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2 de septiembre de 2002
EEUU gano en Afganistán pero perdió el país
James Petras
La Jornada
Desde el 11 de septiembre de 2001 han ocurrido grandes
cambios. La invasión y ocupación de Afganistán, la proliferación
de bases militares estadunidenses en todo el mundo, un incremento en la legislación
represiva ''antiterrorista'' y la articulación e instauración
de la doctrina Bush de guerra permanente, intervención militar e impunidad
criminal. En el nivel institucional el Pentágono, dirigido por Rumsfeld,
ha dado una definición exclusivamente militar de la política exterior
de Washington y los intereses internacionales, promoviendo nuevas guerras en
Medio Oriente (Irak y posiblemente Arabia Saudita) y estableciendo una nueva
red internacional de policía secreta (Fuerzas de Operaciones Especiales)
para matar a líderes de Al Qaeda y otros adversarios.
Si bien han ocurrido estos cambios importantes durante este último año,
si miramos la evolución general de los acontecimientos experimentamos
una sensación de déja vu. En muchos sentidos el régimen
de Bush junior repite la trayectoria de la presidencia de su padre.
En el curso del año, el régimen de Bush ha dado un giro completo
desde la debilidad aparente hasta un poderío mundial en apariencia sin
paralelo, y de ahí a una caída en picada. Antes del 11 de septiembre,
la influencia de Estados Unidos en Medio Oriente y el sureste asiático
iba en declive. Irak, Irán y Libia habían debilitado el embargo
estadunidense, Israel se enfrentaba a un levantamiento importante en una condición
de total aislamiento diplomático, y Europa progresaba hacia la unificación
y presentaba a Estados Unidos un desafío económico en los principales
mercados. En el ámbito interno, el gobierno de Bush se consideraba como
una minoría en el poder a causa de un cuestionable recuento de votos
y enfrentaba críticas por la alta inflación y por su inadecuada
atención a la salud pública.
El 11 de septiembre permitió al régimen de Bush tomar la iniciativa
tanto en el ámbito nacional como en el internacional. La movilización
bélica y la campaña antiterrorista unificó al país
en respaldo al gobierno. Aliados, clientes e incluso antiguos adversarios apoyaron
dócilmente la guerra estadunidense y la conquista de Afganistán.
Las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central concedieron
bases militares a Washington, mientras los foros internacionales y regionales
expresaban apoyo a la campaña antiterrorista. A fines de 2001, la influencia
y el poder de Washington parecían abarcar el mundo entero.
Sin embargo, de enero en adelante, cuando la Casa Blanca comenzó a aplicar
la doctrina Bush de guerra permanente, surgió el disentimiento entre
los aliados europeos y los clientes de Medio Oriente.
Encabezada por Francia y Alemania, Europa rechazó una nueva guerra con
Irak y el apoyo incondicional de Estados Unidos a Ariel Sharon. De manera similar,
Saudiarabia, Kuwait, Jordania y la mayor parte del mundo árabe cuestionó
el apoyo estadunidense a la violencia israelí y rehusó apoyar
una guerra contra Saddam Hussein.
En Afganistán, la derrota del talibán y de Al Qaeda no condujo
a la captura de Bin Laden y de casi ningún otro dirigente. Los señores
de la guerra, cuya lealtad fue comprada, combatieron al talibán sólo
para asegurar sus propios dominios. En varias regiones surgieron reyertas entre
los aliados estadunidenses. Washington compró el voto de la Loya Jirga
(concilio tribal) a favor de Karzai, pero éste estaba en tal aislamiento
político y tan carente de apoyo, que el régimen de Bush se vio
forzado a suministrar a sus Fuerzas Especiales para que le sirvieran de guardia
presidencial. Afuera de Kabul no había gobierno central ni ejército
nacional. La Alianza del Norte se desintegró y los llamados ''garantes
de la paz'', comandados por los británicos y más tarde los turcos,
permanecieron en Kabul. Sin contar con un control territorial efectivo, Washington
también subestimó la base popular del talibán. Decenas
de miles de dolientes peregrinaron en homenaje y recordación hacia el
sitio donde fueron enterrados los últimos mártires de la resistencia
en Kandahar. Estados Unidos ganó en Afganistán, pero perdió
el país.
