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La Izquierda debate
 
 

La teoría y la práctica: un malentendido

por guli
yogus@lafogata.org

 La discusión acerca de las relaciones entre la teoría y la práctica, o entre la conciencia y la corporalidad, cara a las corrientes emancipatorias, se encuentra a la orden del día a partir de ciertos desarrollos teóricos (y prácticos) del revisionismo marxista, el redescubrimiento de la fenomenología y la impronta postmodernista de ciertas corrientes a la moda en el pensamiento social y la acción política. El problema es complejo, entre otras cosas, porque pone en juego cuestiones del orden de la teoría del conocimiento difíciles de saldar y que, transpuestas al campo político, pueden derivar en malentendidos teóricos (y, de nuevo, prácticos).
El punto de partida sería dilucidar el límite entre la teoría y la práctica, y lo primero que debe señalarse es que semejante límite no es en modo alguno claro, ni universal, ni abstracto. No hay ni puede haber conceptos sustantivos de la teoría y la práctica. Por el contrario, la noción de praxis nos ilustra sobre la unidad concretamente indivisible entre una y otra dimensión. Si por un lado se intenta hacer derivar la práctica de la teoría, desconociendo la corporalidad del pensar y el carácter de acontecimiento (lo particular indeterminado) propio de la experiencia humana, no es muy distinto el error en que caen aquellos que postulan a la práctica como el lugar de la génesis teórica. Se trataría de reproducir la misma dualidad pero invirtiendo sus términos. "Pensar" es una práctica; "Hacer" es producir fenómenos que portan un sentido "teórico". Ya una definición de la práctica como la que sostiene Raymond Williams nos ahorra una parte de la discusión: práctica es "toda actividad socialmente significativa".
Hay que señalar que la discusión sobre las relaciones entre teoría y práctica es, en tanto que discusión, una cuestión de orden teórico, puesto que la decisión acerca de qué cosa es teoría y qué no lo es no puede ser sino una decisión teórica. Pero inmediatamente debe aclararse que todo desarrollo teórico, todo proceso de reflexión o de pensamiento, aun aquel que no da lugar a curso de acción "práctico" alguno, tiene que ser concebido como un fenómeno práctico: la práctica de producir teoría. De modo que los límites entre un término y otro, no pueden establecerse sino por medio de una decisión convencional, concreta, singular, contingente. Es en los términos de un problema concreto donde "conviene" decidir que tal aspecto es teórico y tal otro práctico.
Los desarrollos de la epistemología covencionalista avalarían ampliamente esta postura. Así, la decisión que adopta un científico acerca de qué cosa es un hecho observable y qué otra su teoría interpretativa es producto de una convención inevitable. Su inevitabilidad se debe a que no pueden existir "hechos" en sí para un observador, puesto que éstos siempre son el producto de una teoría observacional (aunque tal teoría no sea otra cosa que el sentido común asociado a la práctica espontánea). De manera que, entonces, no es posible sostener razonablemente que una teoría pueda derivarse de la práctica sin caer en una suerte de "practicismo" ingenuo, asimilable a la postura empirista que en la ciencia pretende derivar las "leyes" de los "hechos".
Tal vez podamos ahora adentrarnos parcialmente en la discusión sobre la teoría y la práctica tal como ella se presenta hoy en la maraña de las corrientes emancipatorias y los movimientos políticos. No puede dejar de sorprender, por paradójica e ingenua, la apelación a la práctica como génesis e instancia convalidante de la teoría en boca de pensadores influenciados por el postmodernismo que no deberían olvidar nunca el carácter convencional, relativo y construido de todo "hecho real" (incluido el hecho de la "práctica"). Si hay un mérito en estas corrientes es el de enfatizar el carácter relativo e históricamente construido de la racionalidad moderna y su consecuente mistificación del dato empírico, la verdad objetiva y la causalidad universal. Sin embargo, la pretensión de oponer a la razón universal una "corporalidad" universal o una "práctica" pura, redentora de los males del intelectualismo, lejos de ofrecer una solución satisfactoria, nos enfrenta a una confusión teórica (y práctica) tan grave como la anterior.
