La Izquierda debate
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Una reflexión sobre desobediencia civil y no-violencia
Francisco Fernández Buey
En estos últimos meses viene desarrollándose, en las páginas de los diarios
italianos Liberazione e Il Manifesto, un interesantísimo debate
sobre no-violencia y emancipación social. El debate fue suscitado por Fausto
Bertinotti durante una intervención en el aula magna de la Escuela de
Arquitectura de Venecia en ocasión del encuentro titulado "La guerra è orrore",
que tuvo lugar el 13 de diciembre de 2003. La motivación inicial era,
obviamente, la actitud a adoptar ante la invasión de Irak y las denominadas
"guerras preventivas". Pero, en ese contexto, Bertinotti propuso reconsiderar el
punto de vista tradicional de los comunistas y socialistas revolucionarios sobre
la violencia, aludiendo a varios momentos de la historia y al papel jugado en
ellos por los revolucionarios y resistentes. Pietro Ingrao, Marco Revelli y
Ramon Mantovani, entre otros, recogieron el reto de Bertinotti y han hecho
aportaciones de mucha enjundia al asunto. El asunto es hasta qué punto el
marxismo y el comunismo del siglo XXI pueden y deben integrar la perspectiva de
la desobediencia social y civil no-violenta. Personas vinculadas al movimiento
alterglobalizador, y más concretamente al denominado "movimiento de los
desobedientes", que ha sido uno de sus puntales en las más recientes
manifestaciones y concentraciones europeas contra la globalización neoliberal,
como, por ejemplo, Luca Casarini, han intervenido en la controversia para
aportar su experiencia desde los acontecimientos de Génova y subrayar que
"frente al poder violento no basta con pasar a llamarnos no-violentos". Este
debate (que puede seguirse en
http://www.rifondazione.it/ad/movimenti/non-violenza) remite al menos a dos
momentos anteriores. En primer lugar, a la controversia que se produjo en Europa
y en América Latina, después de la muerte de Guevara en Bolivia, acerca de la
necesidad y las posibilidades de una vía pacífica al socialismo; y, en segundo
lugar, a la teorización (E.P. Thompson, Manuel Sacristán, etc.) del paso desde
el antibelicismo tradicional al pacifismo durante las grandes movilizaciones
contra las armas nucleares en la primera mitad de la década de los ochenta. Pero
el debate de estos últimos meses tiene la particularidad de que, por primera vez
de forma consistente y elaborada, activistas y políticos muy conocidos del área
marxista y comunista, con experiencia además en muchas luchas sociales, se están
tomando radicalmente en serio una tradición con la que, por lo general, habían
chocado en épocas anteriores: la de la desobediencia civil no-violenta
representada por Thoreau, Tólstoi, Gandhi y Luther King, que, como se sabe, ha
tenido raíces profundamente religiosas, o, si se prefiere decirlo así,
pre-políticas. Creo que vale la pena reflexionar, a partir de ahí, sobre el
fondo del asunto. I No hará falta aceptar la idea de que la violencia es
la comadrona de la historia, ni insistir particularmente en la observación de
que, por lo general, los derechos no se otorgan sino que se conquistan (frente a
la violencia de quienes no quieren ceder sus privilegios a los que dan forma de
ley), ni siquiera aceptar la idea, tan extendida, de que entre derechos iguales
decide la violencia, para ponerse de acuerdo en que existen circunstancias en
las cuales la resistencia al mal social y a la injusticia obligan al
desobediente y al resistente a ejercer ciertas formas de violencia defensiva.
Sólo que hay violencia y violencia. Y hasta el cordero de Dios lo tuvo en
cuenta. Por eso no son pocos los defensores de la desobediencia civil que
actualmente admiten al menos cierta forma de violencia en el ejercicio de la
misma. Pero al decir esto, y tratar de concretar, hay que precisar más,
obviamente, de qué violencia se está hablando, pues el lenguaje cotidiano no
siempre distingue entre un concepto amplio de violencia (que incluye la
violencia "estructural", la violencia psicológica o moral, el denominado acoso
moral, la violencia "simbólica" o la violación de una norma generalmente
aceptada) y un concepto restringido de violencia que la identifica con el uso de
la fuerza física sobre las personas o las cosas. Una segunda precisión, que
tiene en cuenta el carácter colectivo de la desobediencia civil y su intención
ético-política, consistiría en admitir, de acuerdo con la psicología de masas,
que cuando la desobediencia civil se presenta vinculada explícitamente a una
práctica social emancipadora o liberadora es difícil excluir totalmente el uso
de alguna forma "calculada" de la violencia incluso en su acepción
restringida. Para seguir dando toda su fuerza al término "civil" se tiene
que entender aquí la palabra "calculada" no en el sentido de una
instrumentalización o manipulación del medio que se emplea, sino en el sentido
de la relación medios-fines, es decir, como previsión que no descarta el uso
legítimo de alguna violencia (incluso física) pero que, precisamente por ello,
se autocontiene y mantiene la violencia propia dentro de ciertos límites.
