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MARCHAS EN TODO EL PAIS A 26 AÑOS DEL GOLPE
Por qué esta vez es distinto Cientos de miles de personas, quizá
millones, marcharán en todas las ciudades del país a 26 años
del peor golpe de Estado de la historia, el 24 de marzo de 1976. La situación
es inédita: desde el alzamiento de Seineldín que el fantasma de
un golpe no estaba presente, la crisis política es única, la depresión
económica también y hay una tensión entre dos actitudes,
la de expandir las asambleas o la de impulsar una carrera armamentista de vecinos
con pánico.
Por Martín Granovsky
"Perdonar es ser cómplice", decía la bandera. No hablaba
de teología sino de política, estaba colocada en la cancha de
San Lorenzo y no frente al Congreso y todo quedaba claro con la firma de la
consigna: "24 de marzo de 2002". El recuerdo de los 26 años
del golpe de Estado, que se cumple hoy con marchas en todo el país, coincide
con la peor crisis económica, política y social de la democracia.
Y algo más: por primera vez desde 1983, con la sensación de que
la Argentina no tiene comprado para siempre el régimen democrático.
En los últimos años, las marchas por el "Nunca más"
a un golpe de Estado fueron creciendo en su canalizada espontaneidad. Estructuradas
sobre la base de los movimientos de derechos humanos, se convirtieron sin embargo
en una cita que combinó columnas de partidos y organizaciones sociales
con mucha, muchísima gente suelta.
A mediados de los ‘90 los juicios de la verdad y la nueva explosión de
la memoria sobre el horror masificaron cada convocatoria. Los derechos sociales
y la exclusión se incorporaron como nuevos temas. Pero por lo menos desde
que fue aplastada la rebelión de Mohamed Alí Seineldín
nunca había sucedido que un 24 de marzo quedara asociado a los antiguos
fantasmas de golpe.
En realidad, tampoco hoy los escenarios más posibles permiten imaginar
un golpe clásico, al estilo de los del ‘60 y, menos aún, de los
del ‘70. Los militares quedaron desarticulados por la guerra de Malvinas, el
juicio a las juntas, el ahogo fiscal y la desactivación de la tecla norteamericana,
que solía poner "on" a la intervención castrense. No
parece haber planes de complot ni proyectos cívico-militares serios y
sólidos como el de 1976. Pero fantasías negativas y simples preguntas
invaden la conversación de todos los días:
- Grandes empresarios volvieron a frecuentar a altos oficiales de las tres fuerzas
como parte de su agenda.
- El temor a una "anarquía" que nadie define es parte de las
discusiones, donde por cierto los militares no pierden oportunidad de proclamar
su fe democrática y su obediencia al poder civil.
- Washington aumentó su participación en asesoramiento militar
en Colombia ya no en procedimientos antinarcóticos sino en operaciones
antiguerrilleras. Es una escalada que no conviene subestimar, porque si la escalada
aumenta la presión sobre una participación militar de todo el
continente, empezando por la Argentina, será inevitable.
- Un tablero de desorden y falta de control político sobre el Gran Buenos
Aires, que por ahora ejerce Eduardo Duhalde –el único político
argentino capaz de hacerlo–, podría llevar, en los papeles, a que una
clase media cada vez más asustada termine pidiendo "orden".
- La degradación política, la bordaberrización o cientos
de muertos en un 20 de diciembre potenciado también forman parte de las
preguntas de la gente preocupada por el país.
Nada está cerrado. No hay un futuro maravilloso aquí a la vuelta,
pero tampoco las perspectivas más negras tienen su despliegue asegurado.
La espantosa recesión económica de más de cuatro años,
la fábrica de pobres que es este país, la falta de proyecto productivo
y la crisis de los partidos impiden cualquier predicción a más
de dos semanas (¿no será mucho? ¿no habrá que decir dos horas?),
mientras crecen tensiones que nadie sabe cómo se resolverán.
Para ponerlo en símbolos, porque la realidad es más entreverada
que cualquier esquema: en la clase media, ¿primarán las asambleas y los
cacerolazos? ¿O prevalecerá la carrera armamentista en countries, barrios
privados y negocios del Gran Buenos Aires?
En una curiosa repolitización en medio del descreimiento hacia los partidos,
las marchas de hoy mezclarán reivindicaciones de cacerola, que cada vez
se alejan más de la corralitis, con el recuerdo del golpe y, por ejemplo,
el pedido de una Justicia independiente que comience con la remoción
legal de la Corte Suprema.
¿Cuál será el futuro de las asambleas, si es que no sucumben saturadas
por el delirio de quienes proponen en ellas la nacionalización de todas
las empresas o la expropiación de los kulaks, los campesinos ricos de
la Rusia de los zares? Es difícil pensar que se transformen en una opción
de poder, pero pueden servir para recuperar el espacio público y discutir
cuestiones concretas, de la educación a la salud, pasando por una idea
de la seguridad que no consista en meter bala al primero que pase con cara de
"negrito". Si solo cumplen con esa función, habrán colaborado
para que una de las chances de una situación de caída violenta
como ésta –alguna forma de fascistización– no se concrete.
Como símbolo, las asambleas parecen el opuesto de los intentos de concentrar
en las armas toda respuesta a la crisis social. El sálvese quien pueda
sería, así, la contestación a la idea de que el estallido
consistirá en hordas que asolarán los sitios donde la clase media
trata de lamer las heridas que le está provocando este descenso brusco.
¿Es razonable pensar que bandas de ladrones saquearán los countries y
los barrios privados, donde enfrentarán seguro grandes bajas por los
ejércitos que controlan cada perímetro? Y si pasa, ¿hay, en serio,
posibilidad de salvación? ¿El poder político no debería
articular también allí formas de uso de los espacios públicos
que supongan, al menos, una huida hacia adelante, un escape de la encerrona
de los nuevos Winchester?
En estas condiciones, no está nada mal que cientos de miles, millones
quizá, salgan hoy a la calle, 26 años después del mayor
acto de crueldad de la historia argentina que debería ser el último.