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Operación Masacre en Avellaneda

Los oficios de Darío

Darío Santillán, con apenas 21 años, era una de las expresiones más puras del nuevo tipo de militante que emerge de las luchas populares en la Argentina a fines de la década del '90.
Un militante que resulta imprescindible para la justicia y la igualdad sencillamente porque no acepta los fundamentos del orden social y político dominante (una verdadera "disutopía" para casi todos los argentinos) mientras construye, cotidianamente, uno alternativo y porque conserva y resignifica los viejos sueños de amor y desmesura.
Un militante joven sin el lastre de los desengaños de las pasadas peripecias y por lo tanto no paralizado por la desconfianza, nada proclive a la descalificación política del otro por pertenencias presumibles, dispuesto siempre a relativizar la carga semántica de las definiciones político – ideológicas estrictas o estridentes.
Un militante que nunca cede ante las lisonjas de los juegos falsos y fáciles y que sabe esperar -paciente- en los remansos de la historia, un militante que le pone rumbo a la deriva y que funda un nosotros, en fin, un militante que sabe prescindir de los dictámenes y los presagios y andar por ahí, grávido de rebeldía y afecto, diciendo en voz baja que la libertad requiere de nuevas labores e indocilidades.
Darío edificaba viviendas y relaciones solidarias. Era un luchador social que había asumido un compromiso de vida con la transformación de una sociedad cada vez más injusta y una patria cada vez más ajena, un compromiso con prácticas (nunca con aparatos) que buscan invariablemente la autonomía de las organizaciones populares y la autoemancipación de los oprimidos, con prácticas que aportan nuevos saberes y valores, que buscan generar nuevas subjetividades con la aspiración de investir al pueblo de derechos y autoridad, lejos, muy lejos de cualquier actitud vanguardista. No conocíamos a Maximiliano Costeki pero queda claro que había comenzado a transitar el mismo camino. Ambos eran pibes de barrio que entendían que su futuro individual era inseparable del futuro de los pibes de todos los barrios, futuros que entonces hay que construir conjuntamente porque a todos esos pibes por igual se les niega.
El móvil de esta militancia, no tiene misterios, es la búsqueda de un lugar social digno, es el hambre que roe las entrañas y las ilusiones de los que sufren sin barullo y mueren en silencio. Los muertos de olvido, carne de estadística, de soledad, de punteros. Es la indignación ante los que oprimen y embrutecen a enormes contingentes de hombres y mujeres. Por eso Darío tenía palomas en sus ojos y en sus zapatos tenía agujeros y tierra, testigos del desdén de las calles de los barrios del sur del Gran Buenos Aires, y en las manos tenía las letras de todas sus hazañas cotidianas y sus pesares. Por eso la respuesta que obtuvo el periodista opaco que preguntó si Darío estaba armado, fue: "sí, estaba armado de paciencia". Por eso a Darío lo asesinan por la espalda mientras intentaba su último acto solidario.
¿Cómo medir el valor de un pibe como Darío en un país amancebado con santos de palo, en un país gobernado por felpudos insensibles, un país en el que la política consiste en el arte mediocre de convalidar y administrar las decisiones del poder?
Las máquinas - espantajos que lo mataron cobardemente, los que habitan las oficinas en las que se diseña la riqueza de unos pocos y la desdicha de las mayorías, el ministro que toma medidas siempre desquiciadas, las mascaritas del poder, sabían y saben lo que Darío significa. Aunque ahora quieran diferenciarse los dueños del circo, los payasos y las fieras, todos ellos saben que con pibes como Darío su mundo jerárquico y autoritario y sus privilegios corren peligro. Cómo no lo van a saber si el lugar de anclaje de la política dominante (oficial y opositora, incluyendo a la pseudoprogresista) consiste en respetar a rajatabla las tendencias hacia un estado neoliberal que apuesta a garantizar -a costa de la sangre de los trabajadores, como está visto- las "reglas del juego", los equilibrios macro – económicos y la creciente diferenciación entre la "política" y el "pueblo". Si los partidos políticos tradicionales y algunos no tan tradicionales no cuentan con militantes sino con gestores políticos, con especialistas de área, con aspirantes a la función pública, con activistas de aparato diplomados de caníbales, Darío era y expresa exactamente lo contrario.
Yo sé que Darío no se irá, resplandecerá en la rebeldía obstinada que siempre reverdea entretejida en la tela de los subsuelos y los invisibles preludios. Darío será sustento y vino que enturbiará los rituales de los que confunden sus caprichos con los derechos sociales, de los que creen que el saqueo es una fuente estable de recursos. Darío nos ayudará a sostener la ira para que las lágrimas se nos hagan escorpión o látigo, para pegar justo en el centro de la magia a la hora de la rebelión, para que la piedra se haga palabra y las canciones se hagan suburbio, para que la conciencia se encuentre con la dicha y viceversa.
Miguel Mazzeo
RETRUCO:
retruco@cadema.com.ar

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