Las ideas y la acción política
Punto Final / Chile
¿Cuál es la importancia de las ideas en los acontecimientos que han marcado los grandes cambios históricos? ¿Son solamente epifenómenos de procesos sociales y materiales de mayor profundidad, o poseen un decisivo poder autónomo como fuerzas de movilización política? Contrariamente a las apariencias, las respuestas a estas preguntas no diferencian demasiado agudamente a la Izquierda de la derecha. Por supuesto que muchos conservadores y liberales han exaltado la significación trascendente de las ideas elevadas y los valores morales en la historia, denunciando como estrechamente materialistas a los pensadores radicales que insisten en que las contradicciones económicas son el motor del cambio histórico.
Entre los más famosos representantes de ese idealismo de derecha se cuentan figuras como Friedrich Meinecke, Benedetto Croce y Karl Popper. Sus planteamientos aparecen bien reflejados en las palabras de Meinecke: "Las ideas, que portan, transforman personalidades vivientes, constituyen el cañamazo de la vida histórica". Pero, también, podemos encontrar a otras grandes figuras de derecha que atacan las ilusiones racionalistas y la importancia que se atribuye a doctrinas artificiales, alzando frente a ellas el mayor y más duradero significado de las costumbres tradicionales o los instintos biológicos. Friedrich Nietzsche, Lewis Namier, Gary Becker fueron todos -desde diferentes puntos de vista- teóricos de los intereses materiales, decididos a develar sardónicamente las pretensiones de los valores éticos o políticos. El paradigma más conocido de esta orientación es la actual teoría sobre la opción racional, hegemónica en amplias áreas de la ciencia social anglo-sajona.
Sin embargo, la misma bifurcación podemos encontrarla en la Izquierda. Si observamos a los grandes historiadores modernos de Izquierda, encontramos en Fernand Braudel completa indiferencia respecto al papel de las ideas, que contrasta con la apasionada adhesión a ellas de R.H. Tawney. Entre los propios marxistas británicos, nadie puede confundir la posición de Edward Thompson, que hizo de su obra una constante polémica contra lo que veía como reduccionismo económico, con la de Eric Hobsbawn, cuya historia del siglo XX no contiene secciones separadas dedicadas a las ideas. Y si miramos a los líderes políticos, vemos que la misma oposición se repite aún más agudamente. "El movimiento es todo, la meta es nada", declaró Bernstein. ¿Podría haber una devaluación más drástica de los principios y las ideas en favor de los puros y simples procesos factuales? Bernstein creía ser fiel a Marx cuando pronunció este dictum. En el mismo período, Lenin declaró -en una frase igualmente famosa, de efecto absolutamente antitético- algo que todo marxista debería saber: que "sin una teoría revolucionaria no puede haber un movimiento revolucionario". Pero el contraste no se produce solamente entre reformistas y revolucionarios. También en las filas de los revolucionarios encontramos la misma dualidad. Para Rosa Luxemburgo "en el comienzo fue la acción", con lo que quiso decir que no fue alguna idea preconcebida sino simplemente la espontánea acción de las masas el punto de partida para cualquier cambio histórico de envergadura. Los anarquistas siempre han estado de acuerdo con ese planteamiento. Antonio Gramsci, por su parte, sostuvo que el movimiento obrero no puede lograr victorias duraderas a menos que logre ascendiente en el plano de las ideas -lo que él llamaba una cultura y una hegemonía- sobre la sociedad en su conjunto, incluyendo a sus enemigos.
¿Cómo resolver esta antigua oposición conceptual? Hay ideas de diferentes formas y tamaños. Aquéllas que han sido relevantes en los grandes cambios históricos han sido ideologías sistemáticas. Nuestro colega Therborn, ha entregado una aguda y elegante taxonomía de éstos en un libro -cuyo título "La ideología del poder y el poder de la ideología"- ofrece una guía para nuestra preocupación. Divide a las ideologías en existenciales e históricas, en inclusivas y posicionales. De acuerdo a eso, aquéllas que han tenido el mayor alcance, espacial o temporal, se han caracterizado por un rasgo que para nuestros propósitos fue captado, tal vez, mejor por el conservador inglés T.S. Eliot en sus "Notas para una definición de cultura". Podemos reemplazar sencillamente su noción de ‘cultura’ por el término ‘ideología’. La clave de la observación de Eliot es que cualquier sistema de envergadura constituye una jerarquía de diferentes niveles de complejidad conceptual, que van desde construcciones intelectuales altamente sofisticadas -accesibles sólo a una élite educada- en la cúspide, con más amplias y menos refinadas versiones en los niveles intermedios, llegando a las más crudas y elementales simplificaciones a nivel popular: todos ellos, sin embargo, unificados por un mismo idioma y respaldados por el correspondiente conjunto de prácticas simbólicas. Solamente un sistema totalizado en esa forma -sostiene- es digno del nombre de cultura verdadera y es capaz de generar un gran arte.
