"MIREN COMO NOS HABLAN DEL PARAÍSO" |
Ratzinger y nosotros: entre la intolerancia y la libertad
John Brown
Rebelión
"El marxismo es todopoderoso porque es verdadero", Lenin.
La designación del cardenal Ratzinger como nuevo Papa bajo el nombre de
Benedicto XVI constituye motivo de escándalo para numerosos progresistas tanto
católicos como no católicos. Se le reprocha su notable conservadurismo en
materia teológica y su incapacidad de adaptarse a la sociedad y a los nuevos
tiempos. Este escándalo delata la incapacidad en que hoy nos encontramos de
aceptar una ortodoxia, no ya de compartirla con quienes la profesan, sino
incluso de permitir que alguien la reivindique. En una sociedad basada en la
permisividad generalizada, donde toda conducta basada en el libre consentimiento
expresado preferentemente en el marco de un contrato mercantil es lícita,
resulta "arcaico" y "reaccionario" que alguien afirme un dogma y la serie de
prohibiciones que de él se derivan. Ratzinger ha afirmado antes de ser nombrado
Papa que vivimos en una paradójica dictadura, la dictadura que nada impone y
nada prohibe del relativismo generalizado. Sólo una cosa está, si no prohibida,
mal vista en el orden hoy prevalente: afirmar algo de manera absoluta, creer que
se está en la verdad y actuar en consecuencia.
La conducta y el pensamiento "políticamente correctos" deben siempre aplicarse a
sí mismas cierto índice de relativización, dejar un espacio para las narrativas
distintas de la propia. Sobre un fondo de consenso generalizado acerca de
algunas certidumbres tan fundamentales que ni siquiera es necesario expresarlas
acerca de la economía de mercado y su verdad propia o de la necesidad de
orientar la actividad individual y colectiva a la preservación indefinida de la
vida inmunizándola frente al dolor, la violencia y la muerte, la sociedad
capitalista de la era neoliberal tolera todo lo que pueda ser objeto de una
demanda "libre" y a ser posible solvente. Toda acción por criminal que sea puede
integrarse en un cálculo económico en el que se tiene en cuenta el riesgo que
supone la represión para quien opte por realizarla. Es posible, integrando este
riesgo, practicar el desfalco de fondos públicos, el soborno, la pedofilia, la
zoofilia, la necrofilia e incluso celebrar por Internet contratos sobre
prácticas de canibalismo "consentido" o invadir un Estado soberano, destruirlo y
asesinar a numerosos habitantes gozando de la comprensión activa o pasiva de los
demás países y de la monstruosa inacción de la opinión pública "pacifista". Todo
esto, dentro del estricto respeto de la "narrativa" y los argumentos de los
criminales, pues como suele decirse "sus razones tendrán"....
En un mercado -y nuestras sociedades están abocadas a no ser otra cosa, pues el
programa de la revolución neoliberal prevé transformar el mundo en una "sociedad
de propietarios" que intercambian entre sí mercancías- lo único que cuenta es el
consenso libremente expresado de las partes contratantes. Ello significa que las
restricciones a la voluntad de las partes impuestas por cualquier otra
institución distinta del mercado constituyen un obstáculo intolerable a su libre
funcionamiento. El distanciamiento de Ratzinger respecto de esta lógica mediante
su enunciación de una serie de tabúes que son sin duda perfectamente
irracionales acerca de los homosexuales o las mujeres o incluso de la esencia y
la forma de circulación de la verdad es indicio de una sola cosa: que su
institución, la Iglesia católica romana existe y aún no ha sido absorbida
enteramente por el pensamiento de mercado. Y es que toda institución se basa en
un núcleo de intolerancia en que se asienta su identidad y permanencia. Esto es
cierto en relación con la Iglesia, pero también con el Estado (incluso liberal),
con las ideologías políticas y los movimientos sociales o los clubes de fútbol y
de ajedrez. Tendría, en efecto, tan poco sentido que Benedicto XVI se asomara al
balcón del apartamento pontificio anunciando del brazo de Pedro Almodóvar que el
matrimonio de las monjas lesbianas es un sacramento como que los ajedrecistas se
pusieran a aplicar a su juego las reglas del parchís. Las instituciones humanas
son obra de un animal parlante y se constituyen en virtud de actos lingüísticos
performativos (creadores de la realidad que nombran) como la afirmación "Habemus
Papam" seguida del nombre del sucesor de San Pedro o la frase "tomo por
esposa/esposo a..." o la designación de las piezas y de sus posibilidades de
movimiento en el tablero de ajedrez. Esto es algo que, aunque se pretenda lo
contrario, también se aplica al mercado. El mercado no es en modo alguno un dato
natural, sino una institución que obedece a reglas jurídicas precisas por las
que se define quiénes pueden actuar en él, cómo y con qué objeto. No es
tolerable, ni siquiera en ese espejo y fuente de todas las tolerancias que es el
mercado capitalista que se prohíba (como ocurre en la también reaccionaria y
atrasada Cuba) la compraventa de mercancía tan esencial como es la fuerza de
trabajo, o que no se proteja la propiedad de los bienes objeto de transacción.
