Diferentes diferencias y ciudadanías excluyentes: una revisión feminista
La Eskalera Karakola
Otras inapropiadas/inapropiables, desubicadas de las cartografías occidentales y modernas de la política, de la identidad, del lenguaje, del deseo; desbordando las categorías claras y distintas, las promesas de pureza y separación; proponiendo nuevas geometrías posibles para considerar relaciones atravesadas y constituidas por diferentes diferencias. Otras inapropiadas/inapropiables que nos urgen a hacer feminismos desde y atravesados por las fronteras. Feminismos que tal como nos proponen los textos de esta colección no renuncian a la complejidad, sino asumiéndola se reconocen parciales y múltiples, contradictorios y críticos. Feminismos situados, mestizos e intrusos, con lealtades divididas y desapegados de pertenencias exclusivas. Que partiendo de la tensión y el conflicto de las peligrosas y blasfemas encrucijadas que movilizan su identidad, están comprometidos con conocimientos y prácticas políticas más reflexivas y críticas.
Los textos de esta colección ponen en cuestión qué se constituye como diferencia y cómo lo diferente tiende a equipararse con lo particular, lo periférico, lo deficiente -frente a lo universal y lo central- conformándose en relaciones asimétricas de poder. Las marcas de diferencia se revuelven mostrando las particulares marcas de la indiferencia:lo "neutro", invisibilizado por normativo hegemónico y sobre-representado. Frente a un feminismo global homogeneizador y excluyente que bajo la opresión de género iguala a todas las mujeres, estos textos nos hablan de múltiples opresiones, de diferentes diferencias, y del extrañamiento de muchas mujeres con un movimiento feminista con el que se identifican, pero cuya agenda y legado histórico resultan en gran medida ajenos al tomar como sujeto de referencia a lamujer blanca, occidental, heterosexual, de clase media, urbanita, educada y ciudadana.
Provenientes fundamentalmente del contexto anglosajón y en un intervalo que comprende desde comienzos de los ochenta hasta nuestros días, estos artículos dan cuenta de los diferentes debates que al interior del feminismo han surgido de la necesidad de atender a las complejas intersecciones constitutivas de las relaciones de subordinación a las que se enfrentan mujeres concretas: respondiendo no sólo a las relaciones de género o de clase, sino también al racismo, la lesbofobia, los efectos de la colonización y descolonización y las migraciones transnacionales. Así, desde el contexto estadounidense, el artículo de bell hooks, escrito a principios de los ochenta en dialogo con el feminismo, el marxismo y el movimiento de liberación negro, forma parte de una amplia tradición feminista negra a la que pertenecen autoras como Angela Davis, Alice Walker, Audre Lorde, Patricia Hill Collins o Barbara Smith, y de la que destacamos la antología Todas las mujeres son blancas, todos los negros son varones, pero algunas de nosotras somos valientes[1] cuyo título no puede ser más significativo. Todas ellas coinciden en denunciar el legado racista del feminismo blanco y su escasa atención a las distintas realidades materiales de mujeres blancas y negras, a las intersecciones entre clase y raza, y a la incorporación de agendas diferentes al género. En concreto bell hooks hace referencia al extrañamiento de las mujeres negras estadounidenses frente a un feminismo conservador liberal que bajo el paraguas englobador "todas las mujeres estamos oprimidas" resulta ciego a las formas en que el racismo y la posición de clase hacen específica la opresión de género para las mujeres negras.
Pero las críticas del feminismo negro no agotan la multiplicidad de posiciones étnicas del contexto estadounidense. Así, desde los ochenta, el término "mujeres de color" fue desarrollándose en EEUU como un artefacto teórico-político capaz de aglutinar las opresiones comunes en torno al racismo de mujeres de procedencias nacionales y étnico-raciales distintas, reconociendo al mismo tiempo la especificidad de sus situaciones concretas. Un ejemplo de ello nos los ofrecen los escritos mestizos y bilingües de escritoras chicanas, puertorriqueñas y latinas en general: textos como Borderlands/La Frontera[2], Este Puente Mi Espalda[3] y Haciendo Caras[4], y que en esta colección están representados por los artículos de Gloria Anzaldúa, Chela Sandoval y Aurora Levins Morales. En «Movimientos de rebeldía y las culturas que traicionan», Gloria Anzaldúa propone asumir el mestizaje y la multiplicidad de formas no reductoras. En la tensión y riqueza política de vivir a caballo entre varias culturas, empleando varios idiomas, y en la distancia crítica que implica el no ser reconocida como adecuada en ninguno de los marcos disponibles, como mujer, lesbiana y chicana, la conciencia mestiza de Anzaldúa surge de las posibilidades de hacer habitable la propia posición de frontera. Chela Sandoval, por su parte, propone practicar un feminismo del tercer mundo estadounidense quedesde una conciencia cyborg opositiva/diferencial, sea capaz de generar formas de agencia y resistenciamediante tecnologías opositivas de poder. Para esta autora las condiciones cyborg están asociadas a la precariedad y la explotación laboral, a la tecnología en un orden transnacional que sitúa de lleno el tercer mundo en el primer mundo -uniendo las redes del ciberespacio con las racialmente marcadas cadenas de montaje. Con una perspectiva distinta, Aurora Levins Morales despliega desde el testimonio su identidad como Jíbara shtetl "intelectual orgánica" y activista, y nos introduce en otro importante debate dentro del feminismo. Critica a un feminismo académico que distanciándose de la militancia usurpa y simplifica las complejas experiencias de las mujeres de color, manufacturándolas y comercializándolas hasta hacerlas irreconocibles por sus propias protagonistas: brillantemente envueltas se revenden en el mercado editorial con un lenguaje y un precio en muchas ocasiones inaccesible.
