7 de agosto del 2002
Argentina, Uruguay y Brasil
Juan F. Martín Seco
La Estrella Digital
Paul O'Neill, secretario del Tesoro norteamericano, ha declarado que
su país no apoyará con ayuda financiera a Argentina, Brasil y
Uruguay si ese dinero termina en depósitos en Suiza. Parece ser que hacía
referencia a Carlos Menem y a las cuentas recién descubiertas que éste
tenía en Suiza. Es el mismo Carlos Menem que gozaba de todos los beneplácitos,
tanto de los Gobiernos españoles como estadounidenses; el mismo Menem
que, mostrándose discípulo aplicado del neoliberalismo económico,
patrocinó y dio cobijo en su país a la dolarización, entonces
aplaudida por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y ahora repudiada; el mismo
Menem que expolió al pueblo argentino con las privatizaciones, entregando
las grandes empresas públicas a sociedades españolas o norteamericanas.
Las palabras del secretario del Tesoro norteamericano no han sentado
nada bien en el hemisferio sur. Resulta bastante comprensible. Y no es que la
corrupción esté ausente en los países latinoamericanos;
pero el que esté libre de pecado que tire la primera piedra, y la ristra
de escándalos que ha salpicado en los últimos meses la economía
estadounidense con claras implicaciones políticas indica que los países
desarrollados no pueden colocarse ninguna medalla en este asunto. Por otra parte,
la corrupción, como la guerra, siempre es cosa de dos. Si políticos
argentinos, uruguayos o brasileños han podido venderse es porque sociedades
americanas o europeas han estado dispuestas a comprarlos.
Y ya lo de Suiza es nombrar el árbol en casa del ahorcado. Los
paraísos fiscales existen porque Estados Unidos y Europa lo permiten,
coartada para que la presión fiscal sobre las empresas y el capital se
reduzca al mínimo. Los paraísos fiscales y la libre circulación
de capitales, al margen de corrupciones, constituyen el cáncer del Tercer
Mundo. La anarquía de los actuales mercados financieros crea graves problemas
a las economías desarrolladas, pero sitúa a los países
de la periferia en una encrucijada de imposible salida. No hay divisa que pueda
sostenerse cuando los mercados financieros apuestan, muchas veces sin motivo
y de forma caprichosa, en su contra. El tipo de cambio será insostenible
y al final el país se verá forzado a dejar flotar su moneda, produciéndose
devaluaciones exageradas que generan hiperinflación y colocan a la economía
al borde del caos.
Algunos países del Tercer Mundo, especialmente los de América
Latina, en un intento de eludir esta situación, han apostado por la dolarización
o mecanismos similares: renunciar a su moneda y, por lo tanto, a toda política
monetaria autónoma, aceptando como propia la divisa de los Estados Unidos.
El remedio ha sido casi siempre peor que la enfermedad. Ni que decir tiene que
las condiciones económicas de estos países poco tienen que ver
con las de la primera potencia mundial. Practicar idéntica política
les lleva al suicidio económico. Antes o después, si no quieren
convertir su economía en un erial, se verán obligados a dar marcha
atrás. Camino, desde luego, lleno de obstáculos y de dificultades,
pero el único posible y al que se ha visto abocada Argentina.
Casi todos estos países —Argentina, Uruguay, Brasil— han cumplido
escrupulosamente los axiomas de la llamada ortodoxia, concretados en las prescripciones
del FMI, medidas que acarrean para la mayoría de los ciudadanos sacrificios
enormes y que condenan a la pobreza a buena parte de la población. Pero
el ser alumnos aventajados del neoliberalismo económico de nada les ha
servido. Rota la confianza, resulta casi imposible reconstruirla. A menudo nos
olvidamos de que el dinero que utilizamos en todos los países, también
en los desarrollados, recibe el nombre de fiduciario; se acepta en tanto en
cuanto estamos seguros de que, a su vez, también a nosotros nos lo aceptarán.
Es esa confianza la que permite funcionar a los bancos. Si todos los clientes
pretendiesen retirar al mismo tiempo sus fondos de las entidades financieras,
éstas quebrarían, por importante que fuese el banco y por desarrollado
el país al que perteneciese. Nos olvidamos también de que la libre
circulación de capitales se ha introducido recientemente en casi todos
los países (España en 1989) y que muchos de ellos, por ejemplo
España, difícilmente se habrían desarrollado si se les
hubiese obligado a prescindir de medidas de control de cambio que evitasen la
evasión de capitales.
La crisis argentina, absurdamente prolongada por la postura reticente
del FMI, está contagiando a Uruguay y a Brasil y lleva camino de extenderse
a toda América Latina. El FMI y el Gobierno americano que lo controla
tienen una ingente responsabilidad. Se rigen mucho más por principios
políticos que económicos. Exigen a los países necesitados
de ayuda condiciones que no pueden cumplir, o que de cumplirlas les sumirían
aún más en el pozo. Están más preocupados por los
intereses del capital y de la inversión extranjera que por la suerte
de estos países. Sus actuaciones constituyen claras injerencias políticas,
anulando la soberanía de los Estados y cualquier brote incipiente de
democracia. ¿Dónde queda ésta, por ejemplo en Brasil, cuando el
capital, las empresas extranjeras y el FMI interfieren en el proceso electoral
amenazando con la debacle económica si ganan los candidatos de izquierdas?