Reivindicación de la política como ética de lo colectivo (III)
Francisco Fernández Buey
  La Insignia. España, octubre del 2002 
  
  VIII. Respuesta a la objeción postmodernista 
  
  Uno de los rasgos del pensamiento crítico y alternativo de estas últimas 
  décadas es intentar soldar la fractura entre ética y política 
  que ha sido característica del mundo moderno en el ámbito de la 
  cultura euroamericana al menos desde Maquiavelo. Este pensamiento crítico 
  y alternativo, que está en la base de los movimientos sociales últimos, 
  admite la parte de razón que asistió a Maquiavelo para separar 
  la política de la ética por motivos metodológicos y de 
  análisis, pero niega la derivación según la cual la política 
  tiene que identificarse necesariamente con la mentira, como de hecho ocurre, 
  en la mayoría de los casos, con la política institucional imperante 
  bajo la globalización neoliberal. 
  Soldar esta fractura entre ética y política y revalorizar, por 
  tanto, la política como ética de lo colectivo sin caer en la crítica 
  ingenua del gran descubrimiento maquiaveliano es una ímproba tarea intelectual 
  cuyo primer reto consiste en contestar a esta pregunta: ¿qué ética 
  para un mundo que ha probado ya varias veces el fruto del árbol del conocimiento 
  del bien y del mal? 
  No hay manera de hablar de política alternativa en serio sin haber dado 
  previamente una contestación razonable a esta pregunta. Pues es bien 
  sabido que, sin ello, todo proyecto de hacer política de otra manera 
  acaba recayendo, cuando se aproxima al poder, en la ya vieja forma de hacer 
  política. Y en ese momento hasta los moralistas desvirgan a los jóvenes 
  disidentes o desobedientes con la cantinela de siempre: "Una cosa es la ética 
  y otra la política". Lo cual, hablando en plata, quiere decir: la otra 
  manera de hacer política de la que hablábamos es sólo eso, 
  una forma de hablar. Esta constatación es lo que ha hecho plausible la 
  noción de "pensamiento único". 
  Pero el pensamiento crítico y alternativo niega que pueda haber algo 
  así como un "pensamiento único". Puede haber ideología 
  dominante pero no puede haber, por definición, pensamiento único 
  porque la unicidad del pensamiento sería la negación del pensar 
  mismo. 
  Antes, sin embargo, de contestar a la pregunta "qué ética para 
  el mundo de la globalización capitalista", el pensamiento crítico 
  y alternativo aún tiene que hacer frente a una objeción muy seria, 
  derivada precisamente del desencanto del mundo, es decir, de la conciencia de 
  haber probado ya varias veces el fruto del árbol del conocimiento del 
  bien y del mal. Esta objeción dice que hemos llegado al fin de la ética 
  y de la política, y que, por tanto, la reivindicación de la política 
  como ética de lo colectivo es ya un esfuerzo inútil (o desesperado). 
  
  Dos de los escritos de John D.Caputo muy leídos y comentados en las universidades 
  estadounidenses en la última década, Against Ethics (1993) 
  y The End of Ethics (en H.LaFollette, Ethical Theory, 1996) llevan 
  títulos tan expresivos que conviene empezar por ellos al hacer el repaso 
  de las tendencias filosóficas actuales en el ámbito ético-político 
  para ver lo que dan de sí. J.D.Caputo recoge y amplía en estos 
  escritos el espíritu del postmodernismo. Y en efecto, según él, 
  en este fin de todos los fines proclamado por el postmodernismo, también 
  la ética (como la política y como la historia) habría llegado 
  a su fin. 
  Sin embargo, además de que existen intentos explícitos de caracterizar 
  y construir una ética postmoderna (se puede ver a este respecto Zygmunt 
  Bauman, Postmodern Ethics. Oxford, Blackwell, 1993) con base en el nihilismo 
  (relectura del último Nietzsche), en la filosofía de la deconstrucción 
  o en el pragmatismo (relectura de Dewey), enseguida nos encontramos con la paradoja 
  de que la ética no sólo sigue existiendo sino que hasta se ha 
  puesto moda, y no sólo en los ambientes académicos, ni sólo 
  bajo el rótulo de "bioética". Hay un número monográfico 
  de la revista italiana Micromega, publicado hace un par de años, 
  que se puede consultar a este respecto, en el que se da cuenta de "éticas" 
  de todo lo divino y lo humano. Hoy se están escribiendo éticas 
  de la vida y de los negocios, del medioambiente y de la empresa, del periodismo 
  e interculturales. Suele ocurrir en un mundo desalmado: a mayor impunidad del 
  mal social más llamamientos a comportarse éticamente. 