Así, en EEUU "lo negro" del feminismo negro se ha interpretado como excluyente y homogeneizador en torno a la experiencia de género y del racismo ejercido contra las personas negras estadounidenses -vinculado a una experiencia de esclavitud y segregación que exigía una lucha política específica-, constituyéndose el término "mujeres de color" como espacio político de alianzas y luchas comunes que respondía a la diversidad y multiplicidad de exclusiones étnico-raciales, nacionales y religiosas. Mientras tanto en el contexto británico, como describe Avtar Brah en su artículo, es el término "negro", extraído de sus connotaciones esencialistas y de codificaciones raciales excluyentes, el que se articula políticamente para aglutinar las luchas antirracistas implicando una amplia gama de experiencias diaspóricas. Las «"mujeres negras" conformaban una categoría altamente diferenciada en términos de clase, etnicidad y religión, e incluía tanto a mujeres que habían migrado desde África, el subcontinente asiático y el Caribe, como a nacidas en Inglaterra, lo negro en el "feminismo negro" implicaba una multiplicidad de la experiencia a la par que articulaba una posición de sujeto feminista particular.»[5]
Esta diferente interpretación del feminismo negro británico se aprecia en el texto de Kum-Kum Bhavnani y Margaret Coulson, que fechado en 1986 resulta en gran medida paralelo –y prácticamente coetáneo- al texto de bell hooks (1984). Ambos textos coinciden en denunciar lo que Bhavnani y Coulson denominan un capitalismo patriarcal racialmente estructurado –nosotras añadiríamos heteropatriarcal-, demandando la necesidad de analizar conjuntamente los efectos del racismo, las relaciones de clase y género. Sin embargo, los análisis feministas-socialistas de Bhavnani y Coulson, al abordar un racismo de Estado que se plasma en diferencias de trato a distintos grupos de mujeres en el contexto de un capitalismo internacional, incorporan también las intersecciones con el nacionalismo, la inmigración y el imperialismo. En particular, denuncian la violencia racista estatal en las prácticas de restricción de la inmigración -a veces bajo la retórica de "igualdad" entre varones y mujeres-, los controles policiales en "barrios negros" bajo reclamos de mayor seguridad para las mujeres o las contradictorias concepciones de "unidad familiar" que utiliza instrumentalmente el Estado en prácticas de deportación. Apuntan así cómo las distintas realidades materiales de las mujeres "blancas" y "negras", lejos de supuestas hermandades, generan importantes conflictos de intereses con sus agendas políticas particulares.
Los textos de Chandra Talpade Mohanty y Jaqui Alexander (desde EEUU) y el de Avtar Brah (desde Gran Bretaña) introducen también los estudios postcoloniales para situar al pensamiento feminista en un mundo donde las intersecciones entre el colonialismo, el imperialismo y el nacionalismo, complejizan las opresiones de este capitalismo globalizado, heteropatriarcal y racista. Postcolonial en este sentido, no hace tanto referencia a una temporalidad donde la colonización ha terminado, cuanto a relaciones glocales de dominación que reproducen colonialidades en el aquí y el ahora, no sólo en los antiguos países colonizados –mediante los ya conocidos efectos de la descentralización productiva-, sino en los países colonizadores receptores de diásporas migrantes procedentes de las antiguas colonias. A esta tradición teórica y política que elabora un pensamiento feminista postcolonial pertenecen entre otros los textos de autoras como Gayatri Chacravorty Spivak o Trinh T. Minh-ha. De hecho el término "Ella, la otra inapropiable/ada" que da pié al título de esta colección proviene de un monográfico editado por esta última autora sobre "Mujeres del Tercer Mundo"[6]. El propio texto «Genealogías, legados, movimientos» de Chandra Talpade Mohanty y Jaqui Alexander se escribió como introducción a una antología clave del "feminismo postcolonial": Genealogías Feministas, Legados Coloniales, Futuros Democráticos[7]. En este artículo se cuestionan tanto las posiciones relativistas postmodernas empeñadas en disolver categorías identitarias acusándolas de esencialistas –léanse muchas de las críticas dirigidas a las "políticas de identidad"-; como las apelaciones a una sororidad internacional blanca occidental que, en forma de llamadas a la unidad del feminismo en torno a la opresión universal del patriarcado, posponen y excluyen otras opresiones. Más aún, las autoras critican cómo bajo la retórica consensual de la articulación de "varias voces" se ha definido un feminismo inclusivo sobre una base centro-periferia donde las feministas del tercer mundo siguen constituyendo siempre la periferia. La apuesta feminista postcolonial de Mohanty y Alexander pasa por la implicación en un proyecto de democracia feminista, frente a la Democracia formal de libre mercado/capitalista, consistente en praxis feministas particulares que articulan lo local con procesos transnacionales y globales más amplios.
Al igual que Bhavnani y Coulson hacen en el contexto británico, en este texto se analizan los mecanismos ideológicos centrales que conforman de forma discriminatoria la ciudadanía en el capitalismo avanzado –usando como modelo EEUU. Identifican así la representación del buen ciudadano como varón blanco heterosexual que consume y paga sus impuestos, frente a las figuras de la mujer negra dependiente que se aprovecha de los servicios sociales, y de los varones negros -e inmigrantes- asociados a la delincuencia -¿y al terrorismo?
Igualmente nos invitan a reflexionar sobre la significación de la ciudadanía desde la posición de una mujer negra, inmigrante, "sin papeles": los conceptos de igualdad ante la ley en este contexto desafían las definiciones convencionales del supuesto ciudadano legítimo con verdadero acceso y oportunidades. Denuncian, así, algo que nos resulta trágica pero enormemente familiar: la sistemática utilización de la legalidad en la "Democracia" para convertir la diferencia en desigualdad –y en "ilegalidad" vía leyes de extranjería, reforzamiento de fronteras, acoso policial, constitución de una nueva "fortaleza europea", documentos de identidad...
Por último, partiendo de los debates sobre el feminismo negro en Gran Bretaña, el texto de Avtar Brah identifica y analiza cuatro usos del concepto de diferencia: la diferencia como experiencia cotidiana y específica; la diferencia como relación social producto de genealogías y narraciones colectivas sedimentadas con el tiempo; la diferencia como posiciones de sujeto o subjetividad frente a la idea de un sujeto político-moderno universal o de un Yo unitario, centrado y racional; y por último, la diferencia como identidad como proceso inacabado que otorga estabilidad y coherencia a la multiplicidad subjetiva. De esta forma, nos permite comprender cómo la proclamación de una identidad colectiva implica un despliegue de discursos y prácticas que apelan de forma variable a estos niveles de diferencia para su movilización, atravesando lo micro y lo macro, los social y los subjetivo, en un proceso político continuo y contingente que define fijaciones y exclusiones, prácticas de poder y de resistencia. Desde una posición política antiesencialista, Brah nos propone la articulación como práctica política relacional y transformadora: «no compartimentalizar las opresiones sino formular estrategias para desafiarlas conjuntamente sobre la base de una comprensión sobre cómo se conectan y articulan»[8].