Habermas, en su defensa moderada de la desobediencia civil como piedra de toque
de la sociedad democrática, prefiere hablar de violencia "simbólica",
entendiendo por tal la implicación según la cual el desobediente viola la norma
generalmente aceptada como medio de apelación a la mayoría para que ésta
rectifique, aunque siempre recurriendo, en la expresión de la protesta, a los
mismos principios constitucionales a los que la mayoría recurre para
legitimarse. De todas formas, más allá de las discrepancias que puedan darse (y
que se dan) sobre si la no-violencia ha de ser o no sustancialmente constitutiva
de la desobediencia civil, parece razonable aceptar el argumento de que no se
podrá considerar "civil" el acto de desobediencia más allá de cierto límite y
que este límite sería la presencia en la conducta del desobediente de una
violencia entendida como estrategia premeditada que desprecia los derechos
fundamentales y la libre formación de la voluntad democrática. II Es
cierto que los defensores históricos de la práctica de la desobediencia civil
criticaron en términos generales la violencia física y se manifestaron en favor
de la no-violencia. Esa es, en lo sustancial, la enseñanza de Thoreau, de
Tolstoi, de Gandhi, de Luther King y de tantos otros. Pero también lo es que el
objeto central de su crítica fue la forma extrema de violencia social o
colectiva (la guerra) y señaladamente la violencia ejercida por los estados, que
es la que genera mayormente otras formas de violencia social, colectiva. Esto no
quiere decir que a ellos no les preocupara la violencia que los individuos
singulares ejercen (o pueden ejercer) en la sociedad civil, en las relaciones
interpersonales. Gandhi afirmó de manera muy taxativa que el hombre sincero que
busca la verdad no puede ser violento durante mucho tiempo, que en la
búsqueda de la verdad este hombre no tiene necesidad de ser violento y que
pronto descubrirá que mientras quede en él el menor vestigio de violencia no
conseguirá encontrar la verdad que anda buscando. Y Einstein, que tuvo a Gandhi
por la personalidad más notable del siglo, se consideraba a sí mismo no sólo un
pacifista, sino militanter Pazifist. Pero este oxímoron einsteiniano, el
ser un pacifista "que milita", nos pone en la pista de la dificultad. La
dificultad brota no sólo de la observación, tantas veces subrayada, de que
Einstein tuviera que dejar de ser pacifista (al menos en ese sentido radical en
que realmente lo era en los años veinte) cuando se impuso el nacional-socialismo
y durante la segunda mundial, sino también de la afirmación del propio Gandhi,
quien, en el mismo contexto en que hacía aseveración tan taxativa, no dejó de
observar que "ser honesto es todavía más importante que ser pacífico". Lo
cual plantea sin lugar a dudas el espinoso problema ético-político de si se
puede seguir siendo ético-políticamente honesto defendiendo al mismo
tiempo la desobediencia civil y la no-violencia (en sentido estricto) en
condiciones históricas tales como las que representaron el hitlerismo y el
estalinismo. III A poco que se piense sobre esta dificultad, que pronto se
convierte en dilema práctico, ético-político, se llegará a la conclusión, creo,
de que en este ámbito, habrá que discutir en concreto, y racionalmente, sobre
las distintas formas y grados de la violencia (desde la violencia individual,
que ejerce una persona sobre otra, hasta ese grado extremo de violencia que es
la guerra pasando por la violencia estatal) y sobre cuándo y en qué
circunstancias se puede considerar moralmente justificada la violencia defensiva
de una colectividad como último recurso frente a la violencia del Estado. La
mayoría de los teóricos partidarios de la desobediencia civil han aludido a
situaciones concretas así. Y, después de rechazar el recurso a la guerra, la
violencia gratuita, el terror individual y el terrorismo organizado, han
defendido la fuerza, el coraje, la resistencia activa y otras formas de
violencia de intensidad más baja a la habitualmente ejercida por los estados
(desde la insumisión y el sabotaje a determinadas instalaciones hasta el boicot,
la huelga y otras formas de resistencia masiva alternativas a los ejércitos y a
la violencia institucional). Es interesante hacer observar cómo, con el cambio
de circunstancias, los ejemplos se vengan. Pues la duda que razonablemente cabe
acerca de si se puede seguir siendo honesto defendiendo la no-violencia estricta
en condiciones como las del nacional-socialismo o el estalinismo se está
manipulando ahora, en este mundo globalizado, tanto para justificar la violencia