En lo interno, la crisis económica minó la popularidad del régimen.
Después de estar sujeta a siete meses de intensa propaganda bélica,
la población comenzó a cansarse de las constantes amenazas de
ataques inminentes que jamás se materializaban. La campaña antiterrorista
ocasionó grandes pérdidas y bancarrotas en la industria del transporte
aéreo, el turismo y servicios conexos. Los enormes escándalos
de corrupción empresarial y los vínculos que prominentes defraudadores
tienen con el gobierno de Bush incrementaron la desconfianza de los inversionistas
y ocasionaron fuga de capitales de los mercados de valores y del dólar.
Después de tres meses de recuperación, entre enero y marzo, el
país volvió a caer en recesión y Bush se vio forzado a
emprender una gira de discursos en la que lo único que tenía que
ofrecer para levantar la alicaída economía era ''optimismo''.
Sin embargo, el hecho significativo fue que la opinión pública
mostraba mayor interés por la crisis que por el histrionismo ''antiterrorista''
de Bush, Rumsfeld y Powell.
Washington no compró lealtad eterna, más bien alquiló a
los señores de la guerra
Por si fuera poco, se intensificaron las luchas entre los burócratas
de la administración por cuestiones de jurisdicción y tácticas.
El intento de Rumsfeld de tomar control sobre la política exterior y
las operaciones clandestinas lo puso en oposición con Powell y Tenent
(jefe de la CIA). Mientras que Powell favorece la propagación de la doctrina
antiterrorista por medio de regímenes clientes ''legales'' (Macapagal
en Filipinas, Uribe en Colombia, etcétera), Rumsfeld se inclina por la
intervención militar directa y el uso de las Fuerzas Especiales Delta
para asesinar a opositores del extranjero, aun sin consultar a los países
involucrados. Rumsfeld está creando su propia red clandestina de inteligencia
a expensas de la CIA. La cuestión es que la megalomanía de Rumsfeld
se percibe cada vez más en círculos empresariales y gubernamentales
como una desventaja y una amenaza para el sistema. A principios de agosto un
columnista se refirió a Rumsfeld como ''cañón suelto''
(Financial Times, 10/11 de agosto 2002, pág. 7).
El gobierno de Bush ha dado un giro completo, de un régimen unificado
que dictaba políticas al resto del mundo y anunciaba el futuro, a un
imperio abandonado por sus aliados y resistido por sus clientes y por un gobernante
afgano que ni siquiera puede mantener seguro el palacio presidencial. En vez
de un apoyo casi unánime, Bush enfrenta ahora un público que cuestiona
cada vez más su política y ética económicas.
Bush hijo y sus asociados de línea dura en el gabinete derivaron varias
lecciones del esfuerzo fallido de Bush padre por instaurar un nuevo orden mundial:
(1) la importancia de no depender de aliados, es decir, la necesidad de ''ir
solos''; (2) la necesidad de emprender guerras continuas, incluso de conquista;
(3) la necesidad de construir una red mundial de bases militares desde las cuales
lanzar nuevos ataques para consolidar el imperio.
El esfuerzo actual de Bush hijo por construir un nuevo orden mundial no ha podido
sacar otras lecciones del pasado reciente: (1) que las crisis económicas
internas socavan la construcción de imperio y conducen a la derrota de
los presuntos imperialistas; (2) que las campañas antiterroristas en
Afganistán pueden tener un efecto bumerán. Los señores
de la guerra a quienes Estados Unidos financió y dio armas para combatir
a los talibanes no deben lealtad a Washington, sino al control de sus dominios.
Washington no compró lealtad eterna, más bien alquiló a
los señores de la guerra para tareas específicas, que eran combatir
al talibán y votar por Karzai en la Loya Jirga. Después de cumplir
su tarea y recibir su paga, los señores de la guerra siguieron su curso,
exprimiendo a su gente con impuestos, traficando drogas, guerreando entre sí,
oprimiendo a sus mujeres y desafiando al gobierno central (y a Washington).
(3) Que ''ir solos'' no es una estrategia viable para mantener un imperio duradero,
puesto que Washington no tiene ni fondos para financiar un gran ejército
de ocupación ni la voluntad de enviarlo al frente; (4) que la supremacía,
expansión y conquista no necesariamente se traducen en ganancias económicas.