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En un mundo de patriotismos y nacionalismos exacerbados; de nuevas fronteras europeas que construyen muros de vergüenza institucionalizados y burocráticos, expulsando de la ciudadanía a otros-migrantes-no-europeos; en un contexto político y militar de estado de excepción generalizado, de pánico mediático globalizado y en tiempo real; de naturalización de la precarización de la existencia de tal modo que derechos sociales básicos se transforman en responsabilidades individuales; en situaciones paradójicas en que se exalta el consumo de lo diferente y lo exótico, al tiempo que se rechazan las diferencias y proliferan los conflictos culturales y los racismos; en un mundo en el que las violencias globales de género y sexualidad se convierten en agendas secundarias siempre aplazadas –o movilizadas instrumentalmente- ante la urgencia de nuevos "enemigos principales" caracterizados esta vez como terroristas, ante los que se responde con más violencia y destrucción...
En este contexto los textos recogidos en esta colección nos invitan a reflexionar sobre las diferencias y sobre el papel que despeña su constitución en el establecimiento de sujetos reconocidos como ciudadanos "apropiados". Qué constituye una diferencia significativa o marca de opresión en un contexto determinado no es un atributo fijo y estable, sino una relación contingente y situada que se moviliza en cada práctica. De ahí que en ocasiones una determinada marca de identidad pueda ser el espacio no marcado para la actuación de otra. Por ejemplo, la petición de mayor protección policial que suscribirían muchas mujeres y algunos grupos feministas, puede suponer para trabajadoras sexuales y mujeres migrantes –sobre todo sin papeles- más que garantía de seguridad una amenaza de acoso y en ocasiones de agresión y expulsión. Evidencian, así, diferencias cruciales sobre qué constituye una prioridad política dentro del feminismo y qué estrategias seguir para alcanzarlas. Pero lejos de entender estas demandas de reconocimiento como amenazas de fragmentación debilitadora de una supuesta unidad política; o como particularismos secundarios, "meramente culturales" que distraen de antagonismos centrales y unitarios –capitalismo, patriarcado-; o someterlas a consensos mayoritarios que terminan por anularlas o acallarlas bajo el pretexto victimizador de que hablan en estado de alienación; nos invitan a identificar las especificidades de opresiones particulares, comprender su interconexión con otras opresiones y construir modelos de articulación política que transformen las posiciones de partida, en un diálogo continuo que no renuncie a las diferencias ni jerarquice o fije a priori posiciones unitarias y excluyentes de víctimas y opresores.
El encuentro con los textos de esta colección y con otros que nacen del feminismo de las mujeres de color y del Tercer Mundo en una perspectiva poscolonial nos enfrenta necesariamente a la tarea de situar nuestras propias coordenadas de lectura. Sólo así podremos determinar la relevancia de sus preguntas y planteamientos –en torno a las diferencias, a la articulación de las opresiones, a las alianzas, a la transnacionalidad, etc.– en nuestro propio contexto con el fin de no asumirlos desde la generalización, la ahistoricidad y la desmemoria. La política de la localización, a la que nos aproximan estas lecturas, pone en primer término la comprensión de la especificidad de nuestros conocimientos y posiciones situadas. En este sentido, señalaremos algunos puntos de distancia y cercanía con respecto a las reflexiones que aquí presentamos.
En cuanto a lo primero es preciso advertir que buena parte de las voces feministas de color emergen a partir de los 70 (y mucho antes si nos remontamos al legado de Sojourner Truth y otras protagonistas de los movimientos abolicionista y sufragista a mediados del XIX) en un entorno nacional multiracial de hegemonía anglosajona profundamente racista y desigual. La diversidad étnica –frente a la negación del hecho multiétnico en la historia española– está en la constitución misma de la nación estadounidense y tiene como precedentes el genocidio de la población autóctona por parte de los colonizadores ingleses, el esclavismo y las migraciones primero desde Europa y Asia y más tarde desde América Latina y el Caribe, cada una en su especificidad. La historia de la dominación de las gentes de color es la historia de estos procesos coloniales y poscoloniales y de las sucesivas clasificaciones, jerarquizaciones y explotaciones a las que dieron lugar a lo largo del desarrollo del capitalismo. Es, así mismo, como nos muestran Anzaldúa y Levins Morales, la historia de las identidades construidas y reconstruidas en la diáspora y la hibridación, es decir, en los desplazamientos y experiencias multilocales o pertenencias múltiples. Una reconfiguración que, en la actualidad, como advierten Alexander y Mohanty, contribuye a confundir los escenarios poscoloniales y transnacionales. Y es, finalmente, la historia de unas relaciones multiraciales que no responden únicamente a contactos binarios –por ejemplo, entre mujeres blancas y negras en el feminismo– sino a conflictos y solidaridades que atraviesan las diferencias de origen, raza, clase y género y ponen en diálogo a mujeres con constituciones múltiples y complejas que se remiten a sus propias genealogías (Lorde 2003 y Rich 2001). El caso de Gran Bretaña, en el que se ubica el trabajo de Avtar Brah, está vinculado al destino de la India británica y la Commonwealth, al Caribe y, en general, al desarrollo de las diásporas originadas a partir de la extensión y poder del imperio británico. De modo que las voces de las mujeres negras y de color, autóctonas y desplazadas que hablan en y a través de estos textos responden hoy a una larga trayectoria histórica atravesada por la raza y fuertemente puntuada en las últimas décadas por las luchas poscoloniales de las décadas de 1960 y 1970 y los movimientos de liberación racial, fundamentalmente el movimiento negro en Estados Unidos.
