La
Izquierda debate
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La discusión acerca de las relaciones entre la teoría y la práctica,
o entre la conciencia y la corporalidad, cara a las corrientes emancipatorias,
se encuentra a la orden del día a partir de ciertos desarrollos teóricos (y
prácticos) del revisionismo marxista, el redescubrimiento de la fenomenología
y la impronta postmodernista de ciertas corrientes a la moda en el pensamiento
social y la acción política. El problema es complejo, entre otras cosas, porque
pone en juego cuestiones del orden de la teoría del conocimiento difíciles de
saldar y que, transpuestas al campo político, pueden derivar en malentendidos
teóricos (y, de nuevo, prácticos).
El punto de partida sería dilucidar el límite entre la teoría y la práctica,
y lo primero que debe señalarse es que semejante límite no es en modo alguno
claro, ni universal, ni abstracto. No hay ni puede haber conceptos sustantivos
de la teoría y la práctica. Por el contrario, la noción de praxis nos ilustra
sobre la unidad concretamente indivisible entre una y otra dimensión. Si por
un lado se intenta hacer derivar la práctica de la teoría, desconociendo la
corporalidad del pensar y el carácter de acontecimiento (lo particular indeterminado)
propio de la experiencia humana, no es muy distinto el error en que caen aquellos
que postulan a la práctica como el lugar de la génesis teórica. Se trataría
de reproducir la misma dualidad pero invirtiendo sus términos. "Pensar" es una
práctica; "Hacer" es producir fenómenos que portan un sentido "teórico". Ya
una definición de la práctica como la que sostiene Raymond Williams nos ahorra
una parte de la discusión: práctica es "toda actividad socialmente significativa".
Hay que señalar que la discusión sobre las relaciones entre teoría y práctica
es, en tanto que discusión, una cuestión de orden teórico, puesto que la decisión
acerca de qué cosa es teoría y qué no lo es no puede ser sino una decisión teórica.
Pero inmediatamente debe aclararse que todo desarrollo teórico, todo proceso
de reflexión o de pensamiento, aun aquel que no da lugar a curso de acción "práctico"
alguno, tiene que ser concebido como un fenómeno práctico: la práctica de producir
teoría. De modo que los límites entre un término y otro, no pueden establecerse
sino por medio de una decisión convencional, concreta, singular, contingente.
Es en los términos de un problema concreto donde "conviene" decidir que tal
aspecto es teórico y tal otro práctico.
Los desarrollos de la epistemología covencionalista avalarían ampliamente esta
postura. Así, la decisión que adopta un científico acerca de qué cosa es un
hecho observable y qué otra su teoría interpretativa es producto de una convención
inevitable. Su inevitabilidad se debe a que no pueden existir "hechos" en sí
para un observador, puesto que éstos siempre son el producto de una teoría observacional
(aunque tal teoría no sea otra cosa que el sentido común asociado a la práctica
espontánea). De manera que, entonces, no es posible sostener razonablemente
que una teoría pueda derivarse de la práctica sin caer en una suerte de "practicismo"
ingenuo, asimilable a la postura empirista que en la ciencia pretende derivar
las "leyes" de los "hechos".
Tal vez podamos ahora adentrarnos parcialmente en la discusión sobre la teoría
y la práctica tal como ella se presenta hoy en la maraña de las corrientes emancipatorias
y los movimientos políticos. No puede dejar de sorprender, por paradójica e
ingenua, la apelación a la práctica como génesis e instancia convalidante de
la teoría en boca de pensadores influenciados por el postmodernismo que no deberían
olvidar nunca el carácter convencional, relativo y construido de todo "hecho
real" (incluido el hecho de la "práctica"). Si hay un mérito en estas corrientes
es el de enfatizar el carácter relativo e históricamente construido de la racionalidad
moderna y su consecuente mistificación del dato empírico, la verdad objetiva
y la causalidad universal. Sin embargo, la pretensión de oponer a la razón universal
una "corporalidad" universal o una "práctica" pura, redentora de los males del
intelectualismo, lejos de ofrecer una solución satisfactoria, nos enfrenta a
una confusión teórica (y práctica) tan grave como la anterior.