  Así, pues, una pregunta que convendría hacerse preliminarmente 
  es esta: cuando en las actuales circunstancias se afirma que la ética 
  y la política han llegado a su fin ¿tenemos que habérnoslas con 
  un contrafáctico, con una afirmación que va contra los hechos, 
  o más bien con un equívoco derivado de un uso distinto de las 
  palabras? Mantendré aquí que estamos ante un equívoco lingüístico 
  que conviene aclarar. 
  Cuando los filósofos postmodernistas (como Lyotard, Baudrillard y el 
  propio John D. Caputo) utilizan la palabra "fin" para referirse al fin de los 
  grandes relatos, al fin de la historia, al fin del arte, al fin de política, 
  al fin de la ética, al fin del capitalismo, al fin del patriarcado etc., 
  suelen explicitar que no se trata de un fin "real" (en el sentido de que no 
  haya ya, en este cambio de siglo, metarrelatos, historia, política, capitalismo, 
  patriarcado o ética), sino más bien de un fin de las construcciones 
  simbólicas típicamente modernas elaboradas para la legitimación 
  teórica de todas esas cosas. Se refieren, esto es, al declive de los 
  ideales, pero también a la crítica (antimodernista) a ese declive. 
  
  Esta precisión tiene importancia porque el paso constante de la idea 
  según la cual tal o cual cosa (sea la historia, la modernidad, el patriarcado 
  o la ética) ha llegado a su fin a la idea de que las construcciones simbólicas 
  que llamamos "historiografía", "modernidad", "patriarcado", "ética" 
  o "política" no tienen ya legitimidad (al menos en la cultura euroamericana) 
  ha creado muchos malentendidos entre los críticos del postmodernismo 
  (y no sólo en África, Asia o América Latina). 
  Me atrevería a decir que ese paso, a veces sin avisar, de la cosa a la 
  representación forma parte de la "esquizofrenia" (en el sentido metafórico, 
  no clínico) del postmodernismo mismo. Me explico. Como los términos 
  que expresan realidad "externa" y representación (real y virtual) se 
  superponen constantemente, al negar de manera radical la dualidad sujeto-objeto, 
  las palabras, dentro del código que emplean ellos, cambian la significación 
  habitual que tenían en el viejo código (que se critica, pero que 
  la mayoría de la gente sigue empleando), lo cual produce inmediata repulsión 
  en aquellas personas que siguen usando las mismas palabras en su acepción 
  más corriente o establecida. Ejemplos emblemáticos de este equívoco 
  son la polémicas suscitadas en su momento por las declaraciones de Baudrillard 
  en el sentido de que "la guerra del golfo Pérsico nunca existió" 
  (mientras se producían los bombardeos de Bagdad) o por la tesis de Luce 
  Iriagaray y otras teóricas postfeministas en el sentido de que el patriarcado 
  ha llegado a su fin (en un momento precisamente en el que, en no pocos países, 
  crece el fundamentalismo antifeminista y/o las agresiones a las mujeres). Este 
  es un punto que ha captado muy bien el filósofo esloveno Slavoj Zizek 
  (del que recomiendo su obra, recientemente traducida, El frágil absoluto 
  o ¿por qué merece la pena luchar por el legado cristiano? Pre-Textos, 
  Valencia, 2002). 
  Lo que acabo de decir sobre el uso del término "fin" por la cultura postmoderna 
  o postmodernista es relevante para el ámbito ético-político 
  porque permite explicar aquellos dos fenómenos paralelos que, a primera 
  vista, pueden parecer paradójicos o contradictorios, a saber: que se 
  escriban más éticas que nunca y que pueda haber una ética 
  postmoderna después del "fin" de la ética. A la vista de lo que 
  hay, es decir, de lo que actualmente se produce, lo más sensato es llegar 
  a la conclusión de que de la misma forma que el "fin de la historia" 
  resulta ser, en realidad, el fin de una historia (o, si se prefiere, el fin 
  de una determinada concepción de la historia del progreso), y de la misma 
  forma que el "fin de las ideologías" ha sido, en realidad, ocaso de alguna 
  de las ideologías imperantes en las culturas subalternas de la primera 
  mitad del siglo XX (pero, hablando con propiedad, no de otras, ni de toda ideología), 
  así también el proclamado "fin de la ética" es, en realidad, 
  fin (ocaso, declive, crepúsculo, decadencia) de alguna de las maneras 
  característicamente modernas de entender el discurso ético. 
