Libros sí, Alpargatas también
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Anticipo del primer libro
de Laura Giussani
Buscada
Lili Massaferro: de los dorados años cincuenta a la militancia montonera
Editorial
Norma, junio de 2005
Nuevas y ociosas digresiones
Por HLE
26 de mayo, 2005
La memoria no es otra cosa que un tortuoso
laberinto, sin puertas probables, sin referencias leales. Aparece y va. Conduce
hacia lugares que uno, en ocasiones, querría obviar.
Todo da la impresión de haber sucedido, y, sin
embargo, basta aguzar la mirada para corroborar que todo continúa sucediendo:
estrafalaria batalla entre la memoria y el presente que le brinda al futuro el
carácter de insípida entelequia. Tal es la magnitud del presente, continuamente
apremiado por un pasado irresoluto y sombrío, que mueve a tener como estúpido,
fuera de toda razón, el mañana. Todo ya fué pero es,
siempre será.
Recuerdo ahora la embriaguez bíblica de Menem para justificar el indulto a los genocidas: “Ya el
pasado nos enseñó todo lo que podía enseñar. Ahora debemos mirar hacia
adelante, con los ojos fijos. Si no aprendemos a olvidar, nos convertiremos en
una estatua de sal”.
En este país las estatuas de sal caminan, y, cosa
más insólita aún, de vez en cuando se reúnen, cruzan abrazos, silencios,
guiños, y con ojos firmes, esos mismos ojos que han visto el cataclismo, miran
hacia adelante.
Lili Massaferro: de los dorados años cincuenta a la militancia
montonera
por Laura Giussani
Editorial Norma, junio de 2005
Capítulo 4: Aires de libertad
Ciudad Abierta
Buenos Aires
era una ciudad extravagante. El puerto todavía existía. Decenas de barcos llegaban
repletos de marineros, comerciantes, prófugos, vidas parias, turistas o
buscadores de fortuna. Apenas desembarcados los viajeros experimentaban una
extraña sensación de inquietud. Se encontraban en la capital más austral del
planeta, en tierras que suponían exóticas, tribales y vírgenes, pero bastaba
recorrer pocas cuadras para descubrir una ciudad europea, cosmopolita, culta y
prometedora. Civilización jamás imaginada en un continente desconocido.
Efervescencia mundana con aires de aldea. Sus habitantes hacían propias las
veredas y se atrevían a gastar tiempo en palabras. Cada esquina escondía un
drama y a alguien dispuesto a relatarlo. Todo cafetín tenía su filósofo. Los
tonos, los dialectos, los lenguajes, se entreveraban con naturalidad. Las noches
no tenían límite, la hora era una quimera y el trabajo una circunstancia. La
vida corría por avenidas, plazas, bares, lecherías y zaguanes. Los años
cuarenta llegaban a su fin y se tornaba indispensable comprender lo
incomprensible de la historia para reencontrar su rumbo. Literatura, filosofía,
política no eran cosa diferente de la vida misma. La cultura era un acto de
comprensión. Los libros actuaban como revelaciones. Eran devorados, masticados
con vehemencia por lobos hambrientos. Las ideas andaban libres y cualquiera se
sentía con derecho a tomarlas, deglutirlas, subvertirlas y, naturalmente,
devolverlas. Quien se acercaba a la lectura lo hacía movido por el afán de
entenderse, de ver reflejados sus propios miedos, sus contradicciones, sus
esperanzas y frustraciones. Pensar era algo lúdico. En cualquier mesa de
cualquier café se podía debatir sobre el ser y la nada, la vida y la muerte, la
suerte y el destino, las nociones de guerra, paz, fe, nación, los lazos de
amistad, la alienación del capitalismo y los insondables motivos de las
diversas calamidades humanas. De economía nadie hablaba. La ciudad entera
prestaba sus oídos a historias que surgían de diversos puntos del globo. Dramas
de vida que discurrían con naturalidad con el parroquiano de la mesa vecina.
