Reivindicación de la política como ética de lo colectivo (II)
Francisco Fernández Buey
La Insignia. España, octubre del 2002
VI
Ha habido dos modelos de negación de la vida política en la modernidad: el religioso y el estético. En ambos casos el individuo está seguro de que virtud y felicidad no se pueden lograr ya a través de la participación en los asuntos de la ciudad (o mejor: del Estado), sino precisamente retirándose de ella, al monasterio o al cultivo de los sentimientos que de verdad enriquecen a la persona. Un tercer modelo de alejamiento en la modernidad, Robinson en su isla, no puede ser considerado como una protesta ante la vida política sino como un ejercicio literario o económico acerca del individualismo positivo, como reafirmación, por tanto, de que en la isla haríamos aproximadamente lo mismo que la mayoría hace ya en la sociedad existente.
Siempre me ha parecido que el monasterio trapense y el castillo del conde Axel de Auersburg imaginado en 1890 por Villiers de l´Isle-Adam son las respuestas más drásticas y radicales a la vida política juzgada negativamente como infección de los individuos, como un mal para el desarrollo integral de la persona (4). Pero a diferencia de otros, que piensan que desde ellas no queda ya nada positivo que decir sobre la socialidad del hombre y que, por tanto, la anulación de una parte de la personalidad por vía místico-religiosa a la humildad absoluta o el nihilismo son sólo negaciones, destrucciones, yo creo que hay un tipo de humildad y un nihilismo positivo, o de efectos positivos, que desde el siglo XIX opera eficazmente como espejo deformante de la vida política de nuestras sociedades o como hoja de tornasol que revela la trivialización del individuo en una vida política deformadora.
En cambio, me parece que se puede argumentar plausiblemente que la retirada religiosa o estética de la actividad política es siempre pasajera y que no puede presentarse, por consiguiente, como forma alternativa al modelo aristotélico. Cuando empieza el nuevo diluvio hasta en los monasterios se hace política, como ha mostrado no hace mucho la hermosa e inquietante película de Milcho Manchevski titulada Before the Rain. La retirada estética radical se diluye hoy en día bastante fácilmente ante esa mezcla de caricias y presiones de los medios de comunicación que son capaces de transformar las mejores muestras del antipoliticismo del esteta en pins para adorno de los ojales de millones de apolíticos. Suele ocurrir que una retirada radical de este tipo que en el mundo contemporáneo empezó como Gran Rechazo, como forma de protesta consciente contra la unidimensionalidad del hombre máquina y de la tolerancia llamada represiva acabe, sin más, en otra forma de inocencia no querida.
VI
Si esto es así, quedan pues, la consciencia histórica y la visión trágica y desencantada de la política moderna y contemporánea. La actividad política -viene a decir este argumento- no sólo es ambigua y contradictoria sino que, por su contacto diario y cotidiano y por introducirse en todos los intersticios de la vida de los individuos, se ha ido convirtiendo cada vez más en la bestia bíblica: política es poder, poder es instalación en el Estado y Estado es, cada vez más, violencia controlada y ordenada de las vidas de los individuos (además de tutor, naturalmente, y, a veces, factor educativo y/o de adoctrinamiento).
El desencanto radical que es tan característico del hombre moderno viene de la comprobación de que no por el hecho de ser muchos los que participan en el intento de acorralamiento de la bestia el mal resultante del juego político ha sido menor, sino mayor. Hemos oscilado entre Leviatán y Beteloht, los dos monstruos del Apocalipsis (5). Ésta es la lección principal que hemos tenido que aprender en el siglo XX: lo que se ha llamado política de masas, la elevación de las masas a la política, la participación masiva de los ciudadanos en la política, que fue en aumento desde los años que siguieron a la primera guerra mundial, se ha saldado por el momento con tres actos de barbarie como nunca antes había conocido la humanidad: con la barbarie del holocausto y de los campos de concentración nazis, con la barbarie del gulag estaliniano y con la barbarie de las bombas sobre Hiroshima, Vietnam, Bagdad o Belgrado (6).
La conclusión que hay que sacar de ahí se deduce de la contextualización de la noble y normativa noción aristotélica de la política en su aplicación concreta a lo que llamamos democracia: no basta en absoluto con la participación de los más en la vida política, en las tareas de la democracia. Y no basta seguramente porque nuestras ciudades y nuestros estados tienen ya una dimensión en la que tampoco cabe en absoluto el modelo aristotélico, que es un modelo para una ciudad-estado de dimensiones reducidas y con un número también reducido de ciudadanos con derechos civiles. En nuestras sociedades la política se ha institucionalizado y tecnificado, la política se ha convertido en una profesión. Por eso al hablar de la participación y de la gestión en las democracias contemporáneas hay ya que preguntar dos veces.
