Desaprender lo aprendido
Virginia Giussani
Quizás lo más novedoso, atractivo, y no por ello menos temible de este principio de siglo y milenio es que tenemos que atrevernos a desaprender todo lo aprendido. Durante siglos hemos construido dogmas, paradigmas y hasta utopías que, en el fondo, todas conducían a lo mismo: la dominación.
Ya no se trata de cuestiones ideológicas, porque tanto la izquierda como la derecha, cada una con su argumentación y su óptica sobre sistemas de organización social partían del mismo preconcepto de dominación. Sin duda el comunismo, el socialismo y los diversos métodos de búsqueda de equidad social ayudaron a mirar y resignificar la condición del hombre. En un mundo donde la industrialización capitalista generaba códigos de sumisión y desprecio hacia el hombre, reduciendo la fuerza de su capital humano a una siniestra ecuación financiera, la entrada en escena de la filosofía marxista abrió una puerta inexplorada y alentadora frente a la construcción de un futuro distinto.
Sin embargo, luego de décadas de ensayo sobre prueba y error, esta filosofía fracasó. Entre otras cosas, porque le otorgó a esa nueva condición del hombre una sentencia autoritaria sobre cual debía ser su modo de vida. De esta manera se fue alejando cada vez más de los presupuestos de libertad e igualdad generando un ejército de gente dominada, robotizada y uniformada hasta en aquellos actos más íntimos e individuales. El Estado se transformó en un gran dinosaurio que no sólo decretaba la distribución de las tierras y del trabajo, sino que también por decreto la moral, la cultura y hasta las mínimas y elementales decisiones individuales fueron subordinadas a este modo de ser autoritario. Para sostener esto fue necesario ceder a la tentación del sojuzgamiento, la arbitrariedad, la impunidad y la discriminación que su antagonista tan bien manejaba y sus pueblos, lejos de gozar de un equilibrio social justo, se transformaron en rehenes inermes de una burocracia totalitaria.
A fines del siglo XX este paradigma cayó estrepitosamente bajo el efecto de su propio peso, quedando el neoliberalismo como vedette y único modelo a seguir sosteniendo con uñas y dientes. A partir de la caída del muro de Berlín, como efecto más simbólico de la culminación de la guerra fría, el peor rostro del capitalismo desplegó sus alas frente al inmenso campo que quedaba bajo su arbitrio. Pero aquí no se trata de "capitalismo sí" o "capitalismo no", eso sería retrotraernos a aquellos dilemas que se iniciaron a principios del siglo pasado y culminaron con él, transformando ese siglo en uno de los más sangrientos de la historia de la humanidad. Cualquier argumentación ideológica que utilice como soporte la dominación para cumplir sus objetivos es injustificable, y ninguna lucha se transforma en legítima si debe recurrir a la fuerza como método de persuasión.
El capitalismo no es más que una herramienta, y como tal será buena o mala de acuerdo al uso que se le dé. Es un contenedor que durante décadas, aquellos que nos autodefinimos como de "izquierda", hemos confundido con el contenido. Lo perverso de este sistema no es el capital en sí mismo, sino la utilización de éste como metodología de dominación. Aquello que hay que revertir es esta perversión donde, ya sea por medio del dinero o por medio de las armas, se domina y sojuzga a unos seres humanos sobre otros.
Hoy nos encontramos en una encrucijada histórica y a nivel planetario. Lo que tendrá que definirse de aquí en más no es tanto la elección de una herramienta como modo de convivencia, llámese ésta "capitalismo", "socialismo" o el nombre que nos guste ponerle. La definición más trascendental será en función de que objetivo se utilizará esta herramienta, si sigue siendo a partir de un concepto de dominación y menosprecio de la vida humana, sin duda nos acercaremos cada vez más al fin que al principio de una nueva era.
Aquellos marines que hoy parten alegremente a enfrentar una nueva guerra, quizás estén convencidos que lo hacen por la patria, pero no saben que dejarán su sangre y sus sueños, irán a morir o matar por algo mucho menos etéreo que la patria, lo harán por el poder y la ambición de unos y otros que bien lejos están de la palabra "libertad".
Nos esperan tiempos duros, pero no por ello menos estimulantes. Todo lo contrario. Quizás lo más alentador del proceso que se inicia, probablemente fundacional de una nueva cultura, es que los pueblos, a veces más sabios que sus representantes, vuelvan a adquirir protagonismo. Porque sólo los pueblos viven en carne propia y día a día los atropellos de un sistema que merece ser rectificado. Aquí ya no están en juego las fronteras, ni los nacionalismos en este mundo interactuante y globalizado. Ésa es la gran mentira del neoliberalismo; para algunas cosas debemos extender nuestros horizontes, generalmente en lo que a rédito financiero se refiere, y en otras debemos escudarnos detrás de nuestras fronteras y culturas. Quizás la síntesis más exacta de este pensamiento es ese absurdo invento sobre "el eje del mal".
Lo único que puede cambiar el rumbo de un futuro genocidio, que tal vez roce los límites de la autodestrucción, es que los pueblos hagan sentir su soberanía y ejerzan una resistencia cívica y humana a la dominación, interna y externa, se presente con el rostro que ésta se presente. La cultura de la dominación es la que ha regido nuestro andar a través de los siglos, casi como una condición inherente a nuestra especie. Quizás por eso el gran desafío sea precisamente ése, encontrar en nuestra esencia otro común denominador que nos resignifique y nos contenga. Encontrar en el otro el complementario y no el adversario. De lo contrario terminaremos siendo devorados por la peor de nuestras miserias: la dominación, hasta el holocausto final.