El proceso de toma de palabra de las que hasta ahora habían sido objeto de etnografías en el marco de los estudios de área ha sido imparable, también en el ámbito académico, y está desequilibrando sin remisión los discursos del feminismo blanco de clase media, el legado de Friedan tan criticado por Hooks, desde el que se han producido algunos análisis supuestamente universales que hoy se revelan en su parcialidad (por ejemplo, en lo concerniente a la familia, el Estado o el trabajo) y otros, que como sugiere Walby al hilo de las reflexiones de Mohanty, han de ser desechados por erróneos y deliberadamente sesgados (Mohanty 2002, p. 502). La crisis y revisión de los análisis liberales y socialistas del feminismo hegemónico, particularmente en su olvido de la raza y la sexualidad, es una tarea central a la que nos invitan las autoras reunidas en esta colección.
Nosotras las leemos en la actualidad desde un Estado-nación, una región y un movimiento con rasgos específicos. La homogeneidad racial en España, con la excepción notable de la población gitana, históricamente discriminada, ha sido un hecho profundamente afianzado en la conciencia de la identidad nacional desde el siglo XV. La expulsión de judíos y moros, la posterior persecución de los conversos sujetos a una constante sospecha y la célebre pureza de sangre como garante de la pureza de fe penetró el imaginario social español y determinó la formación de un Estado colonial en el que la diferencia racial quedó desde épocas tempranas relegada a las sociedades conquistadas, en las que se implantaron disposiciones legales, religiosas y tributarias destinadas a ordenar el estatus social y las ocupaciones de españoles peninsulares, criollos, mestizos, mulatos e indígenas. La intensa experiencia de dominación racial, cultural y sexual[9] y las disquisiciones que las acompañaron –en Las Casas o Guamán Poma, por citar dos ejemplos paradigmáticos– apenas alteraron la homogeneidad en las concepciones de la identidad católica y de sangre pura –antecedente del concepto moderno de raza– al otro lado del Atlántico[10]. Tal y como explica Mignolo (2003) a partir de Quijano, la invención de América introdujo una categoría fundamental en el imaginario occidental, la de raza, aunque paradójicamente, este mismo imaginario tendió a ocultarla. Así, el pensamiento de la modernidad giró en torno a la raza –a la clasificación, caracterización, estudio e incluso exposición de los otros– justamente con el ánimo de delimitar las fronteras entre bárbaros y civilizados y no confundirse con los sujetos racializados y colonizados. La supresión de esta frontera de color en nuestras genealogías políticas e intelectuales ha sido una constante a la que sólo recientemente hemos comenzado a aproximarnos de la mano de quienes sí han contado estas historias inadecuadas desde el otro lado.
También para la izquierda, dando un enorme salto que tendremos que ir salvando en lo colectivo, el colonialismo fue una experiencia de violencia, explotación y dependencia que tuvo lugar en el Tercer Mundo. En este sentido y en lo que concierne a las Américas, 1992 se reveló como un acontecimiento sorprendente al poner de manifiesto la desconexión que desde la crítica existía entre el espíritu antiimperialista (centrado desde finales de la década de 1980 en la acción contrainsurgente en Centroamérica) y la comprensión de las relaciones actuales e históricas entre los intereses de las empresas españolas y globales, los Estado e instituciones internacionales y las excolonias. El escenario poscolonial –el de principios del siglo XX, el de las viejas nostalgias imperiales del franquismo y, más recientemente, el del neocolonialismo global– permanecen escasamente dibujados, también en sus aspectos religiosos, a pesar de los discursos subalternos que no han cesado de emerger desde las periferias externas e internas. Los movimientos sociales, incluido el feminista, que crecieron al calor del antifranquismo tematizaron el conflicto de clases y la cuestión nacional sin verse obligados a afrontar la diferencia racial, el propio concepto de raza, dentro de las fronteras del Estado, ni siquiera por la influencia ejercida desde otros países europeos a partir del fascismo, de la persecución de los judíos y el impacto, muchas veces soterrado, que todo esto tuvo en la identidad europea (Braidotti 1999 y 2003). El antisemitismo de izquierda y derecha y sus allegados eugenésicos permanecieron incuestionados.
El internacionalismo penetró los «nuevos» movimientos sociales –el feminismo, el ecologismo, el pacifismo– a finales de la década de 1980 convirtiendo la solidaridad con el Tercer Mundo y con los movimientos de lucha en contra de las renovadas dependencias imperiales, el neoliberalismo, en un asunto de intervención desde un esquema de apoyo o solidaridad en la distancia. Este espíritu pervivió de forma mucho más acentuada bajo la nueva matriz institucional y de ONGs que se desató tras el encuentro de Beijin de 1995 y los foros mundiales subsiguientes; la pobreza, el subdesarrollo y, más recientemente, la sostenibilidad quedaron definitivamente petrificadas en las agendas institucionales del capitalismo compensatorio. La historia colonial, el lado oscuro de la modernidad, continuó estando más o menos oculta, al igual que los vínculos entre los distintos sujetos y comunidades implicadas en los diseños globales, desde la planta de ensamblaje fronteriza hasta la nueva sarta de servicios dispersos de la ciudad-fábrica. Los límites en la forma de abordar el neocolonialismo en el Estado Español tenían que ver, de una parte, con la inexistencia de un análisis de las sociedades coloniales en su conexión bidireccional con las metrópolis y su evolución histórica en el seno de la modernidad y, de otra, con los límites de la izquierda para afrontar los efectos económicos, sociales y culturales de la globalización más allá del marco geográfico norte-sur, Primer y Tercer Mundo (Mohanty 2002).
A pesar de todo, los llamados movimientos de solidaridad de finales de la década de 1980 y principios de 1990 fueron poco a poco tematizando cuestiones como la dependencia que genera la deuda externa y los planes de ajuste estructural o los derechos culturales, medioambientales, territoriales y económicos de los pueblos indígenas. Las brigadas de solidaridad, organizadas a caballo entre movimientos de mujeres a ambos lados del Atlántico, la participación en encuentros Latinoamericanos y del Caribe y los flujos de textos y activistas que atravesaron el charco (dirigiéndose también hacia otras regiones, bajo el influjo colonial español, como el Sahara Occidental) constituyeron una experiencia de encuentro y aprendizaje mutuo enormemente valiosa aunque limitada. En cualquier caso, las diferencias en el seno del movimiento feminista no estuvieron atravesadas por la raza, como sucedió desde sus inicios en Estados Unidos, sino por una historia de géneros, clases y, en todo caso, sexualidades, aunque esto último continuó siendo una materia en disputa (Buxán 1997).
