y Chanda, The Age of Terror: America and the World after September
11, cit.
19. Martha Crenshaw, Ivo Daalder y James Lindsay, David Rapoport, Current
History, America at War, diciembre de 2001. Sobre las interpretaciones coetáneas
de la primera «guerra contra el terror», véase George, Western State
Terrorism, cit.
20. Envío (UCA Managua), octubre; Ricardo Stevens (Panamá),
NACLA Report on the Americas, nov/dic; E. Galeano, La Jornada,
21 de septiembre (Ciudad de México), citado por Alain Frachon, Le
Monde, 24 de noviembre; todas las fechas de 2001.
21. Se pueden consultar muchas fuentes en mi Fateful Triangle, Boston,
South End, 1983; edición revisada de 1999, sobre el sur del Líbano
en la década de 1990 [ed. cast., El triángulo fatal: Estados
Unidos, Israel y Palestina, Ed. Popular, 2002]; Pirates and Emperors,
Nueva York, Claremont, 1986; Londres, Pluto, de próxima aparición;
World Orders, Old and New [ed. cast., El nuevo orden mundial (y el
viejo), Barcelona, Crítica, 1997].
22. Bennet, The New York Times, 24 de enero de 2002.
23. Para los detalles véase mi ensayo en George, Western State Terrorism,
cit.
24. Crenshaw et al., Current History, America at War, cit.
25. Chalmers Johnson, Nation, 15 de octubre de 2001.
26. Ian Williams, Middle East International, 21 de diciembre de 2001,
11 de enero de 2002. John Donnelly, Boston Globe, 25 de abril de 2002;
se alude a un veto estadounidense anterior.
27. Conference of High Contracting Parties, Report on Israeli Settlement,
enero-febrero de 2002 (Foundation for Middle East Peace, Washington). Sobre
estas cuestiones véase Francis Boyle, «Law and Disorder in the Middle
East», The Link, 35.1, enero-marzo de 2002.
28. Para algunos detalles, véase mi New Military Humanism, Monroe,
Common Courage, 1999, cap. 3 y fuentes allí citadas. Sobre la elusión
de hechos en el Informe sobre Derechos Humanos del Departamento de Estado, véase
Lawyers Committee for Human Rights, Middle East and North Africa, Nueva
York, 1995, p. 255.
29. Tamar Gabelnick, William Hartung y Jennifer Washburn, Arming Repression:
U.S. Arms Sales to Turkey During the Clinton Administration, Nueva York
y Washington, World Policy Institute and Federation of Atomic Scientists, octubre
de 1999. Dejo a un lado Israel y Egipto, que constituyen un caso especial. Sobre
el terrorismo de Estado en Colombia, que ahora llevan a cabo bandas paramilitares
del modo acostumbrado, véase en particular Human Rights Watch, The
Sixth Division (sept. de 2001) y Colombia Human Rights Certification III,
feb. de 2002. También, entre otros, Médicos Sin Fronteras, Desterrados,
Bogotá, 2001.
30. Para una muestra, véase New Military Humanism y mi A New
Generation Draws the Line, Londres y Nueva York, Verso, 2000 [ed. cast.,
Una nueva generación dicta las reglas, Barcelona, Crítica,
2002] .
31 Judíth Miller, The New York Times, 30 de abril de 2000. Pearson,
Fletcher Forum, 26.1, invierno/primavera 20002.
32 ; datos del 14-17 de septiembre de 2001.
33. John Burns, The New York Times, 16 de septiembre de 2001; Samina
Amin, International Security 26.3, invierno 2001-2002. Para algunas advertencias
anteriores véase 9-11. Sobre la evaluación de las agencias
internacionales tras la guerra, véase Imre Karacs, The Independent
on Sunday, Londres, 9 de diciembre de 2001, dando a conocer sus advertencias
de que más de un millón de personas «están al borde de
la muerte por hambre y enfermedades». Para algunos informes de prensa, véase
mi «Peering into the Abyss of the Future», Lakdawala Memorial Lecture, Institute
of Social Sciences, Nueva Delhi, noviembre de 2001, revisado en febrero de 2002.
34. Ibid. Para estimaciones anteriores véase Barbara Crossette,
The New York Times, 26 de marzo de 2002, y Ahmned Rashid, Wall Street
Journal, 6 de junio de 2002, dando cuenta de la evaluación del UN
World Food Program y la renuencia de los donantes a entregar los fondos prometidos.
El WFP notificaba que «las reservas de trigo están exhaustas, y no hay
financiación» para renovarlas (Rashid). La ONU había advertido
de la amenaza de una inmediata hambruna, ya que los bombardeos habían
interrumpido la siembra de la que proviene el 80 por 100 del abastecimiento
de grano del país (AFP, 28 de septiembre de 2001; Edith Lederer, AP,
18 de octubre de 2001). Véase también Andrew Revkin, The New
York Times, 16 de diciembre de 2001, citando al departamento de Agricultura
estadounidense, aunque sin mencionar los bombardeos.
35. Patrick Tyler y Elisabeth Bumiller, The New York Times, 12 de octubre
de 2001, citando a Bush; Michael Gordon, The New York Times, 28 de octubre
de 2001, citando a Boyce; ambos en p. 1.
36. Barry Bearak, The New York Times, 25 de octubre de 2001; John Thornhill
y Farhan Bokhari, Financial Times, 25 y 26 de octubre de 2001; John Burns,
The New York Times, 26 de octubre de 2001; Indira Laskhmanan, Boston
Globe, 25 y 26 de octubre de 2001.
37 Entrevista, Anatol Lieven, The Guardian, 2 de noviembre de 2001.
38. Ann Lesch, Middle East Policy, IX.2, junio de 2002. Véase
también Michael Doran, Foreign Affairs, enero-febrero de 2002;
y muchos otros, entre ellos los incluidos en Current History, diciembre
de 2001.
39. Sumit Ganguly, Ibid.
40. Para las fuentes y la discusión de fondo, véase mi World
Orders, Old and New, pp. 79, 201 y ss.
41. Peter Waldman et al., Wall Street Journal, 14 de septiembre
de 2001; véase también Waldman y Hugh Pope, Wall Street Journal,
21 de septiembre de 2001.
42. Aldrich, The Guardian, 22 de abril de 2002.