estatal (y del Imperio) como para justificar cualquier tipo de violencia
defensiva (o sea, incluso la que desprecia los derechos fundamentales y la libre
formación de la voluntad democrática). Bastará, pues, con sugerir a la opinión
pública que el desobediente o el disidente es un Hitler o un Stalin en
potencia (como se ha dicho sucesivamente de Sadam Husein, de Milosevic, de
Osama Bin Laden, etc.) para captar emotivamente voluntades en favor de la guerra
o de la violencia estatal que se llama preventiva. Y, casi
simétricamente, basta con sugerir que los servidores del Estado o el Estado
mismo son "fascistas" para suscitar emociones identitarias que en última
instancia se resuelven excusando, por comparación con lo que fue el fascismo
histórico, un tipo de violencia moralmente inexcusable. Pier Paolo Pasolini
captó muy bien, hace ya décadas, el efecto perverso de ese doble proceso
manipulatorio en sus orígenes, pero hay que reconocer que, desde la guerra del
Golfo pérsico hasta la invasión de Irak, tal efecto se ha multiplicado en el
mundo y en el interior de los estados. IV Ya Freud advirtió, precisamente
en respuesta a una aguda y preocupada pregunta del entonces "pacifista
militante" Albert Einstein, que cuando se trata de la violencia social (no de la
violencia individual) "se comete un error de cálculo si no se tiene en cuenta
que el derecho fue originalmente violencia bruta y que el derecho sigue sin
poder renunciar al apoyo de la violencia". Esto es verdad en general, o sea,
como descripción de lo que ha sido la génesis histórica del estado de derecho.
Pero lo es también casi siempre en particular: como descripción plausible de lo
que ha sido el origen y la evolución de la mayoría de las constituciones
vigentes en nuestros estados democráticos. Los críticos y desobedientes suelen
referirse a esta situación de hecho (y a determinadas leyes que el estado de
derecho hace derivar de la Carta Magna sobre la propiedad, la organización
territorial, la financiación de las comunidades, las relaciones laborales o el
status de ciudadanía) como "violencia estructural". Y a pesar de la vaguedad de
la expresión cuando se está hablando o discutiendo de violencia, ésta tiene un
sentido: alude a un rasgo de la constitución de hecho, a la constitución
material, esto es, a las constricciones no escritas (pero a veces escritas) que
el estado impone para que no pueda ni hablarse ya, en serio, de asuntos
directamente relacionados con la justicia social: colectivización de medios de
producción, autogestión en la producción, independencia de tales o cuales
comunidades respecto del estado existente, confederación, ocupación de viviendas
deshabitadas protegidas por el derecho de propiedad, forma de estado o reforma
de la constitución vigente. "Violencia estructural" no equivale, ciertamente, a
"poder desnudo", al nepotismo o cesarismo que prohibe de manera explícita, y
despóticamente, hablar de esas cosas a los ciudadanos. Es otro grado de
violencia social, más sutil, íntimamente relacionado con la imposición de lo que
ahora se llama "lo políticamente correcto", que por lo general se ejerce contra
los más débiles de la sociedad: un tipo de violencia al que el habla popular
alude, con razón, cuando se dice que han sido violentados mis (nuestros)
derechos. No que se me (nos) haya hecho violencia física directa, sino que
se me (nos) ha acosado moralmente, y hasta acogotado, al repetirme y repetirnos,
en nombre del estado y del derecho, que tales cosas (la reivindicación de la
colectivización, de la autogestión, de la independencia, o incluso la reforma de
la constitución) dichas, escritas o realizadas, pueden ser objeto de
criminalización (o lo están siendo ya). V También la "violencia
estructural" (el resto de la violencia originaria que existe en el derecho) del
estado democrático representativo genera objeción de conciencia y, dependiendo
del número de los individuos que sienten violentados sus derechos,
desobediencia civil. Antes o después, ésta, la desobediencia civil, tiene que
hacer frente a la discusión en concreto de los actos de violencia
defensiva y de sus grados. Y tiene que enfrentarse con ello no porque el
desobediente se haya manifestado previamente a favor de la violencia en
abstracto (que no suele hacerlo), sino porque la violencia estructural del
estado tiende a convertirse en violencia explícita, incluso en las democracias
representativas, cuando el número de los desobedientes que expresan su clamor en
la calle alcanza una dimensión o una fuerza que sin poder ser identificada aún