VII
Eso es lo que hizo Marx Weber. En la parte final de Politik als Beruf (7) Max Weber se plantea el problema de la ética en la política. Arranca, en ese contexto, de lo que considera como "una tremenda verdad" y a la vez "un hecho básico de la historia", a saber: la relación inadecuada, y frecuentemente paradójica, entre el sentido de una acción política en su origen (el éthos o la intención ética que mueve la acción del político) y su resultado final. El reconocimiento de esta inadecuación, observada frecuentemente, no implica para él, sin embargo, que haya que prescindir de tal sentido, o sea, no implica hacer caso omiso del servicio del político a una causa, sobre todo si se quiere (y parece que Weber lo quiere) que la acción tenga consistencia interna. Pero sí obliga a hacer a un lado, o a poner momentáneamente entre paréntesis, la cuestión de cuál haya de ser la causa a cuyo servicio se pone el político. Weber hace abstracción de este asunto con la consideración de que ahí entramos ya en una cuestión de fe.
La comprobación de que determinadas convicciones éticas, al absolutizarse, desembocan en resultados negativos, directamente contrarios al fin que se persigue, es parte de la conciencia histórica de la modernidad. Al absolutizarse, la ética se convierte en un medio para tener razón, para darnos, siempre y en todo caso, la razón. Esto ocurre tanto en el ámbito de las relaciones interpersonales, como en la vida pública, colectiva. Weber muestra cómo la ética evangélica del sermón de la montaña se transforma, en la práctica, o sea, cuando entra en relación con el quehacer o la actividad política, en una ética de la indignidad. Salvo, tal vez, para los santos" (para los cuales esta ética sí tiene sentido y dignidad).
Es evidente que Max Weber tenía en la cabeza que el político no es, ni puede ser nunca, un santo. Esto es algo más que un supuesto: es una constatación histórica. Y se entenderá mejor si, antes de objetar que ha habido reyes santificados, se recuerda que Weber ha definido previamente la política moderna a partir de la relación de ésta con el poder, y que ha caracterizado el poder como el uso (legítimo) de la violencia: donde hay violencia (en el sentido que sea) no puede haber santidad. Pero admitir esto, que parece bastante razonable a la luz de la experiencia, tampoco implica afirmar que la política no tenga nada que ver con la ética o que sea la negación de toda ética. Sólo implica renunciar a una ética, por así decirlo, de la perfección y optar por una ética de la imperfección.
Esto sigue siendo razonable aún antes de entrar en el plano de la política profesionalizada y tecnificada, en el ámbito de la política institucional. Me parece que se puede decir que lo es también, que es también razonable, para el ámbito, más general, de la esfera pública, o sea, en el ámbito de las relaciones entre personas que, sin ser políticos profesionales o políticos de vocación, se preocupan por los asuntos de la polis, de la comunidad. Ya en este plano podemos estar de acuerdo con Weber en que la ética absoluta o absolutizadora ni siquiera se pregunta por las consecuencias de las acciones que propone. Y de ahí se sigue algo que es previo a la afirmación de que la política siempre entra en conflicto con la ética, algo que se puede formular ahora así: la ética incondicional, absolutizadora, o bien impide la actividad política o bien conduce al desastre (o, en el mejor de los casos, se queda en el ámbito, por lo demás respetable, de la santidad).
Con eso se llega , de la mano de Max Weber, a un punto decisivo. Ese punto no es la contraposición genérica entre ética y política, que es una verdad trivial para la modernidad europea, sino la admisión de que toda acción éticamente orientada se puede ajustar a dos máximas fundamentalmente distintas entre sí e irremediablemente opuestas; puede orientarse, dice Weber, conforme a la ética de la convicción o conforme a la ética de la responsabilidad. La actividad política que se rige únicamente por la ética de la convicción se caracteriza porque el individuo (o el grupo, o el colectivo) no se siente responsable de las consecuencias de sus actos, sino que responsabiliza de éstas al mundo, a la historia, a la estupidez humana o a la voluntad de Dios que hizo así a los hombres. En cambio, quien actúa de acuerdo con una ética de la responsabilidad empieza ya por tener en cuenta todos los defectos del ser humano y calcula los efectos de su acción.
La ética de la responsabilidad en la actividad política se presenta como una negación del "racionalismo cósmico", para el cual la irracionalidad o arracionalidad del mundo no existen. Quien actúa de acuerdo con la ética de la responsabilidad sabe, en cambio, que la afirmación de que de lo bueno sólo puede resultar el bien, y de lo malo sólo el mal, es una proposición falsa. A Weber le parece asombroso que una afirmación así pueda seguir haciéndose dos mil quinientos años después de los Upanishadas, pues la vida cotidiana, la historia y el desarrollo mismo de todas las religiones que en el mundo han sido, ponen de manifiesto que la verdad es lo contrario de lo que esa tesis dice. Así que su conclusión en este punto es muy drástica: "Quien no vea esto es un niño, políticamente hablando" (8).
