La lucha social: condiciones de eficiencia frente al campo del poder
Por Gulli
Toda sociedad se mantiene unida, y todo régimen político en el poder, bajo cierta proporción efectiva de coerción y consenso. Lo dicho es acaso una de las pocas sentencias universalmente válidas y aceptadas acerca de lo social, aun cuando en relación con el consenso proliferen terminologías propias de las perspectivas teóricas más diversas: hegemonía, micropoder, ideología dominante, conciencia práctica, cultura dominante, producción biopolítica, entre otras, son definiciones que aluden de un modo u otro a la legitimación social que todo orden instituido debe ser capaz de imponer/construir en algún grado para sobrevivir.
Se hace necesario avanzar desde esta premisa hacia las formas concretas en que el consenso se manifiesta, y sobre todo, a su concreta articulación con los poderes instituidos, si se quiere avanzar en la ruptura de las legitimidades dominantes y en la producción de nuevas legitimidades instituyentes. Todo bloque de fuerzas transformadoras en una sociedad dada debería darse como una tarea central el análisis de las formas concretas de la hegemonía dominante y de los modos en que sería posible quebrarla. Tampoco en este caso son de gran utilidad los principios generales, salvo en lo que puedan orientar a la investigación de sus formas históricas particulares y situadas.
La importancia de este punto puede hacerse patente en dos ejemplos de gran actualidad, a los que podemos prestarle atención también en tal sentido: la crisis política argentina y la agresión imperialista de EE.UU. a Irak constituyen dos fenómenos que se prestan para el análisis de las formas efectivas de la dominación, y las complejas dificultades de su resistencia. En el primer caso, después de la rebelión popular de diciembre de 2001, el régimen prepara su recomposición a expensas de la incapacidad de verdadera incidencia en el plano de la institución social y de la construcción de una hegemonía alternativa por parte de las fuerzas sociales que lo pusieron en jaque. En el segundo, al margen de la superioridad militar de los agresores, que habríamos de ubicarla del lado del poder de coerción, es insoslayable preguntarse cómo fue posible esta agresión y su provisorio desenlace en el marco de una abrumadora opinión en contrario por parte de la población mundial. En ambos casos, parece percibirse una escisión inédita entre los poderes instituidos y la sociedad, y sin embargo, la sorprendente ineficacia de "la sociedad" para imponerse invitaría a dudar acerca de la validez de nuestra premisa inicial: que todo orden social y político requiere de algún grado de consenso para su sobrevivencia.
Frente a tal ostensible ineficacia de las fuerzas sociales, los más ortodoxos se sentirán habilitados para "confirmar" una respuesta previsible: se trataría, una vez más, de una crisis de dirección. En el ejemplo argentino, se resolvería cuando las masas abandonen a los viejos partidos para abrazar a otros capacitados para ser su vanguardia. No discutiré extensamente esta posición, pues descarto de plano toda concepción vanguardista y sus implicaciones totalitarias en relación con el pensamiento, pero es evidente que la hipótesis de la falta de dirección va en un sentido contrario a las características que las nuevas fuerzas sociales con potencialidad revolucionaria poseen. Actores sociales múltiples, identidades fragmentadas, nuevas subjetividades moldeadas en un universo social en parte desterritorializado, parecen indicar un camino de articulación de lo cualitativamente heterogéneo antes que de homogeneización centrada en lo cuantitativo. No se trata de que muchos iguales entre sí se concentren en un espacio de lucha, sino de que muchos diferentes entre sí, diseminados en múltiples espacios, sean capaces de coordinar sus acciones y articular sus luchas.
Hay sin embargo algo de verdad en la perspectiva de la "crisis de dirección": la incapacidad manifiesta para incidir en el proceso político-social en un sentido transformador debe ser concebida como una carencia por parte de las fuerzas sociales revolucionarias, y estas fuerzas tienen que poder hacerse cargo de las dificultades con que se enfrentan. Es decir, hay un problema en relación con la organización y la eficacia política que debe ser tomado en cuenta si se quiere avanzar en la transformación social. En este sentido, las apelaciones a un indefinido "largo plazo" se parecen más a un intento de evadir las dificultades del presente que a una concienzuda caracterización de los procesos sociales implicados.