con el "soberano" empieza a ser mayoritaria en sectores sociales importantes o
en partes del territorio del estado. Quiero decir con esto que el rechazo moral
de la violencia o la afirmación por principio de la no-violencia como respuesta
a la violencia existente no agota la cuestión, de la misma manera que mi
predisposición por principio a poner la otra mejilla en caso de agresión
individual no agota la reflexión acerca de qué debo hacer en el caso de que me
vea involucrado en una agresión a otro y yo mismo tenga que intervenir en el
conflicto para tratar de evitar la violencia que se ejerce sobre otra persona
más débil. A partir de ahí siempre cabrá la discusión sobre si, en consonancia
con mi principio moral, lo civil, en ese caso, es que me limite a llamar a la
policía (que tal vez tardará en llegar) o si es más civil unir mi fuerza ahora
mismo, en el momento en que se produce el acto, a la del más débil para repeler
la agresión. La duda que pueda haber a este respecto es igualmente predicable de
situaciones en las que intervienen, de un lado, colectivos de desobedientes y,
de otro, el estado. Existe un acuerdo muy generalizado en que esta duda debe
resolverse de manera positiva aceptando que hay situaciones en que el uso de la
violencia defensiva está moralmente justificado. Entre esas situaciones se
incluyen, sin polémica apenas, la resistencia organizada en Francia, Italia,
Alemania, España, Portugal y Grecia frente a las distintas variedades del
fascismo o en la Palestina actual la resistencia contra la violencia que ejerce
el estado de Israel. Pero se podría decir que si, en general, la ley áurea de la
violencia es la réplica infinita, la mimesis, como la ha llamado Eligio
Resta, en el caso de los enfrentamientos particulares entre los colectivos
desobedientes y el Estado se produce una tendencia psico-social que aparece
también en las democracias representativas. Se trata de una reiterada dinámica
que lleva, primero, de la violencia mínima que supone, por ejemplo, el
huevo lanzado a la solapa del representante del "soberano" a la represión
policial de colectivos enteros que en principio se consideran más bien
no-violentos; luego, desde el estupor que esto último produce en las filas de
los desobedientes, al enfrentamiento abierto (no siempre deseado); y,
finalmente, desde el enfrentamiento abierto en la calle a la afirmación del
poder en el sentido de que la violencia represiva no sólo está justificada
porque se hace en nombre del "soberano" sino también porque lo quiere el derecho
(legítimamente ejercido por la autoridad). Una muestra reciente de esta dinámica
es lo que está ocurriendo con el actual movimiento antiglobalización que
defiende la desobediencia civil. La existencia de estados democráticos puede ser
una condición apreciable, y que debe apreciarse, para la autolimitación de los
desobedientes, para atemperar la insumisión y hacerla discreta, esto es,
funcional al ideal de la democracia y a la coherencia de los medios respecto de
los fines propuestos. Y, en efecto, es esta autolimitación lo que nos lleva a
considerar indecentes aquellas acciones que, basándose en la crítica (justa) de
los déficits del estado democrático representativo, producen voluntariamente la
muerte de inocentes, degradan la condición humana y se equiparan (o superan) a
la violencia ejercida por los estados, como ocurre de hecho en ciertos casos de
terrorismo. VI A veces se objeta que la palabra "terrorismo" ha sido
siempre manipulada por el poder y por los medios de comunicación dominantes (y
aún más desde el 11 de septiembre de 2001) y que esta manipulación tiende a
exculpar el terrorismo de los estados y a diluir bajo un mismo término la
violencia menor ejercida en nombre del derecho de los pueblos a la resistencia
(o de la lucha por la liberación de naciones sometidas) con el terror
propiamente dicho. Lo cual es cierto. No obstante, una vez hecha la denuncia de
tal manipulación, y aún desde la compresión simpatética de la finalidad que
persiguen los desobedientes que se sienten ninguneados por el Imperio o por el
Estado, siempre cabe la posibilidad de llegar a una definición analítica de
"terrorismo" o a una descripción del mismo superadora de la vieja lógica que
opera en función de la igualmente vieja polaridad guerrera entre amigo y
enemigo. Esta definición o caracterización descriptiva del terrorismo incluye
actos de violencia contra el derecho a la vida y otros derechos de las personas
(asesinatos, atentados, extorsiones, secuestros), actos estratégicamente
concebidos, que repugnan a la conciencia moral en general, y a la conciencia