Nadie debería dudar de la conveniencia de que un movimiento político produzca su propia teoría, y mucho menos de que deba hacerlo en relación con sus propias prácticas políticas. Aun así, deben señalarse con claridad los riesgos de semejante desafío, no para desalentarlo, sino para que éste pueda ser asumido plenamente e ir más allá del "salvar las apariencias". El primero de los riesgos es evidente: al producir teoría, un intelectual, un científico o un movimiento político, entra en una corriente de producción intelectual que excede largamente a las fuentes de su propia práctica. Aun cuando se trate de una teoría situada, teorizar implica asumir cierta pretensión de universalidad, puesto que la teoría tiene que ser capaz de explicar y predecir acontecimientos con arreglo a ciertas leyes causales, incluso cuando éstas fueran descriptas como contingentes, tentativas o circunscriptas a un limitado conjunto de hechos. Por otra parte, una teoría no puede entenderse sino formando parte de un campo teórico frente al cual adopta determinadas posiciones de competencia o subsidiariedad. Así, no puede en modo alguno desentenderse de la teoría producida por otros, independientemente de que ella provenga de fuentes "prácticas", de la intuición intelectual o incluso de algún interés deleznable. En todo caso, la valoración moral que pueda hacerse acerca de la génesis de una idea no tiene nada que ver con su validez o pertinencia en tanto que idea. La historia del pensamiento da sobradas pruebas del origen erróneo de muchas teorías válidas, e incluso Foucault expresa con claridad las fuentes espurias de todo conocimiento humano, adoptanto en este punto la postura relativista de Nietzche.
El segundo riesgo importante del desafío que asume un movimiento político que quiere producir su propia teoría, es de orden subjetivo. No es otro que el problema de la "distancia metodológica" que todo observador que pretende teorizar acerca de algún fenómeno debe adoptar, si no quiere quedar preso de sus propios preconceptos. Puede tacharse a este argumento de cientificista. Sin embargo, mi fundamentación va en sentido contrario. En efecto, la capacidad de "objetivizar" la propia conciencia, o lo que es lo mismo para el caso, la propia práctica, está indisolublemente ligada al desarrollo de las estructuras mentales que en occidente se ha alcanzado a partir de la invención de la escritura. La capacidad de "hablar de sí mismo" no es para nada una disposición natural del sujeto de la práctica, sino una posibilidad situada históricamente hace cinco mil años cuando este sujeto fue capaz de crear un procedimiento exterior para desdoblarse. Se trata ni más ni menos que de la posibilidad de ponerse a sí mismo como objeto del pensamiento. Sin dudas podríamos rastrear en esta primigenia operación el origen de la ciencia moderna y la consecuente cuantificación del mundo, pero también el de la filosofía pre-científica y el de todo pensamiento especulativo que no quiera contentarse con la percepción espontánea de los fenómenos. La distancia teórica no puede alcanzarse si el observador que pretende objetivizarse a sí mismo no está dispuesto a considerar las observaciones que otros, objetivamente más distanciados, realizan sobre él. De lo contrario, lo más probable es que tal teorízación no pueda exceder de la autojustificación y la apología ingenuas.
En todo caso, el redescubrimiento de la práctica, la experiencia y el acontecimiento, frente a la teoría, la conciencia y la ley universal, no debería intentar sustraerse del movimiento dialéctico en el cual su desarrollo podría fructificar en formas superadoras de entender las relaciones complejas en que se establece la tensión que involucra a todos estos términos, sin olvidar su carácter constitutivamente indisoluble, si es que realmente se quiere prescindir de los reduccionismos y determinismos más o menos ingenuos y más o menos novedosos.