Eliot, por supuesto, estaba pensando en el cristianismo como el ejemplo principal de un sistema semejante que une las más arcanas especulaciones teológicas con prescripciones éticas familiares y supersticiones populares ingenuas en un conjunto que rodea la fe, sustentada por historias sagradas e imágenes salidas de un fondo común de fuentes escriturales. El mundo religioso que emergió de allí en la llamada Edad Axial ofrece, sin duda, una impactante prueba inicial para cualquier hipótesis acerca del papel de las ideas en los grandes cambios históricos. Pocos pueden dudar del enorme impacto de estos sistemas de creencias sobre vastas áreas del mundo a lo largo del milenio. No es fácil identificar sus orígenes en precedentes materiales o en levantamientos sociales en cualquier escala mensurable con su propia influencia transformadora y su difusión.
Cuando avanzamos hacia la época moderna, las cosas van cambiando. A diferencia de las prédicas de si Cristo o Mahoma, la reforma protestante fue desde el principio un sistema doctrinal escrito -o más bien un conjunto de ellos- desarrollado en los polémicos textos de Lutero, Zwinglio o Calvino, antes de convertirse en una gran fuerza o en poder institucional. Como hay menos distancia en el tiempo es más fácil rastrear las condiciones inmediatas de tipo social y material de su surgimiento y desarrollo: la corrupción del Renacimiento católico, el ascenso del sentimiento nacional, el diferente acceso de los Estados europeos al Vaticano, la invención de la imprenta, etc. Hay algo también notable: la emergencia de la contrarreforma dentro de la Iglesia Católica e inmediatamente una lucha entre las dos creencias desprovista de ideología, basada en los más altos logros del debate intelectual y metafísico y también en todos los medios conocidos de propaganda popular -término que debemos a esta época- que desataron titánicas rebeliones, guerras externas y guerras civiles en Europa. Aquí las ideas aparecen para gatillar y conformar el cambio histórico. Pero en realidad las subsecuentes revoluciones no parecen orientadas directamente por cuestiones de tipo intelectual como lo indican los primeros grandes levantamientos asociados a la creación de Estados modernos en Europa: el alzamiento de los Países Bajos contra España en el siglo XVI, la gran rebelión en Escocia y la gloriosa revolución en Inglaterra en el siglo XVII.
En contraste con lo anterior los estallidos de las revoluciones norteamericana y francesa en el siglo XVIII fueron mucho más determinados por causas materiales. En ningún caso un sistema desarrollado de ideas motivó el asalto inicial al viejo orden colonial o al vetusto orden real. En otras palabras, en las colonias norteamericanas el interés económico de sus habitantes afectados por el alza de impuestos para financiar el costo de la protección contra los indios y los franceses, desencadenó la rebelión contra la monarquía británica; mientras en Francia, una crisis fiscal desencadenada por el costo de la ayuda a los rebeldes norteamericanos forzó a la convocatoria de una reminiscente institución feudal, los Estados Generales, cuyas reformas fueron prontamente desbordadas por la erupción de las masas descontentas en campos y ciudades, bajo la presión de una mala cosecha y del alto precio de los granos. En ambos casos, el quiebre del viejo orden fue un proceso no deliberado, en el cual predominaron las quejas y resentimientos debido a problemas materiales más que a razones ideológicas. En el fondo, sin embargo, actuaba la cultura crítica de la Ilustración -un vasto conjunto de ideas y discursos potencialmente explosivos- que parecía esperar ser activado en esas circunstancias críticas.