  Es más: se podría añadir que de la misma manera que en 
  los orígenes de la era moderna no hubo proyecto filosófico que 
  no tratara de enlazar con autores y proyectos anteriores a lo que se caracterizaba 
  como medievalizante o escolástico ("renacimiento" es, en última 
  instancia, volver los ojos hacia otros "antiguos", hacia la antigüedad 
  clásica), tampoco hay proyecto filosófico-moral o filosófico-político 
  postmoderno que no acabe volviendo los ojos, como fuente de inspiración, 
  hacia autores modernos que han sido a la vez, en cierta forma, "antimodernos" 
  (o críticos de cierta modernidad realmente existente), ya se trate de 
  Baudelaire o de Dostoievski, de Nietzsche o Heidegger, de Adorno o de Walter 
  Benjamin (por mencionar autores constantemente citados y glosados en la literatura 
  postmoderna). 
  Sin salir todavía de las consideraciones preliminares, querría 
  proponer otra reflexión que puede ser útil a quien trate de orientarse 
  sobre las tendencias actuales en el ámbito de la ética y de la 
  filosofía política. Vamos a ella: cuando, por falta de atención 
  historiográfica, se hace a un lado el trabajoso detalle de las recuperaciones, 
  influencias, retornos y cambios de significado de las palabras en contextos 
  diferentes, todo lo cual ha sido característico de la historia de las 
  ideas (pues también los filósofos, enanos o no, "caminan a hombros 
  de gigantes", aunque a veces no sepan o no quieran saber sus nombres), lo normal 
  es que salgan a la luz paradojas y contradicciones por todas partes. Muchas 
  de las que llamamos contradicciones son en realidad cambios, inadvertidos por 
  el paso del tiempo, en el uso y significación de las palabras. 
  Uno de los rasgos de la época del "giro lingüístico" en que 
  estamos es precisamente este: la paradoja según la cual lo postmoderno 
  suena a veces a premoderno (como ciertos romanticismos sonaban, ya en la época 
  de Goethe, a retornos voluntarios a la Edad Media); la paradoja según 
  la cual lo postmoderno aparece a veces como mera continuación de lo que 
  fue antimoderno en plena modernidad (en tanto que expresión del malestar 
  ante la modernidad, la cual tiene ya una larga historia en la cultura europeo-occidental); 
  o la paradoja según la cual lo que en un principio se definió 
  como característico de toda una época "nueva" no dure más 
  allá de una década y haya que inventar inmediatamente un nuevo 
  "post" sobreañadido (en este sentido ya en la década de los noventa 
  empezaba a hablarse, efectivamente, de post-postmodernidad, para nombrar algunas 
  de las manifestaciones artístico-culturales en presencia). 
  En lo que hace a la filosofía moral, el oyente, el lector o el estudioso 
  tiene dos formas de comprobar que la expresión "fin de la ética"-tomada 
  en su literalidad y sin otras consideraciones sobre el uso del término 
  "fin"-es un contrafáctico. La primera forma de comprobación es 
  seguir leyendo con calma y con paciencia lo que escriben quienes emplean provocativamente 
  esta expresión, sus dintingos sobre lo que ese fin quiere realmente decir 
  (véase, por ejemplo, John D. Caputo en la edición citada de LaFollette, 
  págs. 111-128), a partir de lo cual se entenderá por qué 
  todavía puede hablarse con propiedad de una ética postmoderna, 
  como quiere Zygmunt Bauman. 
  Y la segunda forma de comprobar que aquella expresión es un contrafáctico, 
  una forma aún más sencilla, si se quiere, consistiría en 
  comparar lo que enuncia esta tajante afirmación sobre el fin de la ética 
  con alguna de las varias guías disponibles sobre la reflexión 
  ética contemporánea, guías en las cuales aparecen numerosísimos 
  títulos escritos desde puntos de vista tan distintos como estos que voy 
  a enumerar a continuación y sin ánimo de ser exhaustivo: realismo 
  moral, racionalismo, relativismo, naturalismo, intuitivismo, utilitarismo, contractualismo, 
  consecuencialismo, libertarianismo, etc., etc. Con independencia del hecho de 
  que estas guías entren a discutir hasta qué punto la problemática 
  del postmodernismo complica la panorámica ética (como ocurre, 
  por ejemplo, en el manual mencionado de H. LaFollette) o hagan caso omiso del 
  postmodernismo (por ejemplo, R.M. Hare en Sorting Out Ethics,1996; traducción 
  castellana: Ordenando la ética: una clasificación de las teorías, 
  Ariel, 1999), la conclusión a la que uno llega es la misma: la (supuesta) 
  época del "fin de la ética" se caracteriza por una proliferación 
  tal de éticas que lo primero que se necesita es un mapa para orientarse 
  en un territorio tan feraz. Los muertos que vos matáis gozan, pues, de 
  buena salud, que decía el poeta. 
