Libros sí, Alpargatas también
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Marcos Roitman
La Jornada
Es frecuente encontrarnos con una definición laxa de
intelectual. En ella se incluyen a quienes realizan una praxis teórica ligada
a la producción de conocimiento. Intelectuales serían quienes ejercitan la
acción de pensar.
La gran gama de disciplinas que abarca el conocimiento humano hace que la
categoría incluya a todos los profesionales que viven del saber de su ciencia.
Esta elasticidad del concepto termina por homologar intelectual con
científico. La posesión de un método, el científico, constituye el argumento
para avalar dicha afirmación. Todo aquel que produzca un conocimiento
enquistado en dicho método es susceptible de ser considerado intelectual.
Sería difícil quitar el apelativo de intelectual a Albert Einstein, Julio
Cortázar o Pablo González Casanova. Pero no estoy seguro de que dicho adjetivo
pueda ser aplicado a científicos que se prestaron a construir la bomba atómica
o a los médicos nazis, Mengele si ir más lejos, que practicaron las teorías
hitlerianas de la eugenesia en disminuidos síquicos y físicos al defender la
solución final como parte de una pretendida superioridad de la raza aria.
Otro tanto puede decirse de quienes legitiman las acciones imperialistas de
conquistas, invasiones, guerras preventivas o bombardeos selectivos. Este es
el caso de Samuel Huntington, ex subsecretario para Evaluaciones de la Defensa
de Estados Unidos, miembro asesor del departamento de Estado y de su Consejo
de Seguridad Nacional. Su puesta de largo se produce durante la guerra de
Vietnam, ideando el programa Aurbanización, que implicó el traslado forzoso de
miles de campesinos vietnamitas, que se acompañó de bombardeos masivos con
napalm y de B-52 a civiles en las zonas rurales. También deja huella como
miembro de la comisión trilateral. En fin, todo un historial de muerte y
conspiración. ¿Esta persona puede ser considerada un intelectual? Filósofos,
médicos, ingenieros, juristas, sociólogos, historiadores, antropólogos,
pedagogos comparten por el hecho de leer, escribir y teorizar este apelativo.
No es probable que un subcomandante, en este caso Marcos, del
Ejército Zapatista de Liberación Nacional, sea considerado perteneciente a
esta clase. Tampoco cabría pensar en Ernesto Che Guevara o Salvador
Allende como parte de ellos, aunque se revindique este apelativo para los
susodichos. Pero al estudiante universitario se le considera un intelectual en
potencia. Igualmente literatos, ensayistas, poetas, artistas plásticos,
dramaturgos, miembros del llamado mundo de la cultura, son considerados
intelectuales. No hay distancia entre filósofos, pintores y matemáticos, el
baremo para incluir a unos y excluir a otros es la creatividad y autonomía del
razonamiento.
Su obra debe ser propositiva. Incluso hay quienes son excluidos, los
periodistas por ejemplo. Su trabajo no es considerado parte del mundo
intelectual, salvo si destacan en otra disciplina como el ensayo, la
literatura y otras áreas del saber. Cantantes de rock, políticos, directores
de cine, maestros de escuela, actores y tantos otros que trabajan en el orden
de lo cultural no llegarán nunca a ser considerados intelectuales. Es esta
dimensión del problema lo que hace dudar de lo acertado de esta definición.
Incluye conspiradores, criminales y corruptos.
Antonio Gramsci habló de intelectuales orgánicos para explicar el compromiso
político partidista con el quehacer revolucionario y contrarrevolucionario de
los trabajadores del intelecto. De ser así, Henry Kissinger sería un
intelectual del orden, un político, un teórico, al igual que Fernando Henrique
Cardoso en el momento de ser investido presidente de Brasil.
La distancia entre ellos como intelectuales se diluye hasta hacer iguales a
personajes tan disímiles. Esta situación la podemos extrapolar a un conjunto
de casos donde prima el criterio del reconocimiento social a la calidad de la
obra. No pocos se llevarían las manos a la cabeza si se considera intelectual
a Corín Tellado o al mismísimo Stephen King, autor de obras de éxito
comercial. Algo debe haber para que el sentido común aplique la diferencia y
establezca distancia entre Ernest Hemingway o Claudio Coelho.
No menos que entre Einstein y Von Braun o Lenin, Trosky y Stalin. Es cierto
que la condición de político, escritor, académico, científico con la de
intelectual no se excluyen. El concepto de estadista para identificar la
unidad entre saber intelectual y acción política hace posible que se piense en
personajes excepcionales cuya acción estuvo precedida de una valoración ética.
Es el valor ético y la capacidad de juicio crítico frente al poder lo que
marca la línea divisoria entre ideólogos destructores del conocimiento e
intelectuales, sujetos comprometidos con la democracia y la libertad de
realización propia de la condición humana.
En otras palabras, el homo sapiens sapiens, doblemente sabio, sabe que
sabe y el saber obliga. No hay vuelta atrás. El intelectual es un militante
del juicio crítico, no sólo ejerce la crítica. Se enfrenta al poder desde la
concepción ética del mismo.
Asume la responsabilidad de valorar sus acciones y desentraña las
consecuencias cuando éstas vulneran la condición humana. Por ello se
transforma en parte de la conciencia colectiva de su sociedad y de su tiempo.
No puede claudicar ni renunciar a ejercer su función ética.
Wright Mills fue claro cuando señaló la tarea política del intelectual en
tanto acepta los valores de la libertad, la dignidad, la justicia y la
democracia: dedica su trabajo a cada uno de los tres tipos de hombres que
existen en relación con el poder y la sabiduría.
A los que tienen el poder y lo saben, les imputa grados variables de
responsabilidad por las consecuencias estructurales que descubre por su
trabajo, que están decisivamente influenciadas por sus decisiones o por sus
omisiones. A aquellos cuyas acciones tienen esas consecuencias, pero parecen
no saberlo, atribuye todo lo que ha descubierto acerca de aquellas
consecuencias. Intenta educar y después, de nuevo, imputa una responsabilidad.
A quienes regularmente carecen de tal poder y cuyo conocimiento se limita a su
ambiente cotidiano revela con su trabajo el sentido de las tendencias y
decisiones estructurales en relación con dicho ambiente y los modos como las
inquietudes personales están conectadas con problemas públicos; en el curso de
esos esfuerzos dice lo que ha descubierto concerniente a las acciones de los
más poderosos.
Estas son sus principales tareas educativas y son sus principales tareas
públicas cuando habla a grandes auditorios. Por ello no llamemos intelectuales
a ideólogos del sistema cuya función consiste en destruir el conocimiento
mediante un saber instrumental destinado a justificar las acciones del poder.
Estos son divulgadores de la razón de Estado, nunca intelectuales; les falta
el compromiso ético y democrático que hace a la condición humana y la
dignidad. Ni Giddens ni Castañeda, ni Paramio, ni Savater, entre otros muchos,
son intelectuales; hace tiempo que dejaron de ejercer la capacidad de juicio
crítico, por tanto se han transformado en ideólogos del sistema.