Lucía
Por Susana Viau / PAGINA 12
Jaime sale del hotel y nos abraza. "¡Hola, mujer! –dice– ¿Siempre con el
pitillo, ¿eh?. ¿Cuánto fumas?" Trae unas publicaciones y nos las
entrega. Sé muy bien el porqué de ese reto afectuoso. Durante
el viaje en auto hasta el lugar donde nos esperan hablamos de la gente de Madrid,
de sus vidas, de la política, de Manolo y Margarita, cuyo hijo mayor,
el niño que nosotros conocimos, es hoy un referente de los autónomos
en Berlín; del coronel de izquierda y pacifista Luis Otero y de su mujer,
Carmen, una socióloga de armas llevar, del otro Manolo, Revuelta, el
periodista que está sacando un periódico contra el ataque americano
a Irak. Todos, de algún modo, están allí donde los dejamos.
Siguen siendo los que eran y pensando lo que pensaban. Mientras continúa
el repaso miro las publicaciones que han quedado sobre el asiento. Una de ellas
tiene una tapa esfumada y rojiza en la que se ve, en el primer plano de una
manifestación, una linda muchacha con el puño en alto. Vuelvo
a mirar y descubro que esa chica es Lucía y que el folleto recoge algunos
de sus trabajos sobre feminismo. Lucía, Lucía González
Alonso, es la única que ya no está.
Lucía, la mujer de Jaime, murió hace dos años y algo más
a causa de un cáncer de pulmón: tenía 53 y era una fumadora
empedernida. Los conocimos a poco de llegar a Madrid. Eran trotskistas, fraternos,
solidarios. Comenzaba la transición y nosotros no estábamos aún
en condiciones de entender esa especie de melancolía que se les adivinaba
pese al entusiasmo y la persistencia. Recién empezábamos a andar
el exilio; ellos ya habían atravesado esa experiencia. Lucía nació
en 1947 en Chamberí, en el corazón de Madrid. La enviaron a un
colegio de monjas y después, igual que Jaime, estudió ciencias
políticas, tuvo el carnet 405 de la Asociación Española
de Mujeres Universitarias, fue miembro de la Federación Universitaria
Democrática de Estudiantes y se vinculó a los trotskistas; por
esos días, Jaime Pastor Verdú, su compañero, militaba en
el Frente de Liberación Popular, el Felipe, un grupo de ambiciones insurgentes
por el que rondó buena parte del progresismo (Felipe González,
por ejemplo, bajo el seudónimo de Isidoro). La dictadura libró
orden de captura contra ambos. En 1971 se le inició a Lucía un
proceso judicial y en rebeldía fue condenada a cinco años de cárcel.
Tenía veinticuatro años. Se refugió en Francia. Colaboraba
con las Ediciones Ruedo Ibérico para las que, con Jaime, llevó
al castellano los capítulos de la Historia de la Revolución Rusa
de Trotski que Andreu Nin no alcanzó a traducir. Francia era el terreno
propicio para unir a los nuevos resistentes con los antiguos militantes: Juan
Andrade, fundador del PCE y del POUM, y María Teresa García Banús,
responsable del Secretariado Femenino del POUM, eran, pese a la diferencia de
edad, sus amigos. A fines del ‘72, Jaime y Lucía regresaron clandestinos
a España para incorporarse a la dirección de su organización:
en 1982 nació Elías, el hijo de esa intensa relación personal
y política.
La enfermedad, detectada el mismo año de su muerte, sólo limitó
su acción, ya entonces integrada a Izquierda Unida. Seguía siendo
una lectora apasionada, amaba la novela, mantenía intactas sus ideas
sobre la sociedad y las mujeres que, según señalaba, resultaban
las grandes excluidas del Manifiesto Comunista. "No voy a explicar cuáles
fueron las representaciones ideológicas que contribuyeron a la invisibilidad
de la situación del género femenino –sostuvo–, pero sí
voy a reclamar en el 150º aniversario del Manifiesto Comunista lo que supuso
la Declaración de los Sentimientos, de la que también este mes
de julio hemos celebrado los 150 años.
Al igual que el Manifiesto Comunista se redactó en vísperas de
los movimientos revolucionarios de 1848 para cambiar la orientación política
del movimiento obrero de su época, la declaración de las mujeres
reunidas en Seneca Falls representa la elaboración de los primeros ejes
políticos de otro movimiento social que a lo largo de siglo y medio sigue
intentando, con avances y retrocesos, conpropuestas unitarias y divisiones que
se le reconozca como portador de esas voces excluidas y repetidamente olvidadas
por el resto de las organizaciones políticas y sociales."
Lucía era una feminista convencida, una dirigente reconocida de la lucha
por los derechos de la mujer. Jaime, en las líneas cargadas de admiración
que escribió luego de su muerte hizo una alusión implícita
a las injusticias de la memoria: "... obviando aquí todo lo que
ella significó para mí en el plano más personal, sólo
me queda decir que, pese a no figurar en los libros al uso sobre la transición,
Lucía formó parte de esa minoría política activa,
llena de personas nada ‘famosas’, que jugó un papel destacado en la lucha
contra el franquismo y en la construcción del movimiento feminista".
Estos días parecen propicios para hablar de las Lucías de la izquierda
a través de Lucía, de las mujeres que, a diferencia de Louise
Michel, Luxemburgo, la Kolontai, Pasionaria o Federica Montseny, no serán
recordadas mañana pero pertenecen a su misma raza, están hechas
con la misma pasta. Porque la Historia –y habrá que darle la razón
a Napoleón– es apenas el conjunto de aquellas cosas que han tenido la
suerte de ser contadas.