Si el principal legado de las religiones mundiales fue la introducción de una idea metafísica de universalismo y el legado de la Reforma fue la introducción del individualismo, la herencia ideológica de las revoluciones del Siglo de las Luces reside esencialmente en las nociones de soberanía popular y derechos humanos. Por primera vez en la historia surgieron como medios formales de la libre determinación para la conformación de la sociedad. Y como ellos ¿cuál debería ser el contenido de un bienestar colectivo imperante en una sociedad? Esta fue la interrogante que el advenimiento de la revolución industrial planteó al siglo XIX. A ella se dieron tres tipos de respuestas. Hacia 1848 los grandes campos de batalla de la época estaban en calma. Con el "Manifiesto Comunista" Europa se vio confrontada con la opción que después se planteó a todo el planeta: ¿capitalismo o socialismo? Por primera vez la humanidad enfrentó principios bien definidos y radicalmente contrapuestos acerca de la organización de la sociedad. Pero hubo una asimetría en su formulación. El socialismo como movimiento político y objetivo histórico recibió una extensa, variada y autoasumida teorización. En cambio el capitalismo durante el siglo XIX y la mayor parte del siglo XX rara vez (si es que hubo alguna) habló en nombre propio, su mismo nombre fue un invento de sus opositores. Como campeones de la propiedad privada y defensores del status quo apelaron a diversas concepciones, incluso tradicionales, invocando principios conservadores o liberales en vez de proponer una ideología declaradamente capitalista. Fueron con todo un sustituto poco confiable. No fueron escasos los pensadores conservadores, como Carlyle y Maurras, que expresaron su fuerte antipatía hacia el capitalismo, mientras un cierto número de teóricos liberales, como Mill o Walras, miraron con simpatía las versiones más suaves del socialismo. Si analizamos el papel de las ideas en el siglo XIX, es claro que el socialismo -sobre todo en su versión marxista y por lo tanto en su concepción más intransigentemente materialista- desplegó una capacidad de animación y movilización mucho mayor que su oponente.
Sin embargo, el universo ideológico no se agotaba en ambos opuestos. Hubo otra gran fuerza que constituyó un verdadero motor de la época, que tampoco había habido antes. Ya en 1848 el nacionalismo se evidenció como un factor de movilización más poderosos que el socialismo en Europa. Dos peculiaridades lo definieron como idea política desde el comienzo, mucho antes que se expandiera triunfalmente por el resto del mundo. Por una parte, produjo muy pocos pensadores significativos u originales, con la rara excepción de Fichte y algunos otros. Como doctrina articulada fue incomparablemente más pobre y superficial que sus dos contemporáneos. Por otro lado y debido precisamente a su vacío conceptual, fue eminentemente plástico y pudo integrar una gran variedad de combinaciones tanto con el capitalismo como con el socialismo, produciendo a la vez el desencadenamiento del chovinismo que propulsó la guerra interimperialista de 1914 y el fascismo que provocó su secuela en 1939 y, también, los movimientos revolucionarios de liberación nacional en el Tercer Mundo.
Los comienzos del siglo XX mostraron un conjunto de grandes revoluciones en Estados claves de la periferia del mundo capitalista: en orden cronológico, México, China, Rusia y Turquía. Entre ellos hubo un significativo grupo de contrastes. El papel de las ideas en la formación del curso y resultados del proceso revolucionario fue de la mayor importancia en Rusia y en China, la movilización popular más fuerte en México y Rusia y el reclamo nacionalista más poderoso en Turquía. La revolución republicana en 1911 fracasó en China, pero el intenso fermento intelectual que generó siguió viviendo y sus tributarios finalmente confluyeron en la revolución comunista triunfante en 1949. La recuperación kemalista en Turquía abarcó muy pocas ideas más allá de la de salvación nacional, antes de importar una ecléctica variedad de ellas cuando el nuevo régimen se estableció. Fueron las revoluciones mexicana y rusa -sin duda las más grandes del período- las que mostraron mayores contrastes. En México, una masiva convulsión social se desarrolló durante una década sin que ningún gran sistema de ideas naciera o emergiera de ella. Desde un punto de vista estrictamente doctrinario, la única ideología que se desarrolló en el período no correspondió a los revolucionarios sino al régimen que éstos derrocaron, el positivismo y los "científicos" de los días postreros del Porfiriato. Tal vez como en ninguna otra parte se realizaron acciones políticas de dimensiones titánicas sin otra orientación que nociones elementales de institucionalidad y justicia social: una lección tremenda para cualquier visión excesivamente intelectualista del dramático cambio social. Sólo los mexicanos podrían decir cuál fue el precio que pagaron en última instancia por la viabilidad de la revolución que se produjo cuando el PRI tomó forma a partir de Obregón.