  Ahora bien, hay por lo menos dos puntos en los que, en mi opinión, se 
  debe conceder que los filósofos posmodernistas llevan su parte de razón. 
  Ellos, los filósofos posmodernistas, dicen en términos cortantes, 
  y a veces con exageración ciertamente, lo que el sentido filosófico 
  común venía diciendo y pensando, al menos en el ámbito 
  cultural euroamericano, desde hace ya algún tiempo. 
  La segunda mitad del siglo XX no ha producido éticas equiparables, ni 
  en sentido sistemático ni por su valor sustantivo, a lo que Spinoza, 
  Kant y Hegel ofrecieron en plena modernidad. De manera que la crítica 
  radical del último Nietzsche ha hecho su efecto. Ninguno de los grandes 
  pensadores del siglo ha logrado algo equivalente a lo que en el ámbito 
  de la filosofía moral y política lograron Kant y Hegel, aunque 
  alguno de ellos se lo propuso. Heidegger no ha dejado una ética y hay 
  dudas fundadas de que una ética pudiera derivarse de su filosofía 
  de la existencia; Wittgenstein cerró el camino drásticamente a 
  una ética sistemática, aunque luego nos hiciera heredar a todos 
  su propia perplejidad al respecto; Bertrand Russell, tal vez por lo impresionado 
  que quedó ante el primer Wittgenstein, acabó renunciando; Jean 
  Paul Sartre, que anunciaba una ética en 1945, sólo dejó 
  un fragmento, bastante frustrante, por cierto, publicado después de su 
  muerte. Sin duda, hay apuntes y bosquejos en esos autores y en otros (en Moore, 
  en Horkheimer, en Adorno, por ejemplo), pero nada equivalente a lo que produjeron 
  Spinoza, Kant y Hegel o los clásicos greco-romanos. 
  Por otra parte, la fragmentación del pensamiento filosófico y 
  la atomización de las áreas de conocimiento relacionadas con la 
  ética y la filosofía política han alcanzado tal magnitud 
  en estas últimas décadas que no hay manera de encontrar un "metarrelato" 
  ético, es decir, una reflexión sobre la vida buena en la ciudad 
  bien ordenada, que pueda servir ahora al menos como punto de partida o mínimo 
  común denominador en cuya tradición teórica dialogar, como 
  lo fueron, por ejemplo, durante décadas en Europa, el neokantismo, el 
  neohegelismo o (en el ámbito de la filosofía política) 
  el marxismo. Incluso el proyecto de teoría política de Hannah 
  Arendt, en el que hay apuntes interesantísimos y que hoy en día 
  se suele mencionar en la academia y fuera de ella con considerable acuerdo, 
  es, si se me permite decirlo, un proyecto frustrado, inacabado, que no pasa 
  de ser un diálogo fragmentario y entrecortado con la tradición, 
  una tradición que, según la propia Arendt, se ha roto definitivamente 
  entre 1933 y 1945. 
  Obviamente todo esto tiene mucho que ver con la pregunta terrible y tantas veces 
  repetida: "¿Qué ética después de Auschwitz?" ¿Qué 
  ética después de que Eichmann dijera que en su vida se había 
  inspirado en el imperativo categórico de Kant y de que Stalin convirtiera 
  en GULAG el proyecto ético-político liberador de Marx? 
  No es necesario, pues, sentir particular simpatía por los filósofos 
  posmodernos, ni hace falta aceptar la mayoría de sus tesis sustantivas, 
  para reconocer que hay al menos un par de puntos en los que los filósofos 
  postmodernos llevan razón. De todas formas, yo preferiría decir 
  eso mismo de otra manera para concluir esta respuesta a la objeción de 
  que estamos en la época del fin de la ética: aunque no hay ya 
  una gran ética de referencia, hay varios proyectos éticos (algunos 
  de ellos, como veremos, interesantísimos). Y, además, esta constatación 
  de lo que pasa y de lo que hay en el ámbito ético-político 
  puede hacerse con talantes también muy distintos: describiendo y tomando 
  nota, simplemente; quejándose amargamente de la fragmentación 
  existente en el ámbito de la ética y de la filosofía política; 
  proclamando la llegada definitiva de un mundo sin valores; poniendo a dialogar 
  los diferentes enfoques (o algunos de ellos) en un concierto polifónico; 
  retirándose hacia tal o cual ética aplicada o práctica; 
  tratando de invertir la situación en busca de una nueva y única 
  ética mundial; o buscando nuevos principios para una ética de 
  la responsabilidad a la altura los tiempos. 
  En varios de estos talantes apunta la posibilidad de una política como 
  ética de lo colectivo.