Nadie debería dudar de la conveniencia de que un movimiento político produzca
su propia teoría, y mucho menos de que deba hacerlo en relación con sus propias
prácticas políticas. Aun así, deben señalarse con claridad los riesgos de semejante
desafío, no para desalentarlo, sino para que éste pueda ser asumido plenamente
e ir más allá del "salvar las apariencias". El primero de los riesgos es evidente:
al producir teoría, un intelectual, un científico o un movimiento político,
entra en una corriente de producción intelectual que excede largamente a las
fuentes de su propia práctica. Aun cuando se trate de una teoría situada, teorizar
implica asumir cierta pretensión de universalidad, puesto que la teoría tiene
que ser capaz de explicar y predecir acontecimientos con arreglo a ciertas leyes
causales, incluso cuando éstas fueran descriptas como contingentes, tentativas
o circunscriptas a un limitado conjunto de hechos. Por otra parte, una teoría
no puede entenderse sino formando parte de un campo teórico frente al cual adopta
determinadas posiciones de competencia o subsidiariedad. Así, no puede en modo
alguno desentenderse de la teoría producida por otros, independientemente de
que ella provenga de fuentes "prácticas", de la intuición intelectual o incluso
de algún interés deleznable. En todo caso, la valoración moral que pueda hacerse
acerca de la génesis de una idea no tiene nada que ver con su validez o pertinencia
en tanto que idea. La historia del pensamiento da sobradas pruebas del origen
erróneo de muchas teorías válidas, e incluso Foucault expresa con claridad las
fuentes espurias de todo conocimiento humano, adoptanto en este punto la postura
relativista de Nietzche.
El segundo riesgo importante del desafío que asume un movimiento político que
quiere producir su propia teoría, es de orden subjetivo. No es otro que el problema
de la "distancia metodológica" que todo observador que pretende teorizar acerca
de algún fenómeno debe adoptar, si no quiere quedar preso de sus propios preconceptos.
Puede tacharse a este argumento de cientificista. Sin embargo, mi fundamentación
va en sentido contrario. En efecto, la capacidad de "objetivizar" la propia
conciencia, o lo que es lo mismo para el caso, la propia práctica, está indisolublemente
ligada al desarrollo de las estructuras mentales que en occidente se ha alcanzado
a partir de la invención de la escritura. La capacidad de "hablar de sí mismo"
no es para nada una disposición natural del sujeto de la práctica, sino una
posibilidad situada históricamente hace cinco mil años cuando este sujeto fue
capaz de crear un procedimiento exterior para desdoblarse. Se trata ni más ni
menos que de la posibilidad de ponerse a sí mismo como objeto del pensamiento.
Sin dudas podríamos rastrear en esta primigenia operación el origen de la ciencia
moderna y la consecuente cuantificación del mundo, pero también el de la filosofía
pre-científica y el de todo pensamiento especulativo que no quiera contentarse
con la percepción espontánea de los fenómenos. La distancia teórica no puede
alcanzarse si el observador que pretende objetivizarse a sí mismo no está dispuesto
a considerar las observaciones que otros, objetivamente más distanciados, realizan
sobre él. De lo contrario, lo más probable es que tal teorízación no pueda exceder
de la autojustificación y la apología ingenuas.
En todo caso, el redescubrimiento de la práctica, la experiencia y el acontecimiento,
frente a la teoría, la conciencia y la ley universal, no debería intentar sustraerse
del movimiento dialéctico en el cual su desarrollo podría fructificar en formas
superadoras de entender las relaciones complejas en que se establece la tensión
que involucra a todos estos términos, sin olvidar su carácter constitutivamente
indisoluble, si es que realmente se quiere prescindir de los reduccionismos
y determinismos más o menos ingenuos y más o menos novedosos.