La revolución rusa siguió un modelo muy diferente. El zarismo fue derribado por el espontáneo descontento de las masas, provocado por el hambre y las penalidades de la guerra, un comienzo bastante más inocente en el plano de las ideas que el levantamiento de Madero en México. En pocos meses los bolcheviques llegaron al poder mediante la agitación popular en torno a temas no menos elementales que los que movieron a Zapata o a Villa: pan, tierra y paz. Una vez en el poder, sin embargo, Lenin y su partido tuvieron a su disposición la más sistemática y comprensiva ideología política de la época.
Por supuesto que los efectos de la revolución de octubre no se limitaron a Rusia. Hacia el final de su vida, Marx imaginó la posibilidad de que en Rusia -eludiendo el pleno desarrollo capitalista- estallara un levantamiento popular que produjera una reacción revolucionaria en cadena en Europa. Esa fue esencialmente la concepción subyacente detrás de la estrategia de Lenin: la no creencia en la posibilidad de construir el socialismo en un país aislado y atrasado como Rusia, sino poner todas las esperanzas en que el ejemplo soviético detonara revoluciones proletarias a lo largo y ancho de Europa en sociedades donde existían condiciones materiales para una libre asociación de productores y alto nivel de productividad. La historia tomó el camino contrario: bloqueó toda posibilidad de revolución en el avanzado Occidente y diseminó la revolución en sociedades todavía más atrasadas en el Oriente. Con esto, el enorme éxito político del marxismo pareció ser la mejor refutación de sus presupuestos teóricos. Alejada de las superestructuras y siguiendo la determinación de las infraestructuras económicas -sistemas de ideas reflejando prácticas materiales- la ideología del marxismo-leninismo, más o menos en la forma stalinista, fue capaz de generar, en escenarios sin capitalismo, sociedades más adelantadas que éste. Eso dio pábulo, dentro del marxismo, a la noción popular en los 60 y 70 que las relaciones de producción realmente tenían primacía sobre las fuerzas de producción y que incluso las definían. Pero las previsiones de Marx no eran fácilmente derrotables. Finalmente, las fuerzas productivas tomaron la revancha, con el colapso de la URSS ya que la mayor productividad económica de los países en los que debería haber tenido lugar la revolución, terminó abrumando a aquéllos en los que efectivamente se realizó.
¿Cuál fue el lugar de las ideas en el otro bando de esta lucha? El déficit ideológico del capitalismo en cuanto orden establecido no fue realmente remediado en la batalla contra el comunismo. El término mismo siguió perteneciendo esencialmente al enemigo, como un arma contra el sistema más que como su auto asumida descripción. Sin embargo, a mediados del siglo, la embestida de la Guerra Fría, que exigió un esfuerzo máximo a ambos bloques antagónicos, impuso al capital la necesidad de alcanzar nuevos niveles de eficacia e intensidad. El resultado fue la "estandarizada" conversión occidental de los términos del conflicto: ya no capitalismo versus socialismo, sino democracia contra totalitarismo, el mundo libre contra el mundo de ‘1984’. Cualesquiera fuesen las amplias hipocresías de esta construcción, el así llamado mundo libre incluía, por cierto, muchas dictaduras militares y policiales, correspondía a reales ventajas del Occidente-Atlántico Norte sobre el Este stalinizado. En la competencia entre los dos bloques, la bandera de la democracia era una ventaja decisiva allí donde menos se necesitaba, entre pueblos de las sociedades capitalistas avanzadas que necesitaban muy poco de que las convencieran de la superioridad de las condiciones en que vivían. Tuvo mucho menos efectos, por razones obvias, en el mundo ex colonial y semi colonial dominado hasta hacía poco por las mismas democracias occidentales. En Europa del Este y -en menos extensión- en la Unión Soviética, la imaginería "orwelliana" tuvo más resonancia y las emisiones de Radio Europa Libre o de Radio Libertad, predicando los méritos de la democracia norteamericana, ciertamente contribuyeron a la victoria final en la guerra fría. Pero la razón fundamental del triunfo del capitalismo sobre el comunismo estuvo más cerca del hogar, en el magnetismo de niveles más altos de consumo material, que finalmente no impactó solamente a las masas deprivadas sino a las élites burocráticas del bloque soviético, empujando finalmente a los privilegiados tanto o acaso más que a los empobrecidos, irresistiblemente hacia la órbita de Occidente. Diciéndolo con sencillez: la ventaja comparativa del "mundo libre" que condujo a su triunfo en el conflicto estuvo más en el plano del consumo (shopping) que del sufragio (voting).