En sus antípodas, las visiones enmarcadas en posiciones de tipo autonomista tampoco atinan a formular el problema en unos términos que puedan resultar auspiciosos. Los más sensatos reconocen abiertamente que no saben cómo sería posible instituir algún orden social distinto una vez que ellos han decidido que el poder instituyente necesario reproduciría por sí mismo la lógica de la dominación social. El principal exponente de esta versión es John Holloway, y sus conclusiones conducen más a un callejón sin salida que a una salida radical. Según tales caracterizaciones, no nos enfrentamos con dificultades tácticas sino con imposibilidades estratégicas.
Otros no van tan lejos pero también confunden lo instituido (propio de toda sociedad humana) con el estado capitalista (formación histórica particular, caso específico de lo anterior), y sostienen que debe prescindirse de las realidades del estado pues éste es siempre estado capitalista y cualquier intento de incidir en él o de "tomarlo" no puede estar sino regido por la lógica del capitalismo. Esta segunda versión del autonomismo está representada por Antonio Negri. Se diferencia de la primera en que para Negri existe un sujeto social que puede y debe tener capacidad instituyente, la multitud, que está enfrentada al imperio a la vez que es su único sustento. Cuando la multitud tome conciencia de que es el sostén del imperio, podrá retirarle su consenso y librarse de él, encontrándose entonces en condiciones de instituir otras relaciones sociales aunque prescindiendo de toda instancia de tipo estatal para ello.
Se abre en este punto una discusión, que no podemos dar aquí, en relación con la manera en que debe ser concebido el estado, su especificidad dentro del capitalismo, y los límites que en las sociedades modernas alcanza su dependencia respecto de la persistencia de la sociedad de clases. Es que independientemente de la génesis del estado en concordancia con la división clasista de la sociedad, la creciente diversificación que ha acompañado al desarrollo del capitalismo habilitaría al menos a considerar la hipótesis de que el estado, como instancia última de condensación de las determinaciones sociales abstractas, pueda sobrevivir, bajo nuevas formas, a la dominación del capital y su organización clasista. Aquí habrá que discutir con el determinismo económico más duro y reconocer la especificidad de otras categorías sociales distintas de la clase, como las subculturas y los estratos generacionales, las etnias y las nacionalidades, los géneros y los modos de vida, que no pueden ser ya concebidos como meros reflejos o derivados de la posición en la estructura económica. Pero incluso si se siguiera sosteniendo la determinación "en última instancia" por lo económico, no habría que olvidar que el marxismo ha enseñado hace tiempo que en la nueva sociedad el destino del estado es su propia extinción, concepción que se opone a la de la abolición del estado propiciada por los anarquistas con los que el propio Marx discutiera estos temas.
Tanto las dos concepciones del autonomismo que mencionamos como las posiciones ortodoxas, coinciden sin embargo, y sin advertirlo, en una caracterización rudimentaria de la lucha (social y política), cuyo modelo por antonomasia es el enfrentamiento callejero y la insurrección armada. En general, la lucha funciona como una suerte de concepto metafísico cuya fuerza opera desde algún lugar y de algún modo poco menos que esotéricos, pues se carece de cualquier tipo de categorización acerca de sus formas concretas y, esto es fundamental, acerca de cuál es el terreno común que se disputa en la lucha, y los modos efectivos en que ella se establece como relación entre partes enfrentadas: en torno a qué se lucha, qué cosa en común entre las partes hace posible que la lucha se entable y cómo se vinculan causal y concretamente las circunstancias a las que la lucha da lugar. En general, se suele tener una visión excesivamente orientada hacia sus aspectos materiales, descuidándose sus aristas de carácter simbólico que no parecen menos importantes que los primeros. Es justamente esta propensión a considerar que la lucha es sobre todo o en última instancia material y física, lo que impide una caracterización más compleja de ella cuando no se trata de una contienda armada.