política en particular, con independencia de la finalidad declarada. Este es el
tipo de violencia que el desobediente no debe aceptar si quiere seguir siendo
"civil". Es cierto que hay un uso ideológico e instrumental del término
terrorismo entre los mandamases e ideólogos de la cultura europeo-occidental,
los cuales, ya para empezar, ignoran esa otra cara del terrorismo que es el
terrorismo de estado. Y es sano denunciar este uso ideológico desde un punto de
vista ético-político. Pero dicho esto y hecha la denuncia, queda el hecho de que
el terrorismo no es sólo una palabra: es una realidad, dolorosamente sufrida por
personas concretas, de carne y hueso. El terror y el terrorismo no dejan de
existir porque observemos que su realidad no coincide con aquello que denota la
palabra ideológica que emplean los que mandan, ni deja de ser una realidad
porque otros llamen al mismo hecho lucha armada o resistencia. Más allá de los
usos instrumentales de la palabra, y una vez hecha la crítica de la
instrumentalización, es posible acordar, por análisis y argumentación racional,
lo que significan, al menos para todos los que hablan una misma lengua (o saben
traducir elementalmente de otras), "terror" y "terrorismo". Este significado es
independiente del color ideológico o político de quienes practiquen el terror o
el terrorismo. Una cosa es la crítica del discurso y otra negarse a aceptar lo
que dicen los diccionarios. Lo que dicen los diccionarios sobre "terror" y
"terrorismo" puede y debe ser corregido por la crítica del discurso, obviamente,
pero no hasta el punto de que haya que aceptar la inversión completa del sentido
de las palabras, que es lo que se acaba haciendo a veces por el malestar que
produce la ideologización de la civilización que se considera propia. VII
Un marxista no debería tener dudas sobre la defensa de la no-violencia cuando el
centro del debate es el nivel más alto de violencia: la guerra. Y aún menos
dudas en la era nuclear y de las armas de destrucción masiva que se emplean
contra poblaciones civiles. La duda que queda, y sobre la que hay que pensar es
la siguiente: si la existencia de los estados democráticos (que sabemos
demediados) es o no condición suficiente para cerrar la discusión sobre toda
forma de desobediencia que incluya la violencia defensiva. Pues de la
misma manera que la violencia defensiva es considerada moral y jurídicamente
admisible en el ámbito de las relaciones privadas, ésta, la violencia defensiva,
puede presentarse aún, en la esfera pública, como un deber moral en aquellos
casos en que, declarándose democrático el estado, hay dudas serias y fundadas
sobre la legitimidad del consenso que ha producido la constitución, sobre la
ocupación de territorios en litigio, sobre el establecimiento de bases
militares, sobre la usurpación de tierras que fueron comunales o sobre la
imposición forzada de leyes internacionales que enajenan derechos no escritos de
determinadas poblaciones o minorías. En todos esos casos, que no conviene
mezclar con el de la guerra propiamente dicha, la desobediencia no dejará de ser
civil si, en última instancia, como último recurso, inducida o provocada por la
violencia de los estados (o del Imperio), se ve obligada a recurrir a
determinadas formas de violencia defensiva. Pero, incluso en este caso, el
desobediente (marxista o no, cristiano o anarquista) hará bien recordando, desde
el punto de vista moral, la advertencia de Albert Camus en El hombre rebelde
sobre el revolucionario que se convierte en policía. Y desde el punto de vista
ético-político, el colectivo desobediente tiene que saber que el recurso a una
violencia de grado equivalente o superior a la de los estados hará de su
desobediencia una actuación tan incivil como la de muchos de los "soberanos" que
en el mundo han sido. Desde ahí se podría concluir como lo hacía no hace mucho
el filósofo vasco Xabier Etxeberria recordando el aniversario de la muerte de
Gandhi (y frente a uno de los terrorismos realmente existentes):
Si estamos convencidos de que lo ideal sería regular nuestros conflictos con
estrategias no violentas, debemos criticar duramente todas aquellas que nos
retrotraen a situaciones de mayor violencia institucional. Y deberíamos
igualmente idear formas institucionales de enfrentamiento a la violencia que al
menos se tomaran en serio aquello que tiende a decir el que justifica su
violencia: que lo hace con el mínimo de violencia necesaria y como último
recurso.
*Tomado del capítulo dedicado a desobediencia civil en el libro Guía para una
globalización alternativa (Barcelona, Ediciones B, 2004).