El fin de la guerra fría trajo una configuración completamente nueva. Por primera vez en la historia, el capitalismo se proclamó a sí mismo como tal, como una ideología que anuncia la llegada del final o del punto de llegada del desarrollo social, con la construcción de un orden ideal basado en los mercados libres, más allá de los cuales es inimaginable un mejoramiento subtancial.
Tal es el núcleo del mensaje del neoliberalismo, el hegemónico sistema de creencias y pensamientos que ha gobernado al mundo durante la pasada década. Sus orígenes se encuentran en la inmediata post guerra. En esa época el orden establecido en Occidente estaba todavía conmocionado por el shock de la Gran Depresión y enfrentaba a nuevos movimientos obreros empobrecidos que emergían de la Segunda Guerra Mundial. Para protegerse del peligro del retorno a la depresión y para integrar al sistema las presiones de los movimientos obreros, todos los gobiernos adoptaron políticas económicas y sociales diseñadas para controlar el ciclo económico, para asegurar empleo y ofrecer alguna seguridad material a los más desprotegidos. El manejo keynesiano de la demanda y el estado de bienestar de la social democracia fueron los sellos de garantía de ese tiempo, asegurando más altos niveles de intervención estatal y redistribución fiscal de los que nunca antes se habían visto en el mundo capitalista. Una pequeña minoría de pensadores extremos rechazó la ortodoxia imperante, denunciando al dirigismo como una amenaza fatal en el largo plazo contra el dinamismo económico y la libertad política. Friedrich Von Hayek fue la cabeza pensante y el organizador clave del disenso neoliberal, consiguiendo adeptos en el mundo en una red semi clandestina de influencias: la sociedad Mont Pèlerin. Durante un cuarto de siglo, este grupo fue marginal respecto de las opiniones respetables, y sus planteamientos fueron ridiculizados o ignorados.
Cuando se produjo la arremetida de la crisis de estagflación de comienzos de la década de los 70, y el deslizamiento de la economía capitalista mundial hacia el largo ciclo de descenso de las siguientes décadas, la rigurosa e intransigente doctrina neoliberal tuvo su oportunidad. En los años ochenta, la derecha radical había alcanzado el poder en Estados Unidos y Gran Bretaña, y en todas partes los gobiernos estaban adoptando las recetas neoliberales para afrontar la crisis, reduciendo los impuestos directos, desregulando los mercados financieros y laborales, debilitando a los sindicatos, privatizando servicios públicos. Profeta no escuchado en su propia tierra durante las décadas de los 50 y 60, Hayek fue ahora consagrado por Reagan, Thatcher y otros jefes de Estado como el verdadero visionario de la época. El colapso del comunismo soviético al final de la década pareció ser la vindicación definitiva de su largamente sostenido pensamiento de que el socialismo no era sino "una ilusión fatal". Pero fue en los 90, cuando la URSS ya no existía, y ya no estaban Reagan ni Thatcher, que la hegemonía del neoliberalismo alcanzó su apogeo. Ahora, sin el forcejeo amigo-enemigo de la guerra fría, sin ninguna necesidad de que la derecha extrema se instale en el poder, fueron gobiernos de centro-Izquierda en el avanzado mundo capitalista los que prosiguieron imperturbablemente las políticas neoliberales de sus predecesores, con una retórica suavizada y garantizando concesiones secundarias, pero con una orientación coherente en Europa y también en Estados Unidos. La prueba de una verdadera hegemonía -como opuesto de una verdadera dominación- es su habilidad para conformar las ideas y acciones, no solamente de los que se proclaman sus partidarios, sino también de sus adversarios nominales. Ostensiblemente, los gobiernos de Clinton y Blair, de Schroeder y D’Alema, sin hablar de Cardoso o De la Rúa, llegaron al poder repudiando las doctrinas duras de la acumulación y la desigualdad que reinaron en los años 80. En la práctica, se preocuparon de preservarlas o incluso ampliarlas.