Ya a finales de los ochenta, y aquí nos acercamos a los puntos de cercanía entre nuestra realidad y las coordenadas de producción de los textos incluidos en la presente colección, las nuevas migraciones –desde América Latina, Marruecos y el Africa subsahariana– comenzaron a modificar la imagen de homogeneidad racial (y de origen) que había prevalecido en España, en parte gracias a la negación de la minoría gitana y del legado colonial (crítico, se entiende, ya que el franquismo siempre hizo gala de la supremacía española en términos de raza). Las mujeres dominicanas fueron por distintos motivos noticia[11] y los grupos y planteamientos antiracistas y en defensa de los derechos de los inmigrantes, que en otros países europeos, fundamentalmente en aquellos que como Francia, Alemania, Bélgica y Holanda contaban con un proceso migratorio anterior, comenzaron a aglutinarse tímidamente en el contexto de la izquierda española tras la promulgación de la primera ley de extranjería en 1985. En ocasiones, como ocurrió y ocurre en el feminismo autóctono europeo, la migración estuvo dominada por la definición de las agendas mediáticas y su obsesión por los peligros del multiculturalismo, sobretodo en lo que concierne a las mujeres (a las occidentales y a «las otras» invariablemente victimizadas), una tendencia que ya existía en las versiones tercermundistas sobre el progreso y la liberación de la mujer. En muchos casos provenientes de Francia, estos debates adoptan un carácter ilustrado y eurocéntrico cuando no abiertamente cínico[12]. Por otro lado, el propio nivel organizativo de los grupos migrantes y, en particular, de las mujeres inmigrantes, mucho más frágil que el que se da en otros países comparables como Italia, y el nuevo papel de España como guardiana de la frontera sur y atlántica europea en una atmósfera cada vez más dominada por el miedo y los discursos securitarios sigue dificultado la proliferación de otras voces en estos debates[13]. Las experiencias feministas, migrantes o no, en este terreno son escasas, se podría decir incluso que han retrocedido en algunos aspectos o sencillamente modificado su composición, hoy mucho más cercana al formato establecido de las ONGs. Dejando a un lado la riqueza organizativa de las mujeres dominicanas y los grupos que las apoyaron a principios de los 90[14] y otras experiencias que surgieron anteriormente a partir de los desplazamientos políticos desde países como Argentina, Chile o Perú, el feminismo carecía de una práctica de alianzas y tematización de la migración y el asilo. Ni siquiera existía una reflexión sobre la propia migración española, mucho menos en femenino, hacia otros países europeos durante las décadas de 1950 y 1960[15].
En nuestros días, la recepción de esta nueva realidad por parte de los grupos feministas españoles continua siendo ambivalente, podríamos incluso decir errada en cuanto al foco y al modo de abordar algunas discusiones de forma reflexiva y situada. Las cuestiones relativas a los derechos de ciudadanía, al trasvase de desigualdades, a la feminización de la pobreza o la migración, a la articulación del racismo y el sexismo en las representaciones y las prácticas cotidianas, al reajuste de las desigualdades de género en origen, destino y entre medias –fenómeno que se deja ver con rotundidad en el trabajo sexual, doméstico y de cuidado– y a las asimetrías que esto genera en un movimiento tremendamente fragmentado y homogeneo en cuanto a la raza y al origen ceden protagonismo a otros debates, deliberadamente promovidos desde los medios y las instituciones como el célebre asunto del velo, la ablación del clítoris o el tráfico de mujeres, epítomes todos ellos de la opresión de las que hasta ahora poblaban el Tercer Mundo[16]. En Italia, el empuje de las inmigrantes en algunas regiones como la Toscana está empezando a trastocar los presupuestos y formas de acción del feminismo blanco autóctono en asuntos tan importantes como la representación, la encarnación del liderazgo y las demandas centrales –por ejemplo en lo que se refiere a la división étnica del trabajo y las relaciones de poder– de un movimiento de mujeres cada vez más consciente de los flujos transnacionales y del privilegio epistémico, sin garantías, de las posiciones de las migrantes[17]. No se trata ya del acercamiento, paternalista o no, a las otras siempre demasiado lejanas, de la solidaridad como expresión política de diferencias inasimilables e inevitablemente distantes entre sí sino, como sugieren Bhavnani, Brah, Alexander y Mohanty, de la construcción de alianzas transnacionales que cortocircuiten el relativismo , el localismo y la esencialización de las diferencias.