La tolerancia tiene pues sus límites incluso cuando se trata de una institución
como el mercado, que en nombre de la libertad y el libre acuerdo de las partes
es capaz de liquidar cualquier otra institución humana con la salvedad del
Estado capitalista, que constituye su imprescindible complemento.
Toda identidad política, toda posición que se asuma en política, está basada en
ese núcleo irreductible de intolerancia y de afirmación dogmática. Y es que sin
él se renuncia a la acción lingüística performativa, a la creación
institucional, a la capacidad constituyente. El celibato de curas y monjas, la
creencia en la virginidad de María o en la "necesidad y eternidad del infierno"
forman junto con otras numerosas prácticas y creencias la identidad propia de la
Iglesia católica. Renunciar a esto es renunciar a ser la Iglesia católica y
convertirse en una secta New Age sincrética y liberal....
Es difícil para una izquierda como la que existe mayoritariamente en Europa, que
ha renunciado a toda identidad propia y acepta los dogmas de la economía de
mercado con todos sus corolarios, tan siquiera plantearse una posición o una
acción política al margen del consenso liberal permisivo. Cualquier pretensión
que vaya en ese sentido es tachada de dictatorial y tendencialmente totalitaria.
Lo que queda son los distintos cócteles de corrección política como el inefable
"rojo-malva-verde" de Izquierda Unida en el que se articulan el socialismo, el
feminismo y el ecologismo. Estas combinaciones pretenden recuperar frente al
dogmatismo de la izquierda tradicional la complejidad de las contradicciones
reales que atraviesan nuestra sociedad. Sin embargo, esta equiparación de la
preocupación por el estatuto social de la mujer o por la relación de la especie
humana y sus actividades con la naturaleza con lo que el rojo pretende denotar,
a saber la lucha de clases, el enfrentamiento político en torno a la
constitución económica de la sociedad, oculta una profunda disparidad entre las
personas de esta nueva trinidad. La causa de la mujer (suponiendo que exista una
causa de la mujer, o sencillamente "la mujer") y la defensa de la viabilidad de
la impronta ecológica humana constituyen motivos de preocupación asumibles por
el conjunto de la sociedad y de las tendencias políticas. Sobre estos dos temas
se realizan oficialísimos estudios dedicados a la "perspectiva de género" o las
"amenazas ecológicas" en los que se pretende que las diversas narrativas de los
actores implicados generen una verdad acerca de los objetos "mujer" y
"naturaleza". El tercer término de la trinidad progresista es distinto. Si el
rojo apunta a la lucha de clases, ya no estamos ante una simple contraposición o
proliferación de narrativas, pues lo que está en juego es la base misma de la
sociedad capitalista: el mercado como operador simultáneo de la explotación y de
la igualdad y libertad jurídicas. Lo que está en juego es una institución que
implica indisolublemente el respeto de los derechos humanos fundamentales y la
libre compraventa de fuerza de trabajo. Cuando de lo que se trata es de la
abolición o conservación de la institución básica de la sociedad capitalista, la
que le permite y le impone a la vez ser tolerante y liberal, ya no cabe la
profusión de narrativas: la tolerancia encuentra su límite en la institución
misma que le sirve de fundamento. Todo vale menos destruir el operador que,
transformando en potencial fuente de plusvalía toda actividad humana, permite
que todo valga. Por mucho que se puedan vender camisetas u otros objetos
horteras con la efigie del Che Guevara, de Lenin o de Durruti, lo que no puede
nunca el régimen capitalista es tolerar, retranscribiéndola en términos
mercantiles la destrucción del propio dispositivo de transcripción universal que
representa el mercado. Se puede ser radicalísimo en el feminismo y en el
ecologismo, mientras no se toque el mercado. Sin embargo, todo ataque dirigido a
esta institución, por moderado que sea, se presentará como un acto radical.
Medidas sumamente reformistas y que en otra época se habrían considerado
moderadas y pacatas como el impuesto Tobin sobre las transacciones financieras o
la abolición de la deuda del tercer mundo resultan hoy enteramente inaceptables.
Y es que la condición del "progreso" en materia de tolerancia cultural es en
nuestra sociedad una constante expansión del ámbito del mercado y de su
autonomía.
