Cádiz Rebelde
La izquierda vive una época un tanto sui generis, una época donde para serlo sólo hace falta cumplir el requisito de llamarse. Quizá sea porque casi nadie osa ir más allá de la superficie, casi nadie se adentra a observar que hay de verdad, en lo que predican organizaciones con la etiqueta de progresista, socialista y de izquierda, quizá porque el vacío al comprobar que hay de simbología e historia, y que de principios y compromisos, puede hundir a toda una generación, llevarla a replantearse tantas cosas y de tal tamaño, que tendrían que poner en solfa al denominado sistema democrático, obligándose a empezar de cero, y eso, es evidente que supone demasiado esfuerzo para estos tiempos donde el agotamiento y la desesperanza se han hecho con un espacio no menor.
Si en un anterior artículo nos preguntábamos "żY si esto fuera el fascismo?", para plantear una tesis cuestionadora del entorno que nos rodea, del mismo modo, no es menos importante interrogarse qué herramientas tenemos para enfrentarnos a ese sistema ideológico totalitario que se nos ha instalado con aparente permiso y hasta buenas maneras, pero para soldar definitivamente la injusticia y la crueldad, y tratar de terrorista a todo el que se atreva a discrepar con él. Tradicionalmente los Partidos políticos de izquierda han aparecido como el instrumento adecuado para enfrentarse al fascismo, pero qué pasa si estos Partidos no hacen este análisis, se sienten bien, a gusto, incluso consideran suyo el llamado sistema democrático y de libertades, o piensan que sólo es desde dentro donde el sistema es vulnerable, qué pasa si las cúpulas de estos Partidos dirigen el cotarro ajenas a la participación militante, y buscan salidas (y permanencias) personales de poltrona, untan pegamento en sus sillones, al punto que su trabajo político se limite a rediseñar los discursos, la línea, la táctica, la estrategia, y lo que haga falta, excusas, al fin, para justificar/se en sus espacios conquistados, por cierto, bien remunerados por un sistema siempre generoso con quien no lo combate.
La idea que ponen a la venta es simple, tanto, que la mayoría compra: la llamada derecha neoliberal, puja en buena lid con la autodenominada izquierda democrática (pónganle ustedes las siglas), que para ocupar un lugar en el teatro, debe dejar tranquilos a los poderes económicos, fácticos, mediáticos y hasta cardenalicios, y así cada cuatro años hasta el fin de la Historia. Esos poderes unidos sempiternamente con la derecha clásica, han sabido poner y conquistar en el mercado de la otrora izquierda, al punto de desdibujar su propia razón al nacer: el cambio social, la revuelta, el cuestionamiento del entorno, la lucha por una sociedad sin clases, la solidaridad activa con aquellos pueblos que luchan por su liberación.
La historia demuestra que cuanto menos se cuestionen los valores de las clases dominantes y el status quo, aumentan las posibilidades de ganar unas elecciones (palabra esta que opera como auténtico tótem, valor protector, único y supremo, medidor del sentir popular, razón última y necesaria de la cotidianidad de las organizaciones políticas que operan con la única mira de obtener algún diputado más cada cuatro años). Lo triste es que se acepte ese juego de cartas marcadas, sin entrar a desenmascarar la esencia misma del sistema y de la participación crítica en unas elecciones. Por si fuera poco quien sí lo hace, apunta al caos, la marginalidad, la antigualla, y el extremismo radical, en palabras acuñadas por las burguesías, y utilizadas con gozo por la socialdemocracia y afines, para marcar así diferencias, y enseñar al sistema su bondad para ganar adeptos en las clases medias temerosas de cambios.
Pero el tema es si el sistema social y económico en el que vivimos, está siendo combatido por la llamada izquierda institucional, o por el contrario si está siendo cómplice en su permanencia. El tema es si lo que tenemos con nombre de democracia, es una conquista de la izquierda, o por el contrario es una concesión para que nos divirtamos haciendo política, mientras ellos siguen manejando los hilos de todo, y en especial el poder económico que no han dejado de tener desde que nacieron como clase burguesa. El tema es que puede estar ocurriendo que el sistema prefiera organizaciones autodenominadas progresistas, con algunos parlamentarios que canalicen desahogos e iras, que una izquierda que denuncie y combata al margen del teatro de operaciones marcado y regulado por los dueños de la pelota.
Es cierto que en medio de la broza, parecen ir avanzando ideas y conceptos definitivos, ya que nadie en su sano juicio puede considerar a personajes y Partidos como Schroder, Blair, los arrepentidos PCI y hoy en la Sinestra, el felipismo, o la política llevada a cabo por la llamada "izquierda plural" francesa (un gobierno que, al decir de los datos económicos de Le Monde Diplomatique, privatizó más, que en toda la historia de Francia), por no mencionar a tanto sindicato amarillo con la etiqueta de clase, como izquierda de nada. Y este arranque en el análisis debe servir a no pocas gentes para adentrarse en el papel de la socialdemocracia en el siglo XX europeo, le saquen la careta al estado de bienestar y descubran así una auténtica estafa, el mayor expolio ideológico del que en buena parte aún viven; decir para no hacer, vender para no ser. Lo triste y patético son algunas organizaciones que nacieron con militancia alternativa al capitalismo, pero que las bondades de las Instituciones las han condenado a tener que rondar el árbol socialdemócrata a ver si cae algo (algún voto, alguna idea, alguna entrevista en sus falsimedia), sin darse cuenta que la Historia ha demostrado que ese árbol está plantado en un terreno contaminante, que tiene las raíces enfermas y sin cura, que está en un espacio que no tiene nada que ver con la transformación y un mundo mejor, y que hay que poner semillas en otro lugar, con otra gente.