Los cafés eran una suerte de oficinas, confesionarios, salas de reunión o
antesalas del dormitorio. Y los había de toda clase. La cercanía del puerto
marcaba la diferencia. Por el Bajo había boliches, tugurios algunos, habitados
por los que habían desembarcado más recientemente, aquéllos que todavía no se
habían apoderado de la ciudad. Humus existencial por el que rondaban quienes
habían dejado atrás el pasado y no tenían idea de futuro. Sus vidas eran
presente puro. Necesidad de encontrar reparo, de asimilar historias, de
encontrar abrigo y comida. Abyecta voluntad de
comprender el estado de las cosas. Allí, en el Bajo, podía entablarse contacto
con mujeres de lugares lejanos que arrastraban increíbles historias de amor o
de guerra y ahora alternaban copas con bohemios intelectuales. Pocos años atrás
Witold Gombrowicz había
puesto sus pies en ese puerto. En Buenos Aires lo encontró la guerra, y decidió
quedarse. Desertor de su patria o de la locura de la matanza, encontró en esa
lejana comarca gente por demás curiosa. Pocos años después andaba rodeado de
personajes indescriptibles que empleaban horas de sus días para traducir su
obra a cambio de nada, por el solo gozo de juntar sus ideas, echar a andar su
vehemencia, su furia, su arte. El polaco apenas balbuceaba algunas palabras en
español y no tenía un céntimo, pero un grupo de voluntarios se empeñaba en
traducir cada uno de sus giros. Llegaron a ser casi doce apóstoles que se
reunían cada noche en el sótano del Gran Rex de la
avenida Corrientes empeñados en publicar en español la prosa de Gombrowicz. Solían reunirse en aquel salón de ajedrez intelectuales como el uruguayo Manuel Claps, el cubano Virgilio Piñeda,
Jorge Calvetti y los hijos de Macedonio Fernández,
junto al extrañado Witold. Caminando Corrientes hacia
el Bajo aparecía La Helvética en la esquina de San Martín, en diagonal a la
clásica confiteria La Fragata. En una de sus mesas
permanecía por horas Juan Carlos Onetti, joven
promesa uruguaya que había dado con sus huesos del otro lado del río y
trabajaba en la agencia Reuters mientras imaginaba
los mundos por escribir y se tomaba la vida de un trago, y puteaba
a Perón y sus secuaces y vivía amores y desamores en las noches porteñas. Sin
decidirse a abandonar del todo su Santa Fe natal Paco Urondo recalaba en la ciudad en esos años y entablaba
relación con los jóvenes poetas Mario Trejo, Ramiro de Casasbellas,
Jorge Enrique Móbili, César Fernández Moreno y Edgar Bayley. Ellos adoptarían como propio el Palacio Do café, de
Corrientes 751. Oliverio Girondo mantenía su hábito
de ocupar una mesa del Tortoni mientras Rafael
Alberti deambulaba por el laberinto de bares que era en sí mismo una obra de
ficción. Por la zona de Filosofía rondaban los colaboradores de la revista Sur,
que tenía su redacción en Viamonte y San Martín. Se
encontraban en los bares de la zona Victoria Ocampo, Jorge Luis Borges, Pepe Bianco o Enrique Pezzoni. En el
bar Moderno de Maipú y Paraguay se reunían los artistas plásticos que gozaban
en satirizar a los escritores que paraban en el café Coto. Julio Cortázar leía
el diario y tomaba su café con medialunas en la Jockey Club
de Viamonte y Florida.
Ahí estaba Lili, como cada noche, conversando con estudiantes de
Filosofía y escritores embrionarios que esperaban la mañana deshilvanando
historias, armando inverosímiles hipótesis, riendo con descaro de los
pensamientos más sublimes. Sobrevuela de mesa en mesa, ligera, sin ataduras de
ningún tipo. Seduce y se deja seducir con la naturalidad de un animal en celo.
Particular jauría nocturna e intelectual que, por sobre todas las cosas,
encanta a su presa con la palabra. Hembra codiciada, Lili,
se presta sin rodeos al juego. Ellos olfatean, buscan, dirigen sus miradas,
calculan sus movimientos, marcan territorios. Avanzan y retroceden al son
de imperceptibles signos de disposición. Esperan, agazapados, su momento. Son
varios los que merodean noche tras noche a aquella rubia de sensualidad salvaje
e infantil, melancólica mirada y sarcasmo hiriente. La rodean, la miman, lamen
sus heridas, la acompañan, la siguen con la mirada: Fernando Birri, Miguel Brascó, Leopoldo Torre Nilsson,
Héctor Álvarez Murena, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy
Casares, Bobby Aizemberg,
Carlos Burone, Oski y
varios más. Algunos de ellos encontrarían la luna apropiada. En tanto Lili se mueve de mesa en mesa, de casa en casa, de reunión
en reunión. Cada uno de sus gestos expresa una vitalidad irrefrenable. Su risa
inunda las noches. Pocas veces está en paz, quieta. Sólo se detiene cuando
decide entregar ojos y oídos a algún contador de historias. Entonces puede
acurrucarse y permanecer horas escuchando como gata echada. Experimenta la
atracción de las miradas, la complicidad de las sonrisas, la atención que
suscitan sus relatos, como nunca antes lo había hecho.
La ciudad se
ha abierto de par en par a su presencia. Se deja llevar por una voluptuosa
respiración ajena, desconocida y anónima, a la que sigue con sabiduría,
arrastrada por la corriente, feliz de no tener límites, ni proyectos, ni
futuro. Absorbe el aire de los tiempos. Nada planifica, no puede imaginar otro
momento y otro lugar distinto al que transita y lo hace gozosa, sin calcular
riesgos ni consecuencias.
Comenzaban
los años cincuenta.