Cuando el rojo se pone al mismo nivel que el malva y el violeta, lo que se está
haciendo es liquidar el carácter antagónico de la lucha de clases, situándola en
un marco de producción de verdades y de narrativas de los distintos sectores
sociales explotados que resultan perfectamente comparables a las narrativas más
o menos vivenciales o científicas que configuran el discurso del feminismo o el
ecologismo. Ni el ecologismo ni el feminismo suponen un antagonismo político,
esto es un antagonismo en el que esté en juego el modelo de constitución
económica, social o política. Lo mismo ocurre con el espacio "político"
coloreado de rojo, cuando se renuncia a abolir el mercado y la explotación.
El término que designaba en la tradición marxista esta abolición era "dictadura
del proletariado". Hoy ha sido abandonado por la izquierda incluso radical y
sólo lo utilizan algunos stalinistas que identifican arbitrariamente la tiranía
de Stalin con este concepto. Sería interesante recordar textualmente la muy
ratzingeriana carta de Marx a Weidemeyer de 5 de marzo de 1853 donde
respondiendo a una pregunta de su corresponsal acerca de la especificidad de su
teoría respecto de la economía clásica, afirma:
"...Por lo que a mí se refiere, no me cabe el mérito de haber descubierto la
existencia de las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre ellas. Mucho
antes que yo, algunos historiadores burgueses habían expuesto ya el desarrollo
histórico de esta lucha de clases y algunos economistas burgueses la anatomía
económica de éstas. Lo que yo he aportado de nuevo ha sido demostrar: 1) que la
existencia de las clases sólo va unida a determinadas fases históricas de
desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases conduce,
necesariamente, a la dictadura del proletariado; 3) que esta misma
dictadura no es de por sí más que el tránsito hacia la abolición de todas las
clases y hacia una sociedad sin clases..."
En otros términos, de lo que se trata no es de describir "científicamente" la
realidad social de las clases y de su antagonismo, sino de mostrar su proyección
política en la dictadura del proletariado. Dictadura paradójica en la que el
sujeto de la dictadura, al hacerse con el poder se abole a sí mismo aboliendo
las clases en general e instaurando una sociedad sin clases. En este breve y
dogmático texto de Marx se condensa una densa reflexión sobre la política
articulada en torno a tres tesis que retranscribiremos en los siguientes
términos:
1) La existencia de las clases y en general el orden político, social y
económico no son fenómenos naturales, sino históricamente instituidos.
2) El enfrentamiento político en torno a la constitución económica desemboca
necesariamente en la dictadura del proletariado.
3) Esa dictadura no es sino la abolición de la particularidad de clase del
proletariado y de las demás clases y la constitución de una sociedad sin clases.
La primera tesis se enfrenta a la idea fundamental del liberalismo, conforme a
la cual existe un orden natural del mercado y de las clases sociales que en él
se encuentran y que se diferencian por el tipo de mercancías que intercambian:
los que venden su fuerza de trabajo al carecer de otra mercancía y los que
venden cualquier otro tipo de mercancía. La institución de esta situación, como
demostrarán Marx y los historiadores marxistas, es el resultado histórico de un
proceso generalizado de expropiación de los trabajadores autónomos de las
sociedades precapitalistas cuya culminación es la existencia de esta fundamental
disparidad material de los actores del mercado capitalista. Las clases y sus
condiciones de existencia son, por lo tanto un objeto posible de intervención
política, son algo que puede estar en juego en una confrontación política a
diferencia de los cambios de presión atmosférica o la estructura del átomo de
hidrógeno.
Según nos indica la segunda tesis, la única salida a esta situación consiste en
un acto absolutamente no derivable de la lógica histórica que lo precede, un
hiato, una ruptura. La idea de dictadura cobra aquí su sentido romano de poder
excepcional que se ejerce en nombre de la salvación de la república y en
condiciones de suspensión del derecho o "justitium", término este, paralelo al
de "solstitium", que designa una suspensión del derecho, un detenimiento de su
acción semejante al detenimiento del sol en su mediodía durante los solsticios.