Más allá de la transfiguración de la centro Izquierda en la zona noratlántica, la hegemonía neoliberal se extendió en el mismo período a los lugares más alejados del planeta. Fervientes admiradores de Hayek o Friedman se encuentran en los ministerios de Hacienda de todo el mundo, desde La Paz a Beijing, de Auckland a Nueva Delhi, de Moscú a Pretoria, de Helsinki a Kingston. Junto a los mercados libres corre el segundo mayor logro de la última década, la cruzada por los derechos humanos liderada por Estados Unidos y la Unión Europea. Porque no todo intervencionismo es malo si se hace en función del orden neoliberal. Si las armas económicas no resultan, el recurso militar es practicado y aplaudido como nunca antes. En nombre de los derechos humanos, la ley internacional ha sido unilateralmente redefinida para atropellar la soberanía de cualquier Estado más pequeño que incurra en el desagrado de Washington o Bruselas.
Es la versión de centro-Izquierda del neoliberalismo la que puso en marcha esta escalada de prepotencia militar. Pero la visión esencial del poder imperial estaba en la doctrina original. Hayek fue un pionero en la idea de bombardear países que fueran recalcitrantes a la voluntad anglo-norteamericana, promoviendo ataques aéreos relámpagos contra Irán en 1979 y Argentina en 1982. La concepción de Gramsci acerca de la hegemonía enfatizaba en el consentimiento como seguridad, en su definición de ella como un poder de persuasión ideológica. Pero nunca fue su intención subestimar, y mucho menos olvidar, el respaldo de la represión armada. "Consentimiento más coerción" fue a su juicio la fórmula completa de un orden hegemónico. El universo neoliberal de la pasada década ha cumplido ampliamente con ambos requerimientos. Hoy día no hay alternativa, se trata de un sistema de ideas que gobierna el mundo y tiene alcance planetario. Estamos viendo la más exitosa ideología política en toda la historia del mundo.
Hay algunos que rebaten apasionadamente esa afirmación. Las objeciones son tan fuertes como las siguientes. Se dice, debemos estar alertas contra el peligro de sobrestimar la influencia de las doctrinas neoliberales como tales. Sin duda, los tiempos han cambiado desde los cincuenta o los sesenta. Los mercados han ganado más poder a expensas de los Estados, y la clase trabajadora hace tiempo que no tiene la fuerza que alguna vez tuvo. Pero, al menos, en los países avanzados el gasto público sigue siendo alto y los sistemas de bienestar se mantienen más o menos intactos. Las cosas se han alterado mucho menos de lo que aparece en la superficie. Es un error pensar que las ideas neoliberales han producido una diferencia significativa: profundas constantes sociológicas mantienen en pie el consenso de la segunda post guerra. En realidad, incluso en el campo de las ideas, un número cada vez mayor de políticos desaprueba la amarga e intolerante medicina del neoliberalismo, cuyo verdadero radio de atracción es muy estrecho. Después de todo ¿no plantearon Clinton y Blair que ellos estaban por una Tercera Vía, explícitamente equidistante del neoliberalismo y del anticuado estatismo?