Las experiencias en este terreno desde La Eskalera Karakola han sido diversas y no siempre fructíferas. En el marco del Encuentro contra el neoliberalismo y por la humanidad, en 1997, La Karakola organizó junto a otras compañeras una mesa de género en la que se pusieron sobre la mesa algunas aportaciones en torno a las estratificaciones de y entre mujeres producidas por el neoliberalismo a escala mundial. Ahí nos topamos con los nuevos retos que lanzaba el zapatismo, desde el que que no se reclamaba ayuda o se alimentaba el imaginario de la victimización, sino que se hablaba abiertamente de las diferencias (también en el seno del zapatismo) –una nueva humanidad– para revisar desde esta riqueza nuestras implicaciones múltiples en los circuitos globales. La cuestión, empleando una expresión de Mohanty, estaba en las «diferencias comunes»[18]. En 1998 se realizó un taller –Encuentro y Contraste– junto a mujeres inmigrantes, la mayoría trabajadoras domésticas marroquíes, que puso de manifiesto la asimetría de nuestras realidades y los obstáculos a la hora propugnar un marco que no fuera ni el estrictamente asistencial ni el estrictamente culturalista, algo sobre lo que continuamos reflexionando al calor del sentido de la autogestión[19]. Entender la Karakola como un espacio público que se encuentra atravesado por eso que llamamos ‘autogestión’, nos enfrenta con estas cuestiones desde distintos límites y aperturas. Por una parte, una apuesta fuerte, sobre todo desde el feminismo pero también desde la okupación y la lucha anticapitalista: romper con los discursos paternalistas y victimistas que nuestra propia experiencia específica no nos había enseñado, excepto, como hemos señalado, en las cuestiones que se abrían en torno a la tradición de solidaridad internacionalista, pero que habían seguido dejando la cuestión como ‘la cuestión de las otras’. Por otro lado, ser capaces, al mismo tiempo que intentamos tejer ese nuevo común, no hacer de las diferencias un espacio invisibilizado. Es decir, a medida que nuestro entorno se ha ido transformando, en pro de cierto discurso de la izquierda en torno a la igualdad, en pro también de una convivencia deseada, novedosa y radicalmete distinta ‘otra’, en pro también de un no habernos sabido enfrentar y dar nombre a la cuestión, el camino ha sido más bien allanado y las diferencias, más de las veces, suprimidas. La apuesta por la autogestión tiene que ver con construir un espacio com-partido desde lo colectivo; pero para tomar, provocar e impulsar ese ‘tomar parte- con’, debemos enfrentarnos con la cuestión y el problema al que nos invitan las ‘diferencias’ ( proyectos en este sentido como el que mencionábamos de la Casa de la Diferencia que abría su primera sesión con las palabras de Audre Lorde: ‘Ha hecho falta un cierto tiempo para darnos cuenta de que nuestro lugar era precisamente la casa de la diferencia, más que la seguridad de una diferencia en particular’). El reto, articularlas desde su especificidad. Desde la Karakola estas posiciones diferenciales han sido fuente de encuentros, pero también de incompresiones y de conflictos. No sólo la cuestión étnica y racial que nos coloca en emplazamientos radicalmente distintos a la hora de ver quién tiene papeles, quién no, a quién le insultan por la calle y quién tiene miedo de volver de noche sola en muchas zonas de este Madrid; quién tiene que trabajar de qué y en qué condiciones, quién no puede acompañarnos a las acciones en la calle y por qué. Pero también la cuestión de la sexualidad y qué significa construir un espacio de visibilidad para todo esto que históricamente ha formado parte del lado oscuro; qué significa que yo sea bollo o trans, en mi curro o en la propia casa, en las fronteras imaginarias a la hora de ligar, por ejemplo, en aquellos tiempos de finales de los 90 en los que el tema de las agresiones estaba a flor de piel y si una era bollo la cosa siempre se complicaba por mil. Diferencias que se plasmaban por ejemplo en el conflicto del proyecto nunca consagrado de publicación de una revista por todo lo alto que sacó a la luz lo que para algunas significó la invisibilidad constante de ese ser lesbianas que de alguna forma se estaba neutralizando.
El paso de ese internacionalismo solidario al pensamiento y la política transnacional tiene que ver con pensar que las diferencias, como el texto de Audre Lorde, se encuentran también en nuestra propia casa. Empezar a encararlas es un proceso que no ha surgido de la nada; empezar a darles nombres es empezar a pensar y articular su potencial político. Está claro que en este camino, desde lo que significa hacerlo desde un proyecto autogestionado de un espacio público como la Karakola, nos encontramos con límites imperativos. Imperativos porque hay diferencias que es muy difícil que se encuentren, ¿dónde comparar o encontrarse con los intereses y posibilidades- de tiempo, de fuerzas, de ganas- de mujeres migrantes que libran un día a la semana? En este sentido, es cierto que nuestras diferencias de alguna forma son ‘asimilables’ para nosotras mismas (pese a ser rumanas, turcas, negras, americanas, bollos, trans, etc, compartimos ciertas trayectorias parecidas que nos sitúan en universos comunes) y a veces para la mirada externa.
Lo cierto es que compartimos esta vivencia de las diferencias sin alcanzar todas sus derivas subjetivas, toda la potencialidad personal y política que este encuentro demandaba. Algo que sigue sucediendo en la medida en que la composición de La Karakola se ha ido nutriendo de mujeres de otros orígenes y situaciones legales y laborales, a medida que Lavapiés se ha ido transformando en un entorno multiétnico objeto de representaciones y políticas segregacionistas, de conflictos internos y acciones que tratan de visibilizar la diversidad como riqueza[20]. Por el camino nos hablamos también con otras mujeres que nos recordaron, a veces desde el prejuicio, otras desde lo inescapable de nuestras posiciones sexuales, geográficas, raciales, generacionales y de conocimiento, en definitiva, políticas, que eramos diferentes y que, además, nuestras diferencias se cruzaban de formas problemáticas, algo que no ha dejado de originar encontronazos, dolores y desconfianzas invariablemente demasiado escoradas hacia el enquistamiento. También nos ha traido aprendizajes y pasiones cambiantes a lo largo de estos siete años en común. En 1998, le entramos al asunto desde otro ángulo y pusimos en marcha un taller de reflexión intercultural: el Taller de Herramientas contra el Racismo; una acción que juntaba cuestiones de producción discursiva y representación, también en el entorno del antiracismo y el antifascismo, éste último muy apegado a un imaginario machista, simplista y totalizador, y de articulación política en las que se entrecruzaba el feminismo, el antiracismo, el anticapitalismo y las luchas sexuales[21]. El resultado fue aceptable; generó debates e introdujo complejidad al detenerse sobre algunas generalizaciones e invisibilidades sobre las que seguimos pensando entre nosotras, por ejemplo, desde lugares como La Casa de la Diferencia, y al intervenir en otras luchas. Con posterioridad ha sido una herramienta a disposición de distintas gentes y movimientos; por ejemplo, durante los encierros y la lucha contra la Ley de Extranjería de 2001. Esta breve historia, sumamente parcial e incompleta, nos trae a proyectos aliados más recientes, que como Precarias a la Deriva o Retóricas del Género, han optado por una política de la articulación que conjuga «los lugares comunes» y las «singularidades a potenciar», también las sexuales y las que nos enfrentan de modo diferencial a las desigualdades y explotaciones en una sociedad de migración y división sexual del trabajo. La operatividad política que todo esto vaya adquiriendo desde aquí, desde nuestra localización española, europea y mundial, algo que hemos intuido parcialmente junto a otras en las confluencias y divergencias del movimiento de resistencia global, dependerá de nuestra capacidad para construir alianzas a través de las diferencias, una invitación que nos lanzan los textos de esta colección.