La dictadura es un momento de reinstitución del orden que puede coincidir con la
constitución de un nuevo orden político o socioeconómico. Es, por lo tanto
necesario un espacio y un tiempo de neutralización del orden jurídico precedente
para que sea posible una transformación de lo que ya había sido instituido por
medios igualmente artificiales, por mucho que tuviera una pretensión de
naturalidad. La dictadura es aquí un acto fundador absoluto, un acto lingüístico
performativo que constituye un nuevo juego enunciando sus reglas y abrogando las
del anterior que resulten incompatibles con él. No es un momento de tolerancia,
sino de libertad. La particularidad de la dictadura del proletariado se declara
en la tercera y última tesis como transformación del interés particular
proletario en interés general. Nos encontramos así ante una pirueta lógica
sumamente interesante, pues de lo que sé trata es de que la clase que ejerce su
dictadura sólo puede hacerlo aboliéndose a sí misma, pues su única consistencia
material está basada en un rasgo de subordinación, expropiación e impotencia que
precisamente pierde accediendo no ya al poder constituido sino a la posición de
la dictadura, que es la de un poder constituyente. El proletariado como sujeto
de dictadura deja de ser proletariado y conquista según afirma el Manifesto
Comunista "la democracia". De nuevo nos encontramos con un concepto alejado de
nuestro paisaje ideológico familiar: el de una democracia que debe ser objeto de
conquista y no es un orden natural de las cosas que acompaña armoniosamente a la
economía de mercado, una democracia inseparable de la posibilidad de que emerja
en todo momento un poder constituyente.
El término dictadura es difícilmente aceptable en la actualidad por su
asociación con la trágica experiencia de las dictaduras totalitarias del siglo
veinte. Cabe reconocer incluso que en el sentido etimológico en que aquí lo
empleamos y que coincide con el modo en que lo entiende Marx,, la realidad que
designa no deja de ser ambigua pues la suspensión del derecho vigente puede
coincidir tanto con un momento constituyente y revolucionario como con una
operación de represión y normalización del régimen existente. El momento de
suspensión del orden establecido es siempre un momento de peligro en que tanto
puede triunfar la libertad como acentuarse la opresión. Pero este riesgo es a la
vez el horizonte que configura la posibilidad de cualquier libertad humana y en
particular de la libertad política. No hay política, no hay democracia sin ese
horizonte de suspensión de garantías merced al cual es posible una refundación
del orden social que sólo se autoriza por sí misma y es por ello
fundamentalmente dogmática. Todo intento de eliminar ese riesgo inherente a la
existencia política del hombre y de sus sociedades conduce en el mejor de los
casos a la inmunización generalizada de la esfera privada que Benjamín Constant
definiera como " la libertad de los modernos " en oposición a una libertad de
los antiguos cuyo fundamento era la activa y peligrosa participación del
ciudadano en los asuntos de la ciudad. En el peor de los casos, este intento de
preservar el orden y la seguridad puede conducir a la renuncia de cualquier
forma de libertad a cambio de la seguridad proporcionada por la obediencia a un
dirigente carismático.
Dedicar estas reflexiones al nuevo Papa Benedicto XVI no es una mera
provocación. Su defensa de la fe responde enteramente al círculo constitutivo de
la ilusión religiosa descrito por Freud en el cual la escritura que nos revela
la existencia y la obra divinas merece nuestro crédito en la medida en que Dios
mismo nos la ha revelado. Este salto en el vacío, esta autorización de la fe por
sí misma presenta la misma estructura dogmática que una auténtica toma de
posición política. Si bien no es de desear que las ideas de Ratzinger sobre la
sociedad y en particular sobre la sexualidad y la igualdad entre los sexos
cundan en la sociedad, su defensa rigurosa del dogma católico constituye una
anomalía en el orden de cosas hoy vigente. En un mundo en que la dominación del
capital se expresa prevalentemente a través de una ideología liberal permisiva
que no excluye, sino que implica necesariamente un extenso y profundo control de
los individuos y cuyo símbolo es el monstruoso hallazgo tecnológico que
representa el brazalete electrónico como sustituto de la prisión, resulta casi
consoladora la ética centrada en una serie limitada pero rigurosa de
prohibiciones que propone a sus secuaces el antiguo titular del Santo Oficio.
Que al menos algo esté prohibido es a pesar de la aparente paradoja una
condición necesaria de la existencia de la libertad humana. Quien pretenda hoy
oponerse al capitalismo tiene que comprender que la liberación del potencial de
de libertad, de alegría y de productividad humanas cautivo de este sistema exige
que se imponga una serie de prohibiciones éticas y políticas que impidan el
funcionamiento del mercado capitalista. Entre estas figura la prohibición de la
compraventa de fuerza de trabajo, la prohibición de la apropiación privada de
bienes que ontológicamente sólo pueden ser comunes tales como el conocimiento,
el lenguaje, el agua, el aire y un amplísimo etcétera la prohibición de que se
trate en ningún lugar del mundo a una persona como ilegal y carente de derechos
civiles, la prohibición efectiva de cualquier tipo de discriminación basada en
el sexo o en otras características físicas… Es necesario que sepamos
enfrentarnos correctamente a un Papa sin duda reaccionario. Para ello deberemos
enfrentarnos de manera más radical y consecuente que él algunos de los males que
de manera mistificada denuncia de lo alto de su autoridad pontificia.