De estas objeciones algunas tienen más peso que otras. Es completamente cierto, por supuesto, que no deben atribuirse a las ideas neoliberales poderes mágicos de persuasión política. Como todas las grandes ideologías requieren como soporte social de una conjunto de prácticas materiales, instrumentales y rituales. La base práctica de la hegemonía neoliberal se encuentra actualmente en la primacía del consumo -de bienes y servicios- en la vida diaria de las sociedades capitalistas contemporáneas, alcanzando nuevos niveles de intensidad en los últimos veinte años, y en el alza de la especulación como centro de la actividad económica en los mercados financieros mundiales, penetrando por los poros de la estructura social con las masivas transacciones de fondos mutuos y pensiones, un desarrollo de cuyos inicios sólo somos testigos y que comienza a expandirse desde Norteamérica a Europa y también por el hemisferio sur. Si en los países capitalistas avanzados, el gasto público se mantiene alto, ahora se va diluyendo e hibridizando debido a las vinculaciones con el capital privado que se extiende a toda clase de servicios, desde hospitales a prisiones y a la recolección de impuestos que, según los países, alguna vez debieron ser considerados como dominios inviolables de la autoridad pública o de dominio colectivo. La hegemonía neoliberal prescribe un programa específico de innovaciones, que podía variar significativamente de una sociedad a otra, de acuerdo a los límites de lo que se entiende como posible en cada una de ellas. La mejor medida de su alcance general es la conformidad de todos los gobiernos del Norte, al margen de su color político, con los imperativos del bloqueo militar, ocupación e intervención en el Medio Oriente o en los Balcanes: los regímenes socialdemocrátas de Escandinavia, por ejemplo, que alguna vez tuvieron reputación de cierta independencia en política exterior, actúan ahora habitualmente como chacales que corren junto a los más grandes predadores occidentales: Noruega ayudando a sellar el dominio israelí sobre Palestina, Finlandia facilitando el bombardeo de Yugoslavia, Suecia ayudando a la hambruna de Iraq, Dinamarca instalando un virrey en Kosovo. El completo vacío de la retórica de la Tercera Vía, como supuesta alternativa al neoliberalismo, es la prueba más segura de que mantiene su ascendiente.
¿Cuáles son las lecciones de esta historia para la Izquierda? Primero y ante todo, las ideas pesan en el balance de la acción política y de los desenlaces del cambio histórico. En los tres grandes casos de moderno impacto ideológico siempre el modelo fue el mismo. Ilustración, Marxismo, Neoliberalismo: en cada caso un sistema de ideas que se ha desarrollado hasta un alto grado de sofisticación, en condiciones iniciales de aislamiento y de tensión con el entorno político, con pequeña o no esperada influencia inmediata. Actualmente, estamos en una situación en que una sola ideología dominante controla la mayor parte del mundo. La resistencia y el disenso no han muerto ni mucho menos pero carecen de toda articulación sistemática o no están libres de compromiso. La experiencia sugiere, que poco a poco, debido a débiles ajustes o eufemísticos acomodos al orden de cosas existentes se va conformando algo que se entiende como la "actualizada" cultura de Izquierda. Lo que se necesita, sin embargo, y que no llegará de la noche a la mañana, es un espíritu completamente diferente, un análisis cáustico, directo y brutal si es necesario, acerca del mundo tal cual es, sin concesiones a los arrogantes planteamientos de la Derecha, a los mitos conformistas del Centro, o a la piedad bien pensante de buena parte de la Izquierda. Las ideas que no son capaces de conmover al mundo son también incapaces de sacudirlo.
Esto no significa una postura sectaria frente a los limitados intentos de romper con el actual consenso. La Tercera Vía de Blair, Clinton o Cardoso es una concepción en bancarrota, confeccionada por sicofantes o escritores de discursos del Primer Mundo y adoptado con servil imitación en el Tercero. Brasil está tal vez en condiciones de aparecer ante el mundo como un laboratorio de prueba de la viabilidad de rupturas en las condiciones actuales, cuando la dependencia económica de Estados Unidos se ha hecho mucho más profunda que en el pasado. Pero es improbable, por supuesto, que la presidencia y el Parlamento sean los únicos o acaso los principales crisoles de las nuevas ideas radicales en ese país. No con un programa desde arriba, sino como un impulso desde abajo, el desafío del Movimiento Zapatista fue pionero en nuevas formas de acción y comunicación, produciendo una reorganización a fondo de los hechos, de las palabras y los símbolos, alterando lo acostumbrado de la manera más inesperada y creativa, sin precedentes en el continente. Sus limitaciones son bastante evidentes. Pero si estamos buscando un punto de partida para una nueva reinvención de las ideas de Izquierda, es en fuerzas nacionales como ésas y en movimientos internacionales como el Foro Social Mundial donde debemos buscar esas ideas
PERRY ANDERSON (*)
Traducción: C.S.T.
(*) Versión abreviada de la conferencia que Perry Anderson -editor de la revista marxista británica "New Left Review" y profesor de historia en la Universidad de California, Los Angeles- dictó en el laboratorio de Políticas Públicas de la Universidad del Estado de Río de Janeiro, que coordina el sociólogo Emir Sader.