Nosotras habitamos estos dilemas en un sentido muy concreto, por ejemplo, cuando nuestras luchas son tachadas de ridículas o identitarias, cuando nos atrincheramos en la diferencia como un modo de escapar a las apuestas comunes o a la inversa, cuando lo supuestamente común oculta posiciones excluidas del diálogo o cuando nos resentimos de las fracturas que existen entre nuestra práctica y otras realidades de racismo, exclusión y precarización que nos rodean y con las que apenas establecemos conexiones, cuanto menos alianzas. Nos afirmamos en la parcialidad; no representamos lo que no somos, aún así nos cuesta expresar todo lo que somos. Pero buscamos confluencias y tratamos de explicitar, con mayor o menor éxito, aquellas en las que estamos involucradas: en el ámbito de un barrio «europeo» marcado por la obsesión securitaria en torno al «problema de la migración» y planes urbanísticos excluyentes, en la precarización de nuestra existencia, precariedades diversas en cuanto a su valor social y salarial, en un movimiento feminista institucionalizado, desanimado o escasamente interpelado por las nuevas desigualdades, en un movimiento de okupación acosado por el desalojo constante de las iniciativas de cooperación en el que en ocasiones nos cuesta reconocernos como feministas, en una confluencia «no global» que no llega a constituirse como articulación de multiplicidades propositivas, en una constitución queer en pos de una política pública, en una casa atravesada por la ruina inminente y el deseo de recomponer nuestra presencia pública y nuestros desafíos a la especulación y a la negación de lo común no estatal. Flujos, todos ellos, de lo global en nuestras localizaciones que nos instan a retomar, en lo que nos toca, la crítica al capitalismo heteropatriarcal y racista, tal y como sugieren Bhavnani y Coulson, como un complejo cruce de opresiones que no son contiguas sino que se articulan gracias, entre otras cosas, a la mediación estatal desde la que se asignan los lugares que han de ocupar los distintos sujetos sexuados y racializados.
Los retos, por ejemplo, la cuestión de la subsunción de las diferencias en el capitalismo, son cuestiones cruciales para la acción política en estos tiempos que corren. Tiempos en los que el capital consigue regenerarse y nutrirse a través precisamente de esas diferencias. La capacidad del capital de absorber y reabsorber por ejemplo las encrucijadas que plantea la migración (desde la criminalización y el paternalismo mediático hasta las propuestas multiculturales como ocurre en el caso espeluznante del Forum 2004 de Barcelona), o las revueltas sexuales y la mercantilización progresiva del movimiento gay y lésbico, o el neutralizar la participación ciudadana real por medio de nuevas estructuras de poder como lo son las concejalías de ‘participación ciudadana’ y sus constantes acercamientos a ‘lo social’. Pero también la criminalización de los movimientos sociales y de cualquier espacio de resistencia, la creación de modelos y representaciones de los modos de vida, de lo que somos, y de lo que seremos, en formato nuevo, vaciado y desnatado, que nos devuelven imágenes y representaciones que al fin y al cabo conforman el mundo, aunque, al fin y al cabo, nunca de forma total y por eso mismo, en forma de máquinas que contienen en su propio interior la posibilidad de la rebelión.
Esa capacidad del capital de subsuncion tiene que ver con la idea y venta de un modelo absolutamnete vaciado y esencialmente homogeneizador. Un modelo que no trata las diferencias en si mismas, sino que las sigue utilizando como parte de un todo en el que funcionan como meras partes de la maquinaria capitalista que sigue produciendo clasificaciones, segmentaciones y fronteras compactas, inmóviles y homogéneas. La política se convierte entonces en la tarea constante que nos invita a ser capaces de subvertir esos modos de vida que nos depura el capital, potenciar las diferencias y las singularidades, y articular espacios realmente potentes que desafíen los límites impuestos del orden heteropatriarcal en pos de una democracia feminista.
Referencias
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ESTE PROLOGO COMO PROYECTO COLECTIVO
Este prólogo surge como una iniciativa colectiva que pretendía ser un proceso realmente desafiante en muchos sentidos. Escribir un algo entre todas que tuviese que ver con lo que todos estos textos nos dicen, nos llaman, nos seducen. Así comenzamos. Como otros espacios de discusión que se han dado en la Karakola (como la Escuela de Feminismo o simplemente en muchas ocasiones más de las que puedo o me gustaría recordar, la propia asamblea de los martes), un reto colectivo de estas dimensiones supone, en primer lugar, un apasionamiento precioso que nos sorprende siempre por caminos y derroteros insospechados. Sabíamos de nuestras diferencias, pero también sabiamos que esto no tiene porqué constituir un límite, sino incluso hacer el reto más interesante. Diferencias de experiencias, diferencias de niveles de relación con los textos, diferencias de planteamientos, diferentes perspectivas. Sin embargo, por una parte, en esta ocasión no hemos sabido gestionar bien esas diferencias. Por otro lado, la urgencia de lo que supone tener que realizar un producto con unos plazos y tiempos nos ha lanzado a otra dimensión: la que va del paso de un proceso colectivo a la de un trabajo que escriben (escribimos) cuatro de forma acuciante, sin espacio apenas para la reflexión y sobre todo sabiendo que nos hemos topado con una especie de conflicto un tanto irresoluble: dadas las diferencias, ¿hubiésemos podido realmente con otros tiempos realizar este proyecto? ¿Cómo se gestiona el saber colectivo? ¿Qué papeles nos otorgan esas gestiones a cada una? ¿Qué tipo de relaciones de poder se estabilizan o se cuestionan?