Un ejemplo de cómo la lucha es pensada de este modo lo encontramos en descripciones tales como "la batalla de plaza de mayo", utilizada para aludir a los episodios de enfrentamiento callejero que se produjeron el 20 de diciembre de 2001 en Buenos Aires en torno de la casa de gobierno. Es evidente que en esta "batalla" no estaba en juego el control físico de un espacio, sino algo bien distinto: la ruptura del consenso social del régimen político. La represión era fundamental no para evitar que las masas tomaran el poder sino para impedir que se llenara la Plaza de Mayo, lo cual hubiera abierto un curso de acción imprevisible donde la consigna "que se vayan todos" podría haber dado lugar a un proceso más radicalizado, pero este proceso no se jugaba en términos de ocupar físicamente un espacio público para hacerse con el poder.
Podemos ahora volver a preguntarnos acerca de nuestro problema inicial, y retomar los ejemplos que mencionábamos. ¿Por qué la opinión pública internacional, medida del consenso de las relaciones internacionales dominantes, no pudo evitar la agresión imperialista? ¿Qué modos de lucha se dio este movimiento de opinión, y en qué sentido no fue operante? Y en Argentina, ¿cómo hubiera sido posible instituir otro régimen político si el movimiento de diciembre de 2001 no pudo proponerse intervenir de modo efectivo en el proceso político? Aunque parezca obvio, para enfrentarse a una política o a un régimen es imprescindible establecer un contacto efectivo con ellos, un terreno común de disputa, material y simbólico, del mismo modo en que una contienda militar no es posible sin un campo de batalla. Las manifestaciones callejeras, la movilización de masas, y muchas otras medidas de lucha, no están efectivamente ligadas a la política que se pretende combatir, sino que el contacto con ella se establece de manera mediada. Pueden estarlo indirectamente, y para ello, para que sean eficientes, deben tender a producir algún tipo de circunstancias que afecten el curso de acción en cuestión de un modo efectivo.
Por ejemplo, se puede derrotar una política de estado, entre otras maneras, si se logra derrocar al gobierno, si se consigue una acción contraria del parlamento, o si se logra provocar un quiebre del orden administrativo que implique dificultades operativas para llevarla a cabo. Estas situaciones están efectivamente ligadas a la política en cuestión, forman parte del mismo curso de acción en disputa. Las concretas medidas de lucha deben pensarse siempre en relación con este plano. En nuestro ejemplo, puede tratarse de una huelga de los empleados públicos o de la toma de una repartición del estado, que obstruyan concretamente el desarrollo de la política en cuestión, o del efecto disuasivo de movilizaciones y escraches, que pueden amenazar tanto la posición de los funcionarios como su propia integridad física (como sucedió cuando los ahorristas lograron evitar por estos medios la sanción de la ley de bonos en el parlamento, forzando la renuncia del ministro de Economía a principios de 2002). En el mismo sentido, para que una movilización popular logre derrocar un gobierno, lo primero que debe hacer es proponérselo, y lo segundo, provocar circunstancias que efectivamente lo obliguen a renunciar, generalmente abriendo un proceso de recambio institucional, que habrá que tratar de capitalizar, o dando lugar a un vacío de poder, que será preciso intentar ocupar.
Las movilizaciones de masas en contra de la agresión a Irak fueron ineficaces porque en general no se propusieron acciones que pudieran desencadenar circunstancias directamente ligadas a la agresión y porque carecieron a su vez de la fuerza simbólica de la espontaneidad que puede tener efectos imprevisibles aunque limitados en el tiempo. Si alguno de los aliados árabes o europeos se hubiera visto obligado, por circunstancias derivadas de las formas concretas de la movilización, a retirar su apoyo a EE.UU., o si hubiera sido derrocado u obligado a renunciar por la movilización de masas, entre otras muchas opciones, las condiciones podrían ser diferentes en la actualidad.