Y esa conclusión se podría considerar, en efecto, como la primera letra del alfabeto de la filosofía política contemporánea. Pero saber esto, que es esencial para la actividad política, no le evitará al político la vivencia interior de la tensión entre convicción y responsabilidad. También aquí hay que distinguir: una cosa es filosofar sobre lo político y otra cosa es hacer política (por lo menos en el sentido profesional, institucional, que es el único que parece contemplar Weber). Cuanto más fuerte sea el vínculo que une al político a su propia convicción ética, mayor será la cruz con la que habrá de cargar si quiere ser responsable, más intensa y trágicamente tendrá que vivir la contradicción (o la paradoja) entre su intención de alcanzar la justicia y el necesario uso de un medio o mecanismo humano para ello.
Max Weber acaba dando una forma muy contundente a su punto de vista: "Quien quiera hacer política como profesión ha de tener conciencia de estas paradojas éticas y de su responsabilidad respecto de lo que él mismo, bajo su presión, pueda llegar a ser [...] Quien hace política pacta con los poderes diabólicos que acechan en las proximidades de todo poder [...] Quien busca la salvación de su alma y la de los demás que no la busque por el camino de la política, cuyas tareas, que son muy otras, sólo pueden ser realizadas y cumplidas mediante la fuerza. El genio o demonio de la política vive en tensión interna con el dios del amor" (9).
Weber navegaba, como se ve, por aguas procelosas. No quería dejar al descubierto ninguno de los flancos. Hecha la crítica de la ética de las convicciones en la actividad política, y después de reafirmar que la política se hace con la cabeza, tampoco se deja identificar con aquellos que, al llegar ahí, ponen punto final, y para siempre, contra profetas, idealistas, utopistas y moralistas. La política se hace con la cabeza, pero en modo alguno solamente con la cabeza. En esto Weber da la razón a quienes defienden la ética de la convicción. Pues el elegir entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad no es algo que quede racionalmente garantizado, ni algo que pueda afirmarse de una vez por todas: "Nadie puede prescribir si hay que obrar conforme a la ética de la responsabilidad o conforme a la ética de la convicción, o cuándo conforme a una y cuándo conforme a la otra". Tal vez por eso la última palabra de Max Weber, en Politik als Beruf, es algo así como un encadenamiento de adversativas (que entre otras cosas ha permitido considerarle luego defensor de varias ideas distintas):
1ª Que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez (plausible defensa, pues, de la utopía y de las convicciones);
2º Que, para eso, hay que ser no sólo un leader sino también un héroe (aunque con un matiz respecto del titanismo: "en el sentido más sencillo de la palabra héroe");
3ª Que incluso quien no sea ninguna de esas dos cosas necesitará una gran fortaleza de ánimo para "soportar la destrucción de todas las esperanzas", porque, si no la tiene, será incapaz de realizar incluso lo que hoy es posible:
Sólo quien esté seguro de no quebrarse cuando, desde su punto de vista, el mundo se muestra demasiado estúpido o demasiado abyecto para lo que él le ofrece; sólo quien frente a todo esto es capaz de responder con un "sin embargo"; sólo un hombre de esta forma construido tiene "vocación" para la política.
Ahora, al comenzar el sigo XXI, se puede hacer un ejercicio: comparar estas palabras de Max Weber con el tono sereno de la Política de Aristóteles, una obra escrita, sin embargo, desde la conciencia de la crisis de la democracia ateniense. Se comprenderá de golpe, a partir de esa comparación, por qué en la segunda mitad del siglo XX, que fue -como se ha dicho tantas veces- el siglo de la incorporación de las masas a la política, ha arraigado tanto la idea de que la política es cosa de pocos, de minorías selectas. Pues, ¿quién puede estar seguro de no quebrarse y de oponer un "sin embargo" cuando el mundo se muestra demasiado absurdo o demasiado abyecto?
Notas (4) En esto comparto lo que dice Edmund Wilson en El castillo de Axel, Ediciones Destino, Barcelona, 1997.
(5) Leviatán y Behemoth son dos monstruos del caos en la escatología hebrea de origen babilónico. Cf. T. Hobbes, Leviatán, Alianza Editorial, Madrid 1967; F. Neumann, Behemoth. Pensamiento y acción en el nacional-socialismo, versión española de V. Herrero y J. Márquez, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1983.
(6) He argumentado sobre esto en La barbarie: de ellos y de los nuestros, Paidós, Barcelona, 1995.
(7) Traducción castellana: "La política como vocación", en El político y el científico, Alianza Editorial, Madrid, 1969 (2ª ed.).
(8) Ibid, pág. 168.
(9) Ibid, págs. 173-174.