En cualquier caso, lo que si ponemos sobre la mesa, es el hecho de que este proyecto haya servido para animar más aún el debate acerca de las relaciones entre la generación del saber colectivo por una parte y el saber individual por otra, sin perder de vista la indisociabilidad de ambos y el constante contagio hiperenriquecido que produce momentos como los que tuvimos en esas primeras reuniones. Pero también para preguntarnos cómo se hace entonces cuando la urgencia debe materializarse en un resultado (en este caso llamado prólogo), también para pensar el valor de los procesos colectivos y la apuesta que los mismos requieren. También para vernos a cada una en un papel que quizás es necesario desestabilizar. Quizás, sobre todo, para poner todas estas cuestiones sobre la mesa, que nos significa sino encararlas y politizarlas. Al hilo de todas estas pasiones y de todos estos afectos, con la cabeza bullendo y con el deseo ferviente de colectivizar este andar que siempre pensamos como proceso constante inherente a la construcción de otras relaciones y otras formas de entendernos, al hilo de todo esto, al hilo y al calor, de estos límites con los que cotidianamente nos topamos, surge este prólogo, como diálogo también constante con los textos y sus autoras.
Notas
[1] Hull, Gloria T., Scott, Patricia Bell y Smith, Barbara (eds.) (1982), All the Women Are White, All Blacks are Men, But Some of Us are Brave. New York: The Feminist Press. [2] Anzaldúa, Gloria (1987) Borderlands/La Frontera. The New Mestiza. San Francisco: Aunt Lute. [3] Moraga, Cherrie y Anzaldúa, Gloria (eds.) (1981) This Bridge Called My Back: Writings by Radical Women of Color. Watertown: Persefone. [4] Anzaldúa, Gloria (ed.) (1990) Haciendo Caras/Making Face, Making Soul: Creative and Critical Perspectives by Women of Color. San Francisco: Aunt Lute. [5] Brah, Avtar (1996) «Difference, Diversity, Differentiation», en Cartographies of Diaspora. Contesting Identities. London and New York: Routledge: 95-127. (Traducido en esta colección). [6] Trinh T. Minh-ha (ed.) (1986-1987) «She, the Inappropiate/d Other. Special Issue on Third World Women», Discourse 8: Fall-Winter 1986-1987. [7] Mohanty, Chandra Talpade y Alexander, Jaqui (eds.) (1997) Feminist Genealogies, Colonial Legacies, Democratic Futures. New York and London: Routledge. [8] Brah, Avtar (1996) «Difference, Diversity, Differentiation», en Cartographies of Diaspora. Contesting Identities. London and New York: Routledge: 95-127. (Traducido en esta colección). [9] Sobre la que se reflexiona en la colección de textos compilados por Stolcke (1993). [10] La «distinción racial interna», iniciada por los criollos de descendencia británica en Estados Unidos, se produjo en Europa entre cristianos protestantes del norte y anglos, por un lado, y cristianos católicos del sur y latinos, por otro (Mignolo 2003, p. 46). [11] Hay que recordar aquí el asesinato de Lucrecia Pérez en 1992, pero también la creciente visibilidad y organización de algunos grupos migrantes. [12] En particular, cuando se alude como hacen algunos grupos, en sintonía con las estratificaciones laborales que favorece la extranjería, a la incorporación de las españolas al mercado laboral, el envejecimiento de la población autóctona y la necesidad de mano de obra inmigrante femenina ante las carencias de los servicios sociales. www.sindominio.net/precarias [13] Como las que se dejaron oir durante los encierros –incluido uno de mujeres en Barcelona– que siguieron a la aprobación de la Ley de Extranjería de 2001. www.nodo50.org/racismo/home.htm [14] Gina Gallardo y María Paredes, dos de las protagonistas en la reflexión y la organización de las dominicanas en aquel periodo, estuvieron en la creación de AMDE en 1990 (Gallardo 1995). [15] Reflexión que comenzaría a darse mucho después, por ejemplo, en los trabajos audiovisuales Memoria interior de María Ruido en 2002 o en 30 años de paso, de Lourdes Izagirre Ondarra y Marina Caba Rall en 1999; ambos sobre la migración española a Alemania. [16] Una reedición de estos debates, tan apreciados por algunos sectores del feminismo institucional, ha tenido lugar recientemente (diciembre 2003) en Francia a partir del ya tradicional polémica de la hiyab –adviértase que el crucifijo nunca ha despertado semejantes pasiones– y la escuela pública con el pronunciamiento de destacadas figuras del feminismo. [17]www.puntodipartenza.org. A este respecto se podrían mencionar otras muchas experiencias en el contexto europeo como la de Respect o las Mujeres sin Rostro desde Alemania. [18] Y aquí Mohanty, en su enfrentamiento a las derivas posmodernas no deja espacio para la duda: «No se está leyendo bien mi trabajo cuando se interpreta que estoy en contra de cualquier forma de generalización y como si defendiera las diferencias por encima de lo común. Esta lectura errada tiene lugar en el contexto de un discurso posmodernista hegemónico que etiqueta como ‘totalización’ cualquier conexión sistémica y enfatiza únicamente la mutabilidad y construtividad de las identidades y estructuras sociales. (…) En 1986 [se refiere a su texto ‘Under Western Eyes’] mi prioridad era la diferencia, sin embargo, ahora quiero rescatar y reiterar su pleno sentido, que siempre estuvo ahí, y que se refiere a su conexión con lo universal. (…) El reto es ver cómo las diferencias nos permiten explicar mejor y de un modo más preciso las conexiones y cruces de fronteras, cómo el especificar la diferencia nos permite teorizar los problemas universales en un sentido más completo. Es esta iniciativa intelectual la que impulsa mi interés por que mujeres de distintas comunidades e identidades construyan coaliciones y solidaridades transfronterizas.» (2002, pp. 504-505) [19] Estas y otras reflexiones quedaban recogidas en Vega, C. «Extranjeras en la ciudad. Itinerarios de mujeres inmigrantes y okupas en el barrio de Lavapiés», www.habitat.aq.upm.es/boletin/n8/acveg.html#Piepag1 [20] En este sentido cabe mencionar las acciones, desde 1997, de La Red de Lavapiés o nuestras propias intervenciones en contra de la violencia machista en 1999. [21] En esta iniciativa se ponían en juego algunas de nuestras ideas, más o menos compartidas, sobre la posibilidad de repensar los binomios: la diferencia y lo común y lo material y discursivo más allá de las políticas de la identidad y del culturalismo con el que habitualmente se desacreditan las propuestas feministas de actuación sobre el simbólico.