En definitiva, antes que apelar a las cualidades de la movilización y la lucha, o más bien conjuntamente con esa apelación, se hace necesario siempre tomar conciencia en todo cuanto sea posible de la cadena causal que puede desencadenarse a partir de una acción de lucha. Es necesario conocer el terreno específico en que la lucha se establece, y su relación con el conjunto de las condiciones operantes en la situación concreta. Incluso la espontaneidad no debería dejar de ser analizada en estos términos. Una reacción espontánea de una población puede tener efectos muy poderosos, pero siempre se debe ser conciente del efecto limitado en el tiempo que tal reacción tiene, en un doble sentido: como paulatino reflujo de la movilización espontánea (la sensación de caos puede ser muy eficaz para el disciplinamiento social), y como paulatina naturalización y pérdida de su efecto simbólico. En el ejemplo argentino, una reacción espontánea fue lo suficientemente poderosa para derrocar un gobierno, pero frente a su naturalización y posterior reflujo, era imprescindible que el movimiento fuera capaz de articularse, de volverse conciente de sí mismo como movimiento, de darse canales de decisión y articulación que le permitieran continuar con la lucha también por otros medios y, sobre todo, por otros medios de los que fuera conciente.
Esto no tiene que ver con una dirección, en el sentido de una instancia escindida de poder que decida por el colectivo, sino con que el colectivo pueda darse alguna forma de organización y toma de decisiones que le permita, en relación con la serie causal de fenómenos que puede desencadenar, orientar sus acciones en pos de los objetivos que se haya propuesto. Esta carencia fue evidente en el ejemplo de la crisis argentina. Con la asunción de Duhalde, las movilizaciones que desde el 20 de diciembre se realizaban todos los viernes por la noche, dejaron de ser "por tiempo indeterminado" para institucionalizarse como concentraciones que duraban algunas horas. En el primer caso, las fuerzas de seguridad se veían obligadas a desalojar a los manifestantes por la fuerza, con un alto costo político que erosionaba las posibilidades de continuidad del régimen. La represión sin dudas ayudó a disuadir a la población respecto de la extensión en el tiempo de las movilizaciones, pero más importante es que este hecho haya pasado desapercibido como un elemento fundamental de la modalidad de lucha.
Este modo general y concreto de encarar las cosas supone más dificultades que las formas habituales de hacerlo, ya sea en términos de crisis de dirección o de apelación a la espontaneidad/autonomía de la población. Sobre esta última, debemos señalar que no es nueva en la historia, y que supone una visión romántica que bien podemos caracterizar como populismo de izquierdas, incapaz de ofrecerle a las fuerzas sociales revolucionarias nada que ellas ya no posean por sí mismas. Los poderes constituidos están generalmente mucho mejor organizados y son habitualmente mucho más concientes de sus objetivos. No se trata de una casualidad ni de una mala jugada del destino: la lucha social se da siempre en el marco de un orden de dominación, y por eso mismo los sectores dominados están en peores condiciones que los dominantes también en el plano de la organización y la conciencia. Estos dos aspectos no pueden ser nunca dejados de lado por quien se proponga objetivos revolucionarios, y por supuesto, lo dicho no tiene nada que ver con postular formas perimidas de organización verticalista ni métodos compulsivos de adoctrinamiento de la conciencia. Por el contrario, horizontalidad en la organización y espíritu crítico en la conciencia son condiciones indispensables para que la diversidad constitutiva de las nuevas fuerzas revolucionarias, propias de una diversidad de actores novedosos, puede hacer efectivas todas sus potencialidades. Se trata de pensar en nuevas formas dotadas de flexibilidad y en otros modos eficaces de articulación, antes que en configuraciones amorfas carentes de organicidad e incidencia.
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