Todos los movimientos militares del año en cualquier territorio han sido
costosos y han obtenido escasas ganancias económicas; (5) la militarización
no puede remplazar un modelo económico fallido. Si bien Washington se
aseguró el apoyo de sus regímenes clientes de América Latina,
la mayoría resultaron abyectos fracasos políticos y económicos.
La lista de regímenes fracasados -aquellos cuya popularidad anda entre
5 y 20 por ciento y que se enfrentan a pobreza creciente y bancarrota económica-
es larga: Duhalde en Argentina, Toledo en Perú, Cardoso en Brasil (su
protegido para la presidencia va en cuarto lugar en las encuestas), Noboa en
Ecuador, Macchi en Paraguay y el ex presidente Quiroga en Bolivia (cuyo partido
logró 3 por ciento en los comicios presidenciales de 2002). El incremento
de la ayuda bélica, las bases militares, los golpes castrenses y amenazas
fallidas no han reducido la recesión económica. El derrumbe de
los regímenes clientes, la fuga de inversionistas y la creciente oposición
sociopolítica a Washington siguen en aumento.
Las ''lecciones'' no han sido aprendidas, y esto explica el fracaso del régimen
de Bush en construir imperios. La razón estructural de que no pueda aprenderlas
está en la naturaleza del liderazgo político del gobierno.
***
Conclusión
La declaración de Rumsfeld de que está organizando a las fuerzas
de Operaciones Especiales para involucrarse en acciones clandestinas en la campaña
contra el terrorismo es un reflejo de su frustración por el fracaso de
la guerra y por el creciente aislamiento político y diplomático
de Washington. Enviar, como Rumsfeld propone, fuerzas Delta en misiones encubiertas
de asesinato, sin consentimiento o conocimiento de los países involucrados,
es admitir que no existen acuerdos y alianzas políticas abiertas o no
funcionan. Andar por el mundo persiguiendo líderes y activistas de Al
Qaeda es reconocer el fracaso del propósito principal de la guerra en
Afganistán, que era destruir la organización. Recurrir a medidas
extremas y desesperadas de asesinatos políticos en distintos países
no sólo es indicativo de una mente desequilibrada sino, sobre todo, apunta
a un liderazgo político carente de estrategia política.
La rápida caída del apoyo nacional e internacional al gobierno
de Bush es resultado de su composición y de la naturaleza de su liderazgo.
Es un régimen basado en el capitalismo tramposo, ha privilegiado sus
vínculos con un estrecho grupo de magnates texanos de la energía
y ''capitalistas extractivos'' que siempre han confiado en los lazos políticos
dentro del país y en la fuerza en el exterior para acumular riqueza.
En segundo lugar, y relacionada con esto, está la autonomía del
componente militar del gobierno. Mientras la camarilla de tramposos estimula
una estrecha visión de la construcción imperial, el Pentágono
proporciona una definición militar estratégica de la realidad
política global, ajena a las consideraciones económicas. El tercer
elemento en el gobierno de Bush es su profunda inmersión en la corrupción
empresarial, encarnada en el vicepresidente Cheney. La corrupción empresarial
tiene sus orígenes en las políticas desregulatorias del régimen
de Clinton, pero se ha desparramado por toda la clase capitalista.
La trapacería, la autonomía militar y la corrupción florecen
en la mediocridad de la que Bush es el representante perfecto. Esta clase de
liderazgo es incapaz de entender el ascenso y caída de los imperios.
El problema es que la podredumbre interna no sólo derrumba los imperios,
sino que aventureros políticos como Rumsfeld son capaces de llevarse
con ellos a buena parte del mundo.
El año que termina el próximo 11 de septiembre ofrece la esperanza
de que la oposición a la guerra, a la corrupción y a la injusticia
puede una vez más ganar ascendiente. Pero para eso se necesita echar
abajo la imagen de un imperio omnipotente y reconocer el poder en aumento de
los movimientos sociopolíticos y los partidos electorales. De las selvas
de Colombia al Congreso de Bolivia, de la fuerza de las urnas al poderío
de la gente en las calles, la